En una llanura manchega de cuyo nombre no quiero acordarme, Ferran, el último caballero del fútbol, montaba su bicicleta oxidada, a la que llamaba Rocinante, decidido a conquistar la gloria en una Eurocopa que sólo existía en su imaginación. Ferran, confundido por los molinos de viento que tomaba por gigantes defensores, se lanzaba a cada partido con la pasión de un Quijote, pero con la habilidad de Sancho Panza en día de mala fortuna.
Un día, se enfrentaba al temible equipo de Alemania, país famoso en la Mancha por sus salchichas y no por su fútbol, según él creía. Al pisar el césped, Ferran se sentía ya exhausto, su rostro tan rojo como un tomate manchego al sol de julio, mientras intentaba atrapar a un delantero que era tan escurridizo como una anguila en un río de Castilla. Al intentar despejar un balón, lo golpeaba tan débilmente que parecía un suspiro, y cuando tuvo la gran oportunidad ante el portero, su disparo se elevó tanto que amenazó con salir del estadio y alcanzar la luna, causando la risa de Dulcinea, que observaba desde las gradas.
Cada intento de regate terminaba en un tropiezo, como si sus botas estuviesen hechizadas por algún brujo de los muchos que, según él, poblaban la sierra de Guadarrama. "¿Cómo ha llegado este escudero del fútbol a vestir la camiseta del Barça y de la selección?", se preguntaban los espectadores, mientras Sancho, fiel escudero convertido en agente deportivo, intentaba sin éxito promocionar a Ferran en un equipo de segunda división, argumentando que su talento era simplemente tan sublime que nadie más podía entenderlo.
Así, entre juegos imaginarios y hazañas más propias de la literatura que del fútbol, Ferran seguía pedaleando por los campos de Europa, buscando esa gloria que sólo existía en su noble, aunque confundido, corazón.