Partidus horribilis
La principal sensación que deja en el barcelonismo la descarnada derrota sufrida por el Barça en Balaídos no es de hundimiento sino de lógica suspicacia. Todos los equipos tienen sus picos y sus valles a lo largo de la temporada, y claramente el Celta raya ahora unas alturas tales que ni siquiera siente la necesidad de oxígeno para respirar. El de Berizzo (quien por supuesto es bielsista, ¡acabáramos!) es un conjunto futbolístico henchido de arrojo y entretejido con fibras de la más alta calidad ecuménica. Es, a día de hoy, lo que cualquier equipo de su potencial sueña con ser. Pero, con todo, los olívicos necesitaron de una laxa actitud defensiva de su rival y de una (otra) gran actuación de Sergio Álvarez para sentar las bases de un triunfo meritorio. ¿Cómo se digiere esto?
Lo que petrifica la mandíbula de la culerada no es perder ante el Celta. La temporada pasada, el triplete se ganó perdiendo contra los vigueses y en casa, nada menos. Ni apearse del liderato en Liga, tan batallado como de costumbre a estas tiernas alturas de campeonato. Ni siquiera el número exagerado de goles en contra, que en el fútbol de septiembre no tienen una vida moral muy larga. Recuerden, porque seguro que no lo recuerdan, el 4-2 recibido por el Madrid en su visita a Anoeta a finales de agosto del año pasado.
No. Lo que provoca sospechas en este Barça es su capacidad para generar ansiedad en su entorno si se ve tan a menudo involucrado en perfectos especímenes de Partidus Horribilis.
Desde luego, el esperpento de ayer lo tuvo todo: fragilidad defensiva máxima, un portero que asombró en la última Champions y ahora parece transparente, dos laterales incapaces de recorrer diez metros a velocidad de crucero, un centro del campo remendado con Sergi Roberto, precisamente el futbolista que mejor estaba rindiendo como lateral, e ingobernable por un Iniesta en constante inferioridad posicional... Y mejor no hablar de la mejor delantera del mundo, con un Luis Suárez convertido en un polvoriento montón de ladrillos y un Neymar incapaz de tomar una sola buena decisión excepto la de rematar a puerta en el 3-1.
Con todo, y con Messi, el Barça generó peligro y seguramente mereció un resultado menos indecoroso. Pero resulta que en los primeros tropiezos de la pasada temporada, cuando según él a Luis Enrique lo querían matar, al menos el equipo daba la cara. La dio en París, donde se la partieron también a Ter Stegen, por cierto, la dio en Málaga e incluso la dio en el Bernabéu. Sin embargo, ahora su rostro competitivo parece difuminado. ¿Qué cabe esperar, pues? ¿Otra primera mitad de la temporada entre insufribles altibajos y una segunda en constante crecimiento? ¿O que los crímenes de la pasada campaña sean en esta auténticas masacres es un síntoma de que el equipo ha perdido robustez, y que quizá el resurgimiento del mejor Barça será más difícil en este curso?
En cualquier caso, parece que el Barcelona de Luis Enrique exige algo nuevo a sus seguidores: aguantar que, durante los primeros meses de competición, sea un trilero. Que juegue a lo mínimo. Que se reajuste la ropa interior y se rasque y se desperece, y a cada rato se detenga un momento porque tiene flato. Todo, a cambio de la promesa de la tierra prometida de los títulos, que no hace muchos meses apareció ante sus ojos como el oasis definitivo, con dulces viandas para saciar el hambre, fuegos artificiales en lugar de palmeras y Dom Perignon por agua.
En ese sentido, el crédito del Barça debería ser inifinito. Pero la travesía por el desierto será agotadora. Habrá desánimo y crujir de dientes. Líense bien el turbante a la cabeza, porque esto acaba de empezar.