Recientemente, en una fiesta de familia, mi anciana y algo achispada abuela me contó la siguiente historia y lo he flipado:
Mi abuela llevaría unos años felizmente casada con mi abuelo, que trabajaba como uno de los primeros profesores de economía generalista, cuando desapareció.
Mi madre con apenas unos años de edad se crio sin padre. Ella no lo recuerda, pero mi abuela siempre contó que era un marido ejemplar y un padre de pies a cabeza. Bebía un tanto y a veces se mostraba con un carácter hosco, difícil, pero a parte de dar clases en la Universidad participaba como asesor de diversos organismos público, en una España reciente y supuestamente democrática, para dar a su familia una vida que parecía escapárseles.
Calzaba unas patillas de bandolero y le gustaba dar paseos viendo a mi madre, Isabel, dar sus primeros pasos; cuando llegaba de trabajar lo primero que hacia, daba igual el cansancio era ir a por su hija, besaba en la frente a su mujer, dejando de lado legajos y un maletín enfondado.
Una tarde no regresó. Mi abuela tenía la certeza de que ni había otra mujer, ni problemas de deudas, apuestas o chanchullos. Era un hombre dado a su familia y a su labor, su desempeño intelectual. Sin ninguna cosa, bebía y fumaba lo suyo, pero eso era lo habitual.
No hubo forma de recomponer la desaparición y el dolor y los años se acumularon, junto al polvo del archivo policial. Estas cosas pasan.
Se juntó con su hermano en la casa paterna y mi abuela sacó adelante a su hija, como pudo, con la ayuda de la familia y dando clases de piano a rebeldes señoritos.
Después de diecisiete años suena el teléfono, llaman a mi abuela de la comisaria, le solicitan acuda a reconocer un cadáver.
Mi abuelo. Jaime. Totalmente descompuesto y roto por una caída de altura, en concreto de un séptimo piso. Corre el año 1989, Noviembre. Los policías redactan un informe y la dejan ir. Cuando va a salir de la jefatura un hombre alto, canento y muy flaco la coge del brazo.
Nunca se supo quien era ese hombre.
La llevó a una cafetería y le dijo: - su marido trabajaba para el ministerio del interior, y en los años de la guerra fría trabajó como agente doble con los rusos, haciéndoles creer que era de los suyos.
La tapadera duró poco y tuvo que huir por su vida y no pudo regresar a su casa pues los teléfonos estaban pinchados, y la familia amenazada.
Vivió casi dos décadas huyendo, jugándose la vida por ver a su hija unos minutos en un parque, por contemplarla, verla crecer como por imágenes.
Dos semanas antes de la caída del Muro de Berlín y del cese de la guerra fría sus viejos perseguidores lo acorralaron y lo cogieron. Un desliz mientras trataba de ver a su hija.
Lo torturaron y lo tiraron por la ventana.