Pigmalión acarició el interior del muslo, su índice recorrió los bordes de la fosa poplitea y, desde allí, descendió hasta el tobillo siguiendo el recorrido del peroné. Con ambas manos asió sendos maléolos y, hacia ellos, descendió el rostro y los labios para besar cada diminuta ramificación de la arteria arcuata que se marcaba en la superficie del dorso de aquel pie descalzo. Hallándose en el éxtasis de esta sumisión absoluta prorrumpió en un llanto cálido, silencioso, que se prolongó inmensamente en la soledad de su taller.
Aquel cuerpo blanquecino, rescatado del mármol a través de la precisión exquisita de ochocientoscuarentaysietemilnovecientostres golpes, era el de una mujer inefablemente hermosa que, desprovista de cualquier ropa extendía, a través de un sutil patetismo, sus delicadas extremidades, sus dedos, sus piernas, sus brazos... hacia el distante techo surcado de anchas vigas de madera.
Pigmalión creía no haber conocido con anterioridad aquel semblante y, sin embargo, cuando durante larguísimas jornadas se detenía, como lo hacía en aquel instante, a observarlo en la penumbra temblorosa que proyectaban los candiles repartidos por la estancia, entonces, pensaba estar a punto de reconocer la identidad de aquella extraña a la que él había dado forma. Incapaz de concebirse a sí mismo rivalizando con la inventiva de los dioses que daban aspecto a los hombres, admitía que su excepcional obra debía tener su origen, su imitación, en algún recuerdo olvidado.
Incluso, una vez, cuando la frente estrecha, la mandíbula ovalada, los labios afilados y los ojos semiabiertos estuvieron al fin acabados con el detalle justo que requerían, supo, por alguna razón, tuvo la certeza absoluta de que su nombre habría de ser Galatea. En cualquier caso, nada más pudo adivinar sobre ella en el transcurso de frustrantes contemplaciones venideras.
Ni el suave perfil de su cresta ilíaca, ni el grácil aspecto de su pelo alzado, ni la tierna señal de sus costillas, ni el cauce de unos oblicuos que señalaban la sinuosa entrada a su vientre satisficieron el descontento que invariablemente experimentaba escrutándolos. Por el contrario, la delicada fragilidad en la menuda fisionomía de aquella entidad femenina, sus pequeños senos, sus hombros arqueados y, en especial, sus pies, sus dos pies infinitamente gráciles y ligeros, le condujeron a aborrecer la llana fealdad y la simple desproporción de su propio cuerpo.
Él, con su espantosa carne, con su constitución repugnante, con sus pliegues, con sus orificios, con su humanidad sórdida, necesitada y bulliciosa, él era un indigno creador para aquella ninfa de inmutable beldad. Ni siquiera le era merecido adorarla en la mudez sollozante, de execrable autocompasión, que le embargaba. No obstante, no sabía desprenderse de la escultura, le era imposible obviar su fascinación y deshacerse de ella porque, de algún modo, todo ensimismamiento en aquel dolor miserable, perpetuo, lo complacía más que cualquier otra cosa.
Es por ello que, mucho después, antes, en un inicio, al final, cuando la muerte aprendió a matar el tiempo desde su ubicación a la derecha del reloj astronómico de Praga, quizás, en ese justo instante en el que, en lo alto de la pared sur del ayuntamiento de la Staré Město, Pigmalión alzaba su rostro y, finalmente, encontraba a Galatea hecha de la misma despreciable carne que conformaba su propia existencia, entonces, sus manos de artesano asestaron el primero de los ochocientoscuarentaysietemilnovecientostres golpes de precisión exquisita que habrían de liberarla del mármol y ella, viéndose precipitada repentinamente hacia el vacío, sólo tuvo tiempo de extender sus delicadas extremidades, en un último intento desesperado, hacia un cielo azul cada vez más distante.