Saludos,
os presento un nuevo proyecto de novela en el que he empezado a trabajar recientemente. Algunos me recordaréis por mi anterior novela, Hoy me ha pasado algo muy bestia, que fue íntegramente posteada en este mismo foro. Si os gustó, ésta os va a gustar aún más. Al menos, eso espero
Advertencia: se hace uso de lenguaje obsceno y también puede haber escenas de sexo explícito (a partir del 2o capítulo).
Aquí va el primer capítulo:
AETERNITAS: LA LUCHA
Cuenta la leyenda que existen siete inmortales que dominan el mundo y que llevan haciéndolo desde el principio de los tiempos. Se dice que manejan los hilos de todos nosotros desde las sombras, que nadie sabe quiénes son ni donde están, y que los pocos que han conseguido acercarse a ellos han desaparecido sin dejar rastro.
Esta leyenda, este cuento o fábula —dadle el nombre que queráis— hasta hace poco era real, y en parte lo sigue siendo. Tres de los siete ya no se ocultan en las sombras protectoras de sus fortalezas. Dos han muerto recientemente, rebatiendo la parte que mencionaba la inmortalidad, y el tercero va en el asiento trasero de un coche, huyendo de su perseguidor como alma que lleva el diablo. Sabe que no habrá clemencia, como no la hubo para sus hermanos. Nunca la hay cuando existe un contrato de por medio.
Richard
12 de febrero de 2011, 2:23 AM, en algún punto cercano al Pirineo Catalán.
El viento invernal, helado, me da en la cara mientras conduzco a toda velocidad por la autopista. Pero no siento el frío ni me importan los rádares. End of All Hope, de Nightwish, suena a todo volúmen en el estéreo del descapotable que compré no hace ni una semana. Está avanzada la noche y, aparte de mi coche y del que llevo delante, nada se mueve sobre el asfalto. El conductor del Volvo acelera, intentando desesperadamente dejarme atrás. Presiono suavemente el acelerador y la aguja se desplaza hasta marcar los doscientos veinte kilómetros por hora. En el asiento de atrás del otro vehículo observo revolverse la silueta de mi objetivo al acortarse de nuevo la distancia que nos separa y que, por ahora, lo mantiene con vida. La aguja sigue deslizándose por el cuentakilómetros lentamente: doscientos treinta, doscientos cuarenta... Las curvas empiezan más adelante, las veo a pesar de la oscuridad, y el volante empieza a vibrar en mis manos como si me advirtiera del peligro. Nos adentramos en ellas sin reducir la velocidad pero, para mi sorpresa, pronto comienzo a ganar terreno. Deberías haber contratado a un chófer mejor, viejo.
El morro de mi Audi empuja la parte trasera del Volvo y ambos vehículos se agitan con la sacudida. Acelero más y vuelvo a golpearles; esta vez mi objetivo se yergue en el asiento y agita los brazos: no parece muy contento. Menos contento vas a estar en breve. Menos todo. Excepto muerto.
Me despego de mi presa en mitad de una curva e inicio un peligroso adelantamiento por la derecha. El conductor, que no debe ser malo del todo en su trabajo, parece percatarse de mis intenciones e intenta frenar para quedarse atrás y que éstas queden en nada. Aunque ya es tarde. Doy un volantazo y hundo el morro de mi R8 Spyder de doscientos mil euros contra el lateral del otro coche mientras suelto una carcajada de satisfacción. Ambos vehículos, trabados, metal contra metal, comienzan entonces a dar vueltas sobre sí mismos por la calzada de cuatro carriles como si de una pareja de bailarines en una sala de festejos se tratara, pero en lugar de un vals de Chopin suena el enérgico gothic metal de Nightwish.
