Capítulo 1 – Ascenso del río
Tres siluetas masculinas se reunían en las puertas a la Sierra del Sol, en una aldea que descansa plácidamente a la orilla del río Mont Naǧid. Dos musulmanes, Yousef y Carí, se conocen; ambos forman parte de la alta esfera granadina. Por otro lado, Carabajal es un serfadí que tuvo relación con Yousef, así que sólo se presentaron él y Carí.
—Mi nombre es Carabajal, he luchado largo contra las fiereza del frío y las escarpadas montañas, yo os guiaré en vuestra misión ante generosa recompensa del sultanato nazarí. Conozco la orografía entrante de la Sierra del Sol, con la problemática que conlleva no haber explorado nadie las cotas más altas.
—Yo, Carí, he servido junto a Yousef en numerosas operaciones logísticas y de causa militar. Mis investigaciones médicas y naturalistas no sólo me han dotado de una gran reputación, sino que también he educado a las masas en la asistencia de urgentes lesiones.
Se mostraron como personas serias y disciplinadas, pues poco se conocían en realidad. Yousef se limitó a saludar. A este se le reconoce por ser un militar de insospechado talante. Se cuenta que masacró a sus captores después de escapar aquella fría noche levantina. Esto le hizo ganar una gran reputación entre las filas, pues volvió imprevisiblemente a Gharnata con el cuerpo cicatrizado por las torturas a las que lo sometieron.
El Sol se encuentra ahora en lo más álgido del cielo, iluminando el río Mont Naǧid con radiante fulgor. Los insectos revolotean sobre las plantas con mucho ánimo, y es que a la primavera le queda poco para terminar. La nieve que colmaba la sierra ha derivado a un gran cauce del río, el cual alimenta aljibes, pozos y acequias con generosidad.
Todo el equipaje está ya preparado y cargado sobre las mulas. El viaje ha de comenzar por el sendero que asciende el río, lejos de todo auspicio civilizador y cada uno a lomos de su bestia. El montañista judio, el espadón nazarí y el naturalista de origen bereber se disponen a iniciar un viaje a lo más alto de la Sierra del Sol, pero una silueta parece gritar a lo lejos.
—¡Eeh! ¡Esperad! —una vez llega a ellos se detiene unos segundos para coger aire. Su vestimenta lo decía todo, se trataba de un mensajero del sultanato nazarí— Uf. Caballeros, os hago entrega de esta carta. Allah está con vosotros.
Se miran con preocupación el uno al otro. ¿Habrá habido algún percance? ¿Tendrán que cancelar la misión?
El mensajero se retira y Carabajal, nervioso, abre la carta:
«Mi nombre es Amin Ibn Malek, wazîr oficial de la Corte del reino nazarí. Como todo lo relacionado a vuestra misión, es secreto imperante destruir esta carta una vez leída.
Creemos oportuno tener en cuenta lo siguiente. Hemos confirmado la posible existencia de criaturas extrañas en las zonas menos exploradas de la Sierra del Sol. La última gran expedición por parte de aventureros traídos de Isbiliya acabó con la muerte de dos de estos. Los supervivientes, que son tres, fueron tachados de locos y sus testimonios perecieron silenciados.
Un reciente grupo de investigación confirmó algunos eventos de lo relatado por los exploradores, pero mantienen cierto escepticismo. También descubrimos que la cultura popular de las aldeas del Sol advierten de la existencia de seres mitológicos por medio de leyendas y poemas.
No sabemos cuanta verdad habrá en toda está épica, pero los exploradores de Isbiliya confirmaron todos al unísono que vieron a un inquietante ser sabotear las cuerdas de escalada de Rahim. Este mono de tez endiablada los acechó previamente por unos minutos.
La caída de Rahim y su posterior muerte fue razón de más para que abandonaran este gran complejo geográfico. No antes tuvieron que lidiar con el “mono careto”, llamado así por la literatura local.
Preguntad a los pobladores de Huenes más información si lo veis preciso antes de seguir ascendiendo. Más allá de Huenes poco se conoce, como bien sabrá Carabajal.
Ha habido un breve debate por cancelar la misión, pero tampoco podemos confirmar estos sucesos. Deberíais poder completar el entierro.
Que Allah y el profeta os guien.»
Yousef lleva la mano a su barba y mira confundido a la nada, repitiendo lentamente para sus adentros: «criaturas extrañas». Entonces susurra indignado:
—¿De verdad el wazîr se habrá dejado llevar por tan dichosas leyendas? Qué estupidez.
Tras un rato de lectura grupal, Carí arrebató abruptamente la carta a Carabajal y la hizo añicos. Al arrojarla al río se disponen a partir de una vez por todas, no antes sin que el sefardí le mostrara mosqueado tal intromisión.
—Recordad compañeros, no podemos hablar de lo que traemos entre manos —Carí, tras advertir esto, acomoda una preciosa urna funeraria de tonos dorados y grabados nazaríes en su zurrón.
El día avanza bien bajo un radiante cielo azul y el zarandeo de los equinos. Los tres jinetes se han alejado ya bastante del punto de partida. Van siguiendo el río como si de una calzada se tratara. La conversación surge de vez en cuando, sobretodo a petición de Carí.
—¿Seguís pensando en lo que ponía la carta? —Pregunta Carí.
