La cronista argentina Leila Guerriero entrevistó durante un año seguido a Bruno Gelber, prestigioso pianista clásico que vive en Argentina en el barrio Once y que conversó con ella sobre su vida. Producto de esta conversación nace Opus Gelber. Retrato de un pianista, interesantísima crónica que relata la formación con excelentes músicos como tutores, la vida junto a su madre, los conciertos, los viajes por Europa. Aprendió a tocar a muy tierna edad, cerca de los 3 años, cuando su madre a escondidas lo instruía, ya que su papá no quería que fuera músico. En esa época en Argentina este arte no generaba muchos ingresos económicos. Avanza en su aprendizaje hasta que a la edad de 7 años le da poliomielitis, enfermedad que lo tiene un tiempo postrado en la cama y él le pide a sus padres que adapten el piano a su cama y desde allí estudia. Años más tarde ya recuperado (solo le quedó una cojera) estudia con el maestro Scaramuzza, de quien aprendió la técnica pianística. Un maestro muy exigente y contradictorio, en ocasiones hasta llegó a ser un tirano, ha confesado Bruno Gelber.
La genial narrativa de Guerriero describe así como una especie de peregrinaje el recorrido que hizo durante un año para ir a la casa de Bruno:
"Avenida Corrientes derecho, hasta Pueyrendón. Siempre al atardecer. Durante casi un año, ese fue el camino para ir a ver a Bruno.
Es 14 de septiembre de 2017, cinco de la tarde. Buenos Aires. El sol entra en el departamento del piso doce por una ventana lateral y le da al aire una cualidad ambarina, escenográfica. Sobre la mesa hay budín, tarta casera, sándwiches, masas, dos jarras diminutas con edulcorante líquido, otra con leche, vajilla de porcelana, todo sobre un mantel de damasco francés color bordó (que en las cenas importantes se cambia por otro, también de damasco, color crudo). En el centro, un racimo de uvas de piedras semipreciosas –cuarzo, ágata, jade– y dos candelabros de plata con sus velas apagadas. Sobre un hornillo, una tetera donde un earl grey con esencia de bergamota permanece caliente. Él está, como siempre, sentado de espaldas a la pared roja, frente a la mesa, en su silla con apoyabrazos tapizada en verde opaco con chispas blancas. Hoy no lleva maquillaje, aunque sí delineados los ojos y las cejas. La camisa a cuadros, extrañamente informal, cerrada hasta los puños, desprendida en el cuello, se abre levemente sobre el vientre abultado dejando ver algo de piel y el cinto de cuero sobre el pantalón negro.
–¡Tesssoro! –dice exagerando la ese mientras tracciona con las manos sobre los apoyabrazos y luego con los puños sobre la mesa para levantarse.
–No te levantes, no hace falta.
–Mirá si me vas a mandar vos a mí –dice en un tono de reconvención jocosa, y se yergue sobre sus brazos de Atlante.
–Sentate, pichona.
Cuatro horas más tarde, Juana me acompaña hasta la planta baja. El consorcio ha decidido prescindir del personal de vigilancia en las noches por cuestiones de economía, de modo que cada propietario debe encargarse de bajar a abrir. Mientras el ascensor desciende, Juana cuenta que se siente mal porque hace un mes murió su cuñada de cáncer y su hermano, viudo de la mujer fallecida, está en cama, deprimido. Le digo que seguramente va a mejorar, pero ella quiere un diagnóstico preciso: «¿En cuánto tiempo, usted calcula?» Aventuro: «Dos, tres meses.» Abre la puerta del ascensor, sale y se detiene en el rellano de mármol, antes de los escalones que bajan hasta el hall. Dice que su cuñada, en los últimos días antes de morir, usaba pañales; que ella anda con la presión por el piso. Le pregunto si le contó a él, si él sabe. Dice: «No, yo lo conozco al señor, no le gusta que le hablen de esas cosas, de las enfermedades. Pero él sabe que mi cuñada murió y me pregunta.» Lo imagino arriba, en el departamento, sentado en la misma posición en que estaba cuando llegué, la mano izquierda cerca del control remoto del televisor, del teléfono fijo, del teléfono móvil, esa central de mandos desde la que maneja la casa, preguntándose qué hará Juana, que no vuelve. Mientras ella habla, de un lado a otro del hall vuela un murciélago frenético, espantoso. Arriba, hace un rato, él me preguntó a qué le tengo miedo. «A los murciélagos», respondí. Y él: «No te hagas… No te estoy preguntando eso. Lo sabés.» Entonces me miró como si me atravesara, como si después de todo lo que él me había contado a lo largo de meses yo le debiera, al menos, eso. Y le di una respuesta irresponsable. Le dije la verdad."
¿Quién no puede dejarse seducir por la narrativa de Leila Guerriero? Yo he leído algunas de sus crónicas como Me gusta ser mujer y odio a las histéricas, El rastro en los huesos (Premio Nuevo Periodismo Iberoamericano), Tres tristes tazas de té y muchas otras que están en el libro Frutos extraños, que está con descarga libre de internet. Si quieres conocer sobre estos temas literarios te invito a visitar mi canal de youtube Escuela Alfabeta y si deseas recibir el link me lo pides por mensaje privado.