El 27 de septiembre de 1919 se recibió el telegrama en el que los datos de dos expediciones científicas realizadas en mayo para estudiar un eclipse solar confirmaban la Teoría General de la Relatividad, de la que este año se cumple su centenario.
Un genio recibe inspiración de otro genio. El 27 de septiembre de 1919 parecía un día como otro cualquiera, pero no lo era, ni mucho menos. No hacía ni un año que había acabado la Primera Guerra Mundial y la paz, no sin dificultades, se estaba consolidando en la vieja Europa. La música que emitía su viejo violín le hacía mucha compañía y casi podía oírse, como un susurro armonioso y cálido, fuera de aquel coqueto apartamento del número 5 de Haberlandstrasse, en el distrito berlinés de Schoeneberg. Desde que era un adolescente le fascinaba interpretar las Sonatas de Mozart. A los seis años de edad había comenzado a tocar el violín y casi desde entonces le relajaba tenerlo sobre su hombro izquierdo y con el arco hacer que sus cuatro cuerdas vibraran emitiendo sonidos. «La vida sin música me resulta inconcebible, … la música es mi mayor alegría», declaró en más de una ocasión. ¡Cuánto tiempo compartiendo dos pasiones: la Música y la Física! El orden matemático, tan necesario en la música, se adaptaba perfectamente a su estructurada forma de pensar y le había servido de soporte durante aquellos largos (eso le parecían entonces, largos, muy largos) siete años en los que estuvo trabajando en la Oficina de Patentes en Berna.
Esperaba acompañado de su violín noticias desde finales de mayo, ¡y qué eternos le estaban resultaban estos más de cien días!, parecían mil o un millón. A diferencia de otros, el eclipse solar del 29 de mayo había generado una mayor expectación porque pondría a prueba su nueva teoría, al comprobar si sus predicciones eran o no ciertas.
La luz y la gravedad
De repente paró de interpretar a Mozart y le vino a la mente su divorcio de Mileva y el reciente matrimonio con su amada prima Elsa. Con Mileva tuvo una conexión especial, ella era la única mujer que estudiaba en el Instituto Politécnico Federal Suizo en Zúrich y él siempre se había sentido atraído por ese extraño (nunca llegó a entenderlo del todo) universo femenino. Le resultaba más sencillo desbrozar el universo físico que comprender a las mujeres. La había querido mucho; pero la irrupción de su prima Elsa en su vida supuso un terremoto para su matrimonio. No pudo, ni quiso, evitarlo. Siempre había amado a Elsa.
Él sabía que una de sus mejores ideas había sido el principio de equivalencia, «la idea más feliz de mi vida» le gustaba llamarla. Le vino a la cabeza un día de 1907 cuando estaba sentado en una silla de la Oficina de Patentes de Berna. Ese principio afirma que en una pequeña región del espacio cualesquiera los efectos producidos por la gravitación son los mismos que los producidos por una aceleración. Pocos años después dedujo de su principio de equivalencia que los rayos de luz debían curvarse al pasar cerca de objetos muy masivos a causa del campo gravitatorio de estos últimos. Tras unos relativamente sencillos cálculos había deducido que la luz se desviaba una cantidad muy pequeña (1.75 segundos de arco) al pasar cerca de nuestro Sol. Esa cantidad tan pequeña parecía un «brindis al sol» y era muy difícil de medir para los instrumentos de la época. Iba a ser casi imposible comprobar su arriesgada predicción y el «genio» permanecería sin ser reconocido. Para hacernos una idea aproximada de lo pequeño que es este ángulo imaginemos un triángulo rectángulo con un cateto de 1200 m de largo y el otro cateto de 1 cm, el ángulo menor de este triángulo es de 1.75 segundos.
Expediciones astrofísicas
Liberada Europa de los enormes gastos de la Primera Guerra Mundial se decidió financiar dos expediciones científicas a las zonas de la Tierra en las que el 29 de mayo de 1919 se iba a poder observar un eclipse total de Sol, una a Sobral (estado de Ceará) en Brasil, y la otra a la entonces isla portuguesa de Príncipe, en el golfo de Guinea. Al frente de está última se puso el mismísimo Sir Arthur Eddington, reconocido astrofísico británico. Se eligió el enclave de Isla del Príncipe para poder aprovechar al máximo los 411 segundos en los que la Luna bloqueó la luz procedente del Sol. Se tomaron numerosas fotografías que posteriormente fueron analizadas con sumo detalle.
Los telegramas suelen traernos malas noticias; pero el de su buen amigo –y también físico– Hendrik Lorentz le traía una buena nueva. Los responsables científicos de los equipos de Sobral y de Isla Príncipe habían analizado con gran detenimiento durante más de tres meses los datos del eclipse recogidos en mayo y habían concluido que los rayos de luz de estrellas que había pasado cercanos al borde del Sol habían sufrido una desviación, dentro de los errores experimentales, acorde con el valor calculado por Einstein de 1.75 segundos de arco. Por tanto, los datos experimentales eran compatibles con la predicción de su Teoría de la Relatividad General y la Física cambió, nuevamente, el rumbo en su busca de comprender en su totalidad el universo que nos rodea.
Años más tarde, cuando Einstein ya era un personaje de fama mundial, profesor de Física Teórica en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Nueva Jersey y Premio Nobel de Física, rememoraba aquel telegrama de Lorentz en el que le anunciaba la confirmación experimental de su Teoría de la Relatividad General. Sonrió apenas con una ligera mueca al recordar lo que alguien le preguntó aquel 27 de septiembre de 1919 sobre lo que hubiera sucedido si los resultados del eclipse de Sol hubieran rechazado su teoría y lo que entonces le contestó con aparente ingenuidad: «Lo hubiera sentido por Dios, mi teoría es correcta». Einstein volvió a sonreír, se llevó las manos a la cabeza en un intento inútil de recomponer su desordenado cabello, se levantó del sillón y caminó despacio hacia su caótico despacho de Princeton donde seguía persiguiendo un viejo sueño: unificar las interacciones gravitatoria y electromagnética .