La casa me envolvía con el mismo silencio de siempre. Un silencio que para muchos podría haber sido inquietante en una casa tan grande y en una noche como aquella, pero que a mi, acostumbrado a la soledad, me parecía la mejor forma de concentración. Cuando noté que el sopor me podía y mis párpados comenzaban a cerrarse decidí dejar el estudio sobre los cultos de las antiguas tribus amazónicas en el que me veía inmerso desde hacía unos meses y subir a mi dormitorio a descansar, al menos la vista. Cerré la espita de la lámpara de gas y el salón quedó totalmente a oscuras durante unos instantes. Tanteando, cogí la caja de fósforos de uno de los bolsillos de mi chaqueta y, prendiendo uno de ellos, lo acerqué hasta la vela que se erguía firme en el candelabro que dejo siempre en el pasillo para mis caminatas nocturnas por la casa. Una vez prendida la vela apagué el fósforo, lo metí en otro bolsillo y procedí a subir las escaleras candelabro en mano. Los escalones crujían bajo mis pies a cada paso.
Una vez arriba enfilé el pasillo que conducía hacia mi habitación, la cual se encontraba justo al final de este pasillo, ahora a oscuras como el resto de la casa. Mientras avanzaba por el pasillo la esfera de luz que me rodeaba iba descubriendo antiguos retratos que colgaban de las paredes, unos rostros que ya conocía de memoria, para volver a sumirlos en la oscuridad al dejarlos atrás. Cuando me encontré frente a la puerta de mi habitación, la cual siempre dejaba cerrada, y puse la mano sobre el pomo dispuesto a hacerlo girar algo me hizo retirar la mano y dar un paso atrás. El pomo estaba tibio. Siempre estaba frío y ahora estaba tibio. En el piso superior no había ninguna chimenea, nunca dejaba ninguna lámpara o velas encendidas en mi habitación y aún así, no calentarían la estancia lo suficiente como para que afectase a la temperatura del pomo. Tragué saliva. El candelabro cada vez me pesaba más en la mano y su llama, que se movía inquieta, parecía reflejar la inquietud que a mi mismo empezaba a inundarme.
Finalmente respiré hondo y me atreví a girar el pomo. Abrí de golpe la puerta de mi habitación y entré a la estancia dando un paso firme, sujetando el candelabro por encima de mi cabeza. Antes de entrar pensé en hacerlo así para iluminar lo más posible la habitación y a su vez tener una postura predispuesta para propinar un buen golpe a algún intruso. Una vez dentro miré rápidamente la habitación, a pesar de que desde donde estaba quedaban algunos rincones sin iluminar. No vi nada. Me sentí estúpido. ¿Un intruso? Claro hombre, un ladrón que va por las casas calentando los pomos de las puertas. Si no he oído nada y no echo nada en falta será porque no hay ningún ladrón, maldito inepto -me dije a mi mismo-.
Un momento... no he oído nada pero aún no he comprobado si me falta algo. Quizá haya sido silencioso en su acción y ha conseguido huir con el botín. Me apresuré a dejar el candelabro sobre el escritorio y a revolver entre sus cajones. No parecía que faltase nada. Justo cuando me disponía a coger de nuevo el candelabro para revisar si faltaba algo en las otras habitaciones mi vista se posó, casi por casualidad, sobre mi última obra que descansaba sobre el escritorio abierta por la última página. Yo había dejado mi libro cerrado, lo recordaba perfectamente. Un escalofrío recorrió mi espalda desde abajo hasta la nuca e hizo que me estremeciera. Cogí el libro y en esa última página en la que se encontraba abierto, tras la última frase mecanografiada que yo había escrito, alguien había añadido con tinta escarlata unas palabras en una caligrafía algo tosca. Me apresuré a leerlas:
”Es preciosa, una obra maestra. Me siento muy afortunada por ser de las primeras personas en leerla, y además en la calidez de la cama del propio autor”.
Me flojearon las piernas al leer aquello. Cogí rápidamente el candelabro del escritorio y me acerqué a la cama para iluminarla. No estaba deshecha, por eso no había reparado en ella cuando eché el rápido vistazo al entrar de golpe en la habitación, pero la colcha tenía unas arrugas que indicaban que alguien se había tendido sobre ella. Cuando seguí examinando la cama a la luz del candelabro vi que la almohada estaba manchada con unas pequeñas gotas de sangre. Mi respiración comenzaba a ser entrecortada.
Me separé unos pasos de la cama y advertí que en el suelo también había manchas de sangre en forma de pequeñas gotas. Formaban un reguero que seguí con la vista y que se perdía en un oscuro rincón de la habitación. Otro escalofrío. Respiraba intensamente por la boca. Me armé de valor y comencé a dar, de la manera más sigilosa que pude, unos tímidos pasos hacia aquel oscuro rincón mientras seguía el rastro de sangre. Maldije por no tener velas con mechas más gruesas que iluminaran la totalidad de la habitación desde cualquier punto. Poco a poco me fui acercando al maldito oscuro rincón, todos los músculos de mi cuerpo en tensión, y por fin la tenue llama iluminó su rostro. Allí estaba ella una vez más. Sentada, contra la pared, abrazándose las piernas de forma que apoyaba la barbilla sobre una de sus rodillas. Aunque sabía perfectamente que ya podía verla seguía mirando al suelo. Llevaba el mismo viejo vestido gris y andrajoso pero siempre que volvía a verla tenía nuevas manchas de sangre. Las últimas tan recientes que aún reflejaban la luz. Tenía miedo, no sabía qué iba a pasar aquella vez. Movió los dedos de los pies, cosa que pude ver pues siempre iba descalza, y ante tan inocente movimiento di instintivamente un ridículo brinco. Aunque seguía sin mirarme notó mi miedo, como siempre había hecho, pues vi que se sonreía. Con los restos de la fría sonrisa aún en sus labios levantó lentamente la cabeza y clavó sus ojos en los míos. Nuestras miradas se cruzaron intensamente por un solo instante pues en ese mismo momento se apagó la llama del candelabro y la habitación quedó totalmente a oscuras. No la oí moverse pero intuía que desde el momento en el que se fue la luz ella ya no estaba en aquel rincón. Me quedé helado y quieto como un bloque de hielo allí plantado. No podía ver nada y miraba a mi alrededor con nerviosismo. Sabía que ella me estaba sonriendo desde algún lugar de la oscuridad.