#7261 Eso me recuerda una anécdota de cuando acampamos en aquel pedregal de Casicartagena y que siempre he querido contar:
Habíamos estado media tarde intentando montar la tienda de campaña, que era un bicho importante, con varios módulos individuales y tal. Primero tuvimos el problema de que el suelo era duro como el asfalto y era imposible clavar picas en él, pero lo que realmente nos retrasó fue el viento que se levantó de ahí a un rato, que nos tiraba la tienda cada dos por tres.
Tras varias horas acabamos sujetando la tienda rodeándola de pedruscos. A pesar de que habría unos 30 kgs en cada amarre el viento le pegaba unas sacudidas a la tienda que parecía que iba a tirar con ella en cualquier momento. Pero eso no tiene demasiado que ver con lo que quería contar, así que voy al grano:
Era de noche, imagino que entre la 1 y las 2 de la madrugada. En el medio de un pedregal cartaginés había una tienda malamente montada sacudida por el viento. En ella se disponían a dormir 4 jugadores gallegos de Street Fighter que habían ido de un extremo a otro de la península en el tren del infierno para participar en un torneo en el que no tenían posibilidad alguna de ganar.
Y entonces, allí, en medio de la nada, a 1000km de casa, acompañado de 3 personas a las que sólo conozco por jugar a un juego, me di cuenta del absurdo de la vida y de la futilidad de las acciones humanas. Al igual que nosotros, personas de toda España (y Popi) se habían acercado ahí para jugar a un juego minoritario que estaría muerto dentro de un par de años.
Todas esas horas estudiando frame datas, jugando con amigos o practicando combos no servirán de nada dentro de unos años, al igual que todos los resultados académicos y profesionales de esa gente que quedarán enterrados por el paso del tiempo. La vida humana es ínfima, despreciable, inútil. Amanece y después atardece.
Y ante esas ideas sólo se me ocurrió gritar. Gritaría con todas mis fuerzas, pero nadie me oiría en ese yermo apartado de la civilización. Que una mota de polvo intente existir no tiene importancia ante la inmensidad del universo. Y en medio del silencio, grité con todas mis fuerzas. Pero nada cambió. El silencio seguía ahí, inmutable tras mi intento de cambiarlo. El pedregal seguía ahí, inmutable. Nadie me había oído.
Bueno, los tres gallegos que estaban ahí a mi lado sí que me oyeron. Desde entonces me llaman turbio.