Escenarios morales
El experimento consistía en someter a los sujetos a una serie de dilemas morales mientras esta zona concreta del cerebro permanecía “bloqueada” por la estimulación. La situación típica que se les pedía valorar incluía varios escenarios morales en los que pesaban tanto las intenciones del sujeto como las consecuencias.
Uno de los ejemplos incluía cuatro posibilidades dentro de una misma situación: en el primer escenario una chica pone azúcar a su novio en el café y éste se lo bebe (neutra), en la segunda la chica trata de envenenar a su chico pero se confunde y pone azúcar (asesinato frustrado), en la tercera cree que pone azúcar pero envenena a su chico sin querer (accidente) y en la última consigue su objetivo y le envenena a conciencia (asesinato).
En una situación normal, los sujetos tienden a valorar las acciones tanto en función de las intenciones como de las consecuencias. Es decir, juzgamos como reprobable el hecho de que la chica trate de envenenar a su novio, aunque no lo consiga. Durante el experimento, sin embargo, los sujetos tendían a dar una mayor importancia a las consecuencias que a las intenciones, de forma que el intento de envenenamiento frustrado, como acaba bien, no les parecía especialmente grave. Y el efecto se repetía con los distintos experimentos.
“De golpe”, explica Camprodón, “las acciones tenían mucho más peso que las intenciones en sus juicios de valor”. Un efecto que encaja con lo que los neurólogos saben hasta ahora sobre el desarrollo de esta zona. “De hecho”, apunta el neurocientífico catalán, “esto es lo mismo que les pasa a los niños”. Esta región del cerebro no madura hasta una edad entre los 5 y los 7 años y los niños que aún no lo han desarrollado juzgan la realidad en términos de consecuencias e ignoran las intenciones. Justo como los sujetos del experimento.
Otros estudios, como el realizado en paralelo por el equipo del prestigioso neurocientífico Antonio Damasio, publicado hace unos días en Neuron, llegan a conclusiones en el mismo sentido. Ellos estudian la otra región directamente relacionada con las decisiones morales, el área ventromedial, en pacientes que han sufrido algún tipo de daño cerebral. Sus experimentos también apuntan a que una alteración en esta zona produce cambios en la forma de interpretar la moralidad y también prevalecen consecuencias sobre intenciones.
Una puerta inquietante
Con estos resultados sobre la mesa, la pregunta ineludible apunta a pesadillas imaginadas por los escritores de ciencia ficción: ¿será posible en un futuro manipular el pensamiento, o nuestra forma de juzgar los hechos, mediante pulsos electromagnéticos?
“No tenemos la tecnología”, asegura Camprodón, “pero sí empezamos a conocer los principios que permiten cambiar de una forma leve la forma en que los sujetos procesan la información moral”. Aunque este estudio, insiste, está “muy lejos de llegar hasta allí”, “en realidad es una prueba de que existe el potencial para hacerlo y abre una serie de problemas bioéticos que es importante que se empiecen a discutir ya”.
La comunidad científica lleva tiempo reclamando un debate serio sobre el asunto, que implique a los distintos especialistas y a la sociedad. “Se abre la cuestión sobre qué tendríamos que hacer si esto pasara en el futuro”, dice Camprodón. “Tenemos un montón de herramientas hoy en día, tanto farmacológicas como electromagnéticas, que pueden ser utilizadas para cambiar estados emocionales, estados cognitivos, en un contexto clínico, pero potencialmente se podrían utilizar en un contexto no clínico y aquí es donde entra este debate”.
“La cuestión”, apunta el científico, “es cuándo utilizamos esas herramientas, con quién las utilizamos, quién controla estas tecnologías, quién tiene acceso a ellas, etc”. Y en este terreno se situará el debate científico en los próximos años, a medida que vayamos conociendo cómo funcionan los resortes de nuestro pensamiento, nuestras emociones y nuestra moral.