Yousef lleva su mano a la funda de su espada, entonces contesta:
—Nunca he sufrido nada paranormal. Creo que hay gente mal de la cabeza, como mi hermana, quien creía conversar con objetos inanimados.
—¿Y tú Carabajal? ¿Te asaltó algún siniestro mono haciendo escalada?
—Que va... —Parece acallar por completo, pero la mula rebuzna y los pájaros cantan acompañados del chapoteo del río. Los sonidos de la naturaleza envuelven al sefardí, actuando como elementos de presión que agotan su indecidida mente. No tenía pensado añadir nada más, pero al final su consciencia cede.
—He pensado en guardármelo, aunque he de decir… que sí vi duendes —los musulmanes se sobrecogieron y miraron de reojo—. En mi pueblo, alejado de Isbiliya, era normal que los niños los vieran. Eran personas muy pequeñas. Tenían rasgos faciales menguados, pero con ojos grandes y de un intenso color negro —preocupado por la reacción de sus compañeros, Carabajal recitó lo último perdiendo firmeza en su tono de voz hasta acallarse.
—¿De verdad? —el naturalista bereber lo insta a seguir hablando.
—Sí, solían ir vestidos con harapos. Se colaban en la alquería de mi familia y trasteaban la alcoba, pisoteaban las macetas o rompían jarrones. Siempre se escurrían de alguna forma, por lo que casi nunca los pillaba en el acto.
Yousef se limita a sonreir. Carí lo enfrenta.
—¡Es difícil tomarte en serio, Carabajal!
—Me sentía reticente a contároslo, pero estoy seguro de que dentro de poco me daréis la razón.
—Creo que tu religión te ha hecho creer en bobadas. ¿Acaso tiene sentido que haya criaturas que casi nadie ve? ¿Qué te hace especial al resto?
—No lo sé.
—Ya decía yo que por algo andabas tan callado.
La conversación se detiene. Por el camino pasa un recolector cargando dos fardos enteros de esparto, directos al Sol para ser tejidos como artesanía. Éste mira con vulgar interés al pasar cerca de Yousef, quien esconde cualquier elemento que pueda delatar su proceder, ya sea el repujado o la calidad de la madera de sus armas. La presencia del campechano acompañó el aire con un educado saludo.
El silencio era sustituido por las cavilaciones de cada uno.
Carí pensó en frío lo dicho por Carabajal y también en la carta del wazîr Amin Ibn Malek. Sus diálogos internos pululaban inciertos, pero se niegan a verse influenciados en lo más mínimo por su compañero. ¿De dónde aflorará esta esquizofrenia colectiva? Piensa él.
Yousef le quitó toda importancia. Le parecía una ridiculez, aunque en lo más profundo de sí mismo quería creer que algo de cierto podía haber en esas leyendas. Eso sí, piensa que debían haberse edulcorado por la interferencia cultural de cada generación, por lo que no debía haber nada fuera de lo normal, sólo una mentira a medias.
De pronto aparece un obstáculo que bloquea el camino. Un árbol adyacente a este parecía haber caído.
Carí baja de la mula y se acerca a comprobar el peso del tronco para poder apartarlo.
—Oíd, la base deL tronco se ve astillada, como si la hubiesen cortado recientemente —dijo Carí con la voz entrecortada.
Entonces a Yousef se le ilumina el rostro en un agitado cóctel de ansiedad e ira. Exclama susurrante mientras acerca su mula a ambos:
—¡Ya! ¡Dejad las mulas como si nada pasase! Entonces tomad rápidamente una cobertura en el río, que os cubra del cerro adyacente.
Carabajal pierde los estribos antes de tiempo, corre despavorido y una flecha roza la cabeza de Carí. Los tres salen disparados tras los álamos del río. Un largo chiflido se escucha en las alturas de la colina, entre romeros y retamas.
Más flechas caen y las mulas se asustan. Voces a lo lejos se comunican con irritación, mientras el trío permanece dubitativo sin saber que hacer. Se mantienen a cubierto en la alameda que bordea el río.
—Asaltantes… Han aprovechado la curva del camino para ocultar el obstáculo, de lo contrario habría previsto esto —dice Yousef con molestia.
—No podemos ver a los asaltantes desde aquí, así que quizás sea mejor idea pasar las mulas por el río, e incluso cruzarlo para proseguir por otro sendero —sugiere Carabajal desde su cobertura. Los musulmanes asienten unánimemente.
Los tres chiflan para llamar a los animales y estos se acercan. Cuando parecían estar seguros entre la maleza del río, una flecha alcanza a la mula de Carí.
—¡Mierda! —maldice su portador.
El equino rebuzna aterrorizado y huye galopando río arriba. La flecha alcanzó su muslo izquierdo.
Yousef, decidido, sube rápidamente a su mula y va por ella dejando atrás a Carabajal y Carí. Este último le grita indignado: ¡Pero no nos dejes atrás, idiota!
El militar abandona a sus compañeros, que aunque armados, carecen de la enorme experiencia de Yousef. Ambos prosiguen también a prisas forzadas, Carabajal en su montura y Carí andando.
El atardecer empieza a teñir el cielo y la sierra de un cálido naranja. El viento anima la vegetación zarandeándola con fuerza y su ruido ahoga los sonidos del bosque, transmitiendo incertidumbre y soledad a nuestros protagonistas. Es tarde y Yousef no aparece por ninguna parte del sendero.