No levanto ni un milímetro el pie del acelerador durante los segundos que rodamos sobre el asfalto, y me río como un maníaco mientras observo a las dos figuras agitándose impotentes en el interior del Volvo, como insectos atrapados en un bote que está siendo zarandeado con brusquedad. Entonces, de repente, sin dejar de reirme, disfrutando del momento, aparto el pie del acelerador y piso el pedal del freno hasta el fondo a la vez que tiro del freno de mano. Ambos vehículos parecen querer levantar el vuelo por una fracción de segundo, pero el peso es demasiado y, con un crujido estrepitoso, terminan separándose con violencia. Cuando las cuatro ruedas del Spyder vuelven a tomar tierra éste permanece quieto en el sitio. Por el contrario, el otro vehículo sale despedido a gran velocidad hacia el muro lateral de contención de la autopista, donde se estrella de frente, aplastándose como una lata de sardinas y levantándose dos o tres metros del suelo debido al impacto antes de volver a caer. Luego todo queda en silencio y nada se mueve, excepto una mancha oscura, mezcla de agua destilada, aceite y gasolina, que comienza a extenderse por el asfalto alrededor del amasijo de metal.
Con calma, disfrutando de mi pequeña victoria pero consciente de que aún no he ganado la batalla, bajo la palanca del freno de mano y, tras comprobar que el motor aún responde, meto primera y llevo el coche hasta el arcén, donde lo detengo a unos quince metros del coche destrozado. Enciendo las luces de emergencia —las que importan, las traseras, siguen intactas— y me bajo del vehículo. Primero observo los desperfectos de la parte delantera, que no han sido tantos como creí en un primer momento y luego me dirijo al maletero. Lo abro y saco uno de los triángulos reglamentarios que venían con el coche. No pensaba tener que usarlos tan pronto. Un par de minutos después lo dejo junto al arcén al principio de la curva, a unos cincuenta metros del incidente, y de vuelta me enciendo un pitillo con una cerilla. Qué bien saben los condenados en momentos como éste.
Apoyado en la puerta del Spyder, mientras doy caladas al cigarro, contemplo el bosque de abetos que crece junto a la autopista y escucho el sonido del viento, el rozar de sus ramas, y huelo la embriagadora fragancia de la vegetación, de las agujas de los árboles y de la sabia que resbala por sus cortezas. Momentos como este me hacen recordar mi infancia, cuando corría por los bosques detrás de las ardillas o de cualquier otro animal ajeno a todo. Antes de convertirme en lo que soy. Hace tanto tiempo, tanto...
Un crujido metálico me hace volver al presente y me vuelvo con rapidez hacia los restos del coche aplastado. La espera ha terminado. Dejo caer el pitillo sobre el asfalto, a mis pies, y lo aplasto con el tacón de la bota. Otro crujido llega a mis oídos, éste más prolongado, y me parece ver como uno de los laterales del vehículo, donde debería estar una de las puertas, se comba levemente hacia afuera. Inclinándome sobre el asiento del copiloto abro la guantera y saco un objeto alargado envuelto en un pequeño retazo de piel cubierta por antiguos símbolos de poder. Irguiéndome de nuevo, lo sopeso en mi mano izquierda mientras observo doblarse el metal tras el que está aprisionado mi enemigo. Los golpes y chasquidos han acallado todos los sonidos de la noche.
Sin apartar la mirada del vehículo accidentado pronuncio unas palabras en un idioma que ya nadie conoce y los símbolos grabados en la piel parecen prenderse con una luz azulada. Luego extraigo la daga de hueso de su interior y la contemplo mientras una sonrisa psicópata se perfila en mi rostro. Un segundo después, una puerta aplastada en forma de acordeón salta por los aires y cae estrepitosamente en mitad del tercer carril de la autopista. Al fin.
—Dime qué quieres —dice el hombre al salir del vehículo aplastado. Su ropa está hecha jirones pero no hay ni rastro de sangre en ella y, a pesar de haber vivido miles de años, el tipo no aparenta más de treinta.
—Comprobar si de verdad eres inmortal, como cuentan las leyendas.
Él me observa aterrado. Parece que tantos años de vida no le han preparado para la muerte. Luego vuelve a hablar:
—Puedo darte lo que quieras. No hay nada fuera de mi alcance.
—Ya te he dicho lo que quiero.
Entonces, abatido, el hombre se arrodilla en el suelo frente a mí y le oigo llorar, la cabeza gacha y las manos levantadas, abiertas. Parece un jodido vagabundo pidiendo limosna, pero es todo lo contrario. Aún sabiendo lo que realmente es, aquella reacción me pilla por sorpresa: los otros dos habían presentado batalla. ¿Qué cojones le pasa? ¿Éste es uno de los poderosos inmortales que han gobernado a la humanidad desde las sombras durante milenios?
Tendría que haberlo visto venir, pero aquél instante de duda me ha traicionado. De repente, surgida de la nada a través de la oscuridad, la puerta-acordeón me golpea con fuerza en el costado y me lanza por los aires más de cinco metros contra el muro que separa la autopista del bosque,. Mi rodilla izquierda cruje al impactar contra el hormigón, pero consigo caer bien y me vuelvo hacia mi enemigo. Ya me ocuparé luego de lamerme las heridas. Por suerte no he dejado caer la daga. Sin ella lo tendría realmente jodido.
—¿Cómo te atreves a amenazarme, gusano? —exclama el hombre arráncandose los restos de la camisa y dejando a la vista su torso musculado y, sobre su pecho izquierdo, el tatuaje de aquél sol oscuro que ya he visto dos veces con anterioridad — ¡Soy Salvattore Silano! ¡Soy uno de Los Siete! ¡Puedo aplastarte con sólo pensarlo!
—No. No puedes — replico yo, sonriendo de nuevo —No mientras sostenga esto —. Y levanto la daga de hueso para que la vea bien mientras avanzo con cierta dificultad en su dirección. Parece que me he fisurado la rodilla, pero aguantará. Al menos, eso espero.
De repente, el crepitar de la estática me advierte de que está utilizando de nuevo sus poderes y, mientras salto tratando de llegar hasta él, veo por el rabillo del ojo como lo que queda del Volvo, a mi izquierda, comienza a alzarse temblando en el aire. Al mismo tiempo, Salvattore retrocede alejándose de mí para ganar tiempo. Puedo ver como se le hinchan las venas del cuello y de la frente por el esfuerzo y como en sus pupilas empiezan a aparecer venillas rojas. Además, a medida que la amalgama de metal, aluminio y plástico gana altura, el sol negro tatuado en su pecho parece ir cambiando de forma.
Mi enemigo deja de retroceder, parece que necesita permanecer quieto para mantener el control de las varias toneladas de chatarra con las que pretende aplastarme y que ya flotan a unos cinco metros por encima de nuestras cabezas. Otros veinticinco metros me distancian de él. Demasiados con la rodilla como la tengo. Sólo tendré una oportunidad. Si fallo se acabó.
Salvattore me mira con odio mientras hace levitar aquella mole en mi dirección, sabiéndose vencedor. Sabe que no llegaré hasta él antes de que la suelte sobre mí: cada vez la mueve más deprisa y con más soltura. Sólo tengo unos segundos y, cuando sonríe y empieza a mover los labios para dedicarme unas últimas palabras, la carga mortal levitando ya sobre mi cabeza, decido aprovecharlos, sabiendo que ha llegado el momento que estaba esperando.
Haciendo caso omiso del dolor atroz y del nuevo crujido procedente de la rodilla malherida, salto con todas mis fuerzas a un lado a la vez que lanzo la daga cargada telequinéticamente.
Salvattore no llega a pronunciar ni una sílaba antes de que el arma haya recorrido la distancia que nos separaba, hundiéndose hasta la empuñadura de hueso en el sol oscuro tatuado en su pecho. Un segundo después, a mi lado, se desploma el montón de chatarra y luego, a lo lejos, cae también el hombre que lo había animado, supuestamente inmortal, con los ojos apagados ya sin vida.
Contemplo su cuerpo durante un minuto mientras recupero el aliento, y luego me levanto a pesar del dolor incisivo que recorre mi pierna izquierda. La rodilla está rota, pero no puedo evitar sonreír. No me parece un precio demasiado alto a cambio de la muerte de otro de esos viejos bastardos y del millón de euros que mañana me ingresarán en mi cuenta en Suiza. Para nada.
Dando saltos cortos me acerco al cadáver del inmortal y extraigo la daga de su pecho. Su cuerpo, transcurridos unos segundos, comienza a brillar y a desvanecerse lentamente. Ya he visto el proceso otras dos veces, y es tan hipnótico como observar una buena hoguera, con la ventaja de que luego no te cogen ganas de mear. Decido sentarme en el suelo frente a él, encenderme un pitillo y disfrutar del espectáculo.
También podéis seguir la historia desde el blog de la misma: http://aeternitaslalucha.blogspot.com/
Un saludo y gracias por vuestra atención,
Arawna