No hace falta entrar en detalles sobre por qué una película de Yasujiro Ozu es especial. La composición de sus imágenes, la colocación de sus actores, la cercanía lejana de cada uno de sus planos, su geometría, su delicadeza, su forma de tratar los conflictos generacionales... Todo esto está aquí, pero hay dos cosas que quiero resaltar.
La primera, que es una película a color. Lo vibrante de los pasteles, gamas y patrones de Ozu nos deja imágenes inolvidables y nos aporta una mayor evidencia aún si cabe de su influencia en directores como Wes Anderson.
La segunda, que la película está a rebosar de chistes de pedos. En serio. Es una comedia con todas de la ley, y si me permitís decirlo, muy acorde a las sensibilidades actuales. Estoy seguro de que cualquier curioso dispuesto a verla se pasará toda la película con una sonrisa de oreja a oreja.
Y ese humor tan aparentemente zafio, lejos de resultar de mal gusto, acaba siendo adorable y, desde un punto de vista puramente temático, hasta contemplativo. La presencia de unos niños monísimos que además actúan genial es clave para que esta obra funcione a la perfección.
Hay muchas cosas que amar aquí. Pero dejad que os diga una cosa, y es que si una película puede terminar con un niño cagándose en los pantalones y aun así dejarme durante minutos embobado con su belleza, esa película tiene mi corazón.
Ozu, nadie ha sabido expresar todas las facetas de la vida con tanta belleza como tú.