Aunque son muchos los que piensan que los seres humanos somos la especie dominante, nada está más lejos de la realidad. De hecho, nuestra llegada al mundo en que vivimos es ridículamente reciente si se compara con la de las criaturas a las que realmente "pertenece" la Tierra.
Estamos, desde hace miles de millones de años, en la era de Archea, es decir, en el reinado de las bacterias. Ellas fueron las que, durante tres mil larguísimos millones de años, dominaron en solitario el planeta. Y lo siguen haciendo, a pesar de que en la actualidad existe una gran variedad de "organismos complejos" (como nosotros), que parecen (pero sólo parecen) ejercer el control.
No olvidemos que los primeros organismos pluricelulares (constituidos por más de una célula) "sólo" llevan aquí menos de la tercera parte del tiempo que hace que las bacterias existen. Ellas, y no nosotros, llenan todos y cada uno de los ecosistemas, tanto marinos como terrestres, y viven además en lugares donde nadie más podría hacerlo.
Nosotros, los humanos, apenas si llevamos un par de millones de años aquí, un simple pestañeo comparado con el tiempo interminable de existencia de las bacterias. Y está aún por ver si unos seres tan frágiles y delicados como nosotros, que sólo logramos prosperar en un estrecho margen de condiciones, seremos capaces, o no, de sobrevivir a alguno de los radicales cambios a escala planetaria que de vez en cuendo se producen sobre la Tierra.
Las bacterias son capaces de sobrevivir en cualquier parte: desde las profundidades abisales de los océanos hasta en la mismísima estratosfera, donde la atmósfera terrestre limita con el espacio exterior. Hay bacterias a centenares de metros bajo los hielos polares, a kilómetros de profundidad bajo la corteza terrestre, en las chimeneas volcánicas... Billones de ellas prosperan en lugares en los que nosotros no duraríamos ni un solo día. Cuando nosotros desaparezcamos, ellas seguirán estando ahí.
Ahora, y gracias al trabajo de un grupo de bioquímicos del WHOI, acabamos de descubrir que en los océanos, numerosas colonias de bacterias se arraciman alrededor de las pequeñas partículas ricas en carbono que se van hundiendo en las profundidades marinas. Y que esas bacterias envían alrededor una serie de señales químicas para averiguar si hay otras bacterias en las proximidades. Cuando las diferentes colonias se localizan, todas ellas, en masa, entablan una "conversación" que consiste en secretar una serie de enzimas que rompen esas partículas ricas en carbono en pequeños trozos más "digeribles".
Colaboración entre bacterias
Colaborando de esta forma, todas ellas se benefician. Es la primera vez que se consigue demostrar fehacientemente esta capacidad colaborativa entre las bacterias. "No nos podíamos imaginar que las bacterias fueran capaces de tomar decisiones en grupo - afirma Laura Hmelo, uno de los autores de la investigación-. Pero eso es exactamente lo que nuestros datos demuestran que está ocurriendo".
La fuente de carbono de las partículas a las que se adhieren las bacterias es atmosférica. En concreto, dióxido de carbono, capaz de "capturar" gases de efecto invernadero. Por eso, esta clase de comunicación entre bacterias contribuye a la liberación del carbono contenido en las partículas a escasa profundidad, en lugar de permitir que se hunda en las profundidades oceánicas.
Y, según los investigadores, eso significa que hay mucho menos carbono de lo que se creía en los fondos oceánicos, desde donde es muy difícil que regrese a la atmósfera. Es decir, que este comportamiento bacteriano afecta directamente al ciclo del carbono en la Tierra, lo que tiene profundas implicaciones para el clima del planeta.
De esta forma, y a través de sus "conversaciones" estos pequeños organismos influyen en la cantidad de dióxido de carbono que hay en la atmósfera. Y si se tiene en cuenta de que el número de esas conversaciones oceánicas es prácticamente infinito, la influencia ejercida por las bacterias en el ciclo del carbono debe ser enorme.