Efectivamente, fue así. En Villa Giralda, Estoril (Portugal), Alfonso de Borbón, el llamado príncipe Alfonsito, falleció a manos de su hermano, el actual Rey de España Don Juan Carlos I, en una desgraciado accidente ocurrido mientras jugaban con una pistola que creían descargada. De aquella tragedia que cambió la vida de Juan de Borbón se cumplen ahora 50 años.
El 29 de marzo de 1956 Estoril estaba vacío. Era jueves santo y Alfonso, 14 años, de un enorme parecido físico con su padre, había tenido por la mañana un partido de golf con su mejor amigo, Antonio Eraso, 15 años, al que había eliminado de un torneo cuya final debía jugar el sábado santo contra un portugués de su edad. Después de comer, ambos habían acudido juntos a los tradicionales oficios religiosos. A la hora de despedirse, acordaron volver a jugar al golf a la mañana siguiente. No volverían a tener ocasión de hacerlo nunca más.
Porque poco después de las ocho de la tarde de aquel día lluvioso de marzo, una noticia atropellada llegó a la casa que habitaba en Estoril la familia Eraso, distante apenas 300 metros de Villa Giralda. Algo terrible acababa de ocurrir en la residencia del Conde de Barcelona, 43 años, heredero a la Corona de España. Cuando llegaron a toda prisa ya estaban en Villa Giralda José María Gil Robles y sus hijos. Los Gil Robles y los Eraso eran las dos únicas familias españolas que se encontraban en Estoril y en el entorno real aquella Semana Santa.
Los recién llegados se toparon con el cuadro que es fácil imaginar. Sobre el piso del cuarto de juegos yacía el cuerpo de Alfonsito, parcialmente cubierto por una bandera española que Don Juan había arrancado de su mástil para obligar a Don Juan Carlos, puesto de rodillas, a jurar que había sido un accidente. La única bala que contenía la pistola había entrado limpiamente por uno de los orificios de la nariz de Don Alfonso.
Una familia destrozada. La madre, Doña María, porque se creía responsable por haber dejado a sus hijos jugar con la pistola, para evitar que, aburridos en un atardecer lluvioso, siguieran peleándose. A medio camino entre la desesperación y el sentimiento de culpa, Juan Carlos pretendió ingresar en los Cartujos, idea de la que le disuadió su padre.
La noticia fue silenciada por el Régimen de Franco, pero también por la prensa portuguesa, igualmente sometida a la dictadura del general Salazar. A la censura se sumaron los monárquicos que viajaban de servicio a Estoril. Resultaba tan duro reconocer la verdad, aceptar que aquello había sido "un accidente", que todos se afanaron en cubrir el episodio con un tan piadoso como espeso manto de silencio.
Aquella muerte fue una tragedia más que se añadió a la larga lista de infortunios padecidos por una familia lanzada en 1931 a un exilio que los groseros errores de Alfonso XIII se habían ganado a pulso. Y fue también la gran lección de entereza que Juan de Borbón brindó a los españoles que se acercaron a darle el pésame. El ejemplo del hombre que rumia su dolor en silencio, que se lo traga entero, y que en un momento determinado acaba de un plumazo con las especulaciones: ha sido un accidente, el destino lo ha querido así, y a partir de ahora a remar todos en la misma dirección.
"En aquellos días, Don Juan volvió a demostrar que, además de un español de primera, era un tipo de una pasta extraordinaria”, en opinión de uno de los hombres que mejor le conocieron. “Una tragedia para la convivencia en este país que, por culpa del franquismo, no llegará adonde tenía que haber llegado”. Así se dijo en la época.
En el ánimo de los presentes queda el recuerdo sobrecogido de aquel entierro del sábado santo en el cementerio de Cascais, y la sensación cierta de asistir a un drama que la familia del Conde de Barcelona no superaría jamás. Como dijo una vez Carlos Zurita, esposo de la infanta Margarita: “No he podido entender cómo esta familia no logró nunca asumir esa tragedia”.
Aquel mismo sábado, terminado el entierro, un avión militar devolvió al príncipe Juan Carlos, 18 años, a Zaragoza desde el aeropuerto de Lisboa. Don Juan quiso que regresara de inmediato a la Academia Militar de Zaragoza.
-Pero si es Semana Santa...
-Da igual, a Zaragoza.
Justo es reconocer que Don Juan Carlos también reaccionó bien: se encerró en Zaragoza y se dedicó a sacar adelante la carrera. Poseído entonces por un espíritu muy religioso, muy castrense, tomó el accidente como una vía crucis cuyas estaciones debía superar con dedicación y esfuerzo.
“Aquel día se me paró la vida”, diría tiempo después Doña María de Borbón. Don Juan quedó solo en Estoril, rumiando su desgracia. Ni el pésame de un simple ministro de Franco. Ni siquiera el embajador de España en Lisboa se hizo presente. Silencio y soledad. En Estoril, que no en Toulouse (como ha pretendido después hacer creer el PSOE), residía lo que Franco consideraba gran amenaza del Régimen y había que aislarlo. Don Juan no volvió a hablar jamás en público de su hijo fallecido, a quien en privado solía referirse como "mi querido hijo Alfonsito".