Nos estamos comportando como unos estúpidos. En el último siglo hemos tenido tanto éxito a la hora de alargar nuestra vida que nos hemos olvidado de cómo morir, y a menudo lo acabamos aprendiendo por las malas. Y cuando la generación del baby-boom vaya llegando a la edad de jubilarse, más costará todavía aprender la lección. Por lo menos, esta era mi forma de verlo hasta hace una semana.
Ahora, sin embargo, vivo con esperanza. Esperanza de poder saltar al abismo por voluntad propia antes de que la enfermedad me borre el cerebro del todo, arrastrando conmigo a mi némesis a la perdición como hizo Sherlock Holmes al luchar con Moriarty mientras ambos caían por una cascada. Por lo menos, pensar así confiere una maravillosa sensación de poder, de que el enemigo puede ganar pero no triunfar.
La semana pasada una encuesta desveló que más de tres cuartas partes de la población británica está a favor del suicido asistido en caso de enfermedad terminal. El jueves, la cámara de los lores dictó una sentencia histórica en el caso de Debbie Purdy, que sufre de esclerosis múltiple y temía que su marido fuera procesado si la acompañaba a morir fuera de su país. Quería que se clarificara la ley de muerte asistida y los magistrados han ordenado al Fiscal General que diseñe las políticas según las que se iniciarán procesos legales
o no.
Parece que el baby-boom ha hablado y por lo menos algunos de ellos esperan morir antes de hacerse viejos. Bueno, demasiado viejos. Algunos vieron lo que pasó con sus padres o abuelos, y no les gusta. Yo recuerdo todos los días la muerte de mi padre. Las enfermeras se portaron muy bien pero allí había algo muy equivocado.
Los resultados de la encuesta llegaron al mismo tiempo que el Colegio Real de Enfermería anunciaba que dejaría de oponerse a la muerte asistida. Hay otros signos que también apuntan a que la profesión médica en general está preparada para, al menos, afrontar el tema.
Odio la expresión “suicidio asistido”. He presenciado las consecuencias de dos suicidios, y en mi época de periodista asistí a demasiados levantamientos de cadáver, donde me asombraban y horrorizaban las muchas formas que encuentra una persona desesperada para quitarse la vida. El suicidio es temor, vergüenza, desesperación y dolor. Es locura. En cambio, esos valientes que buscan la muerte fuera de su país me parecen estar bendecidos con una sensatez febril. Han visto su futuro y no quieren formar parte de él.
Para mí, lo escandaloso no es solo que haya gente inocente bajo la amenaza de ser considerados asesinos por cometer un claro acto de piedad; lo más injusto es que la gente tenga que ir a otro país a morir. Debería ser posible morir aquí con ayuda benigna. No hace falta leer mucha historia ni moverse en círculos médicos para concluir que la profesión siempre ha considerado parte de su ámbito ayudar a los moribundos a marcharse con más confort. En la época victoriana esperaban la muerte en sus casas, asistidos sin duda por la profesión médica. Entonces no existía control sobre las drogas (ni sobre las armas). El laúdano y los opiáceos estaban a la orden del día y todo el mundo sabía dónde conseguirlos. ¡Incluso Sherlock Holmes!
Cuando era periodista, una enfermera jubilada me contó una vez cómo ayudó a un paciente de cáncer a llegar al más allá utilizando una almohada. Sin mejores medicinas en aquel tiempo y lugar, y con su esposa histérica ante el dolor que sufría, la muerte iba a llegar como un amigo: era la vida, la vida fuera de quicio, la que le estaba matando. “Lo llamábamos señalarles el cielo”, me dijo. Décadas más tarde se lo comenté a una enfermera más joven. Puso cara de póker y después me dijo: “Nosotros lo llamábamos mostrarles el camino”. Se marchó rápidamente, consciente de que había dejado un rehén en manos de la suerte.
Se dice que a los doctores no les gusta que los pacientes sepan que, teóricamente, su médico de cabecera dispone de los medios para matarlos. ¿Por quién nos toman? Yo supongo que hasta mi dentista podría matarme si quisiera. Pero no me preocupa lo más mínimo y supongo que, igual que mucha gente, estaría encantado de que la profesión médica me ayudara a dar el paso. Ya he dejado un escrito con mi voluntad si llego a esa situación, y de hecho este artículo del domingo en el The Mail servirá como prueba de mi determinación en este asunto. Yo no puedo hacer leyes, pero no tenéis ni idea de lo mucho que me gustaría que me escucharan quienes sí pueden.
En los últimos años he conocido a gente encantadora que decía tener una pasión innata por cuidar a los enfermos, y no tengo razones para dudar de ellos. Pero ¿pueden aceptar que haya gente que desee con fervorosa pasión que no se los cuide? Parece estar extendida la creencia de que los doctores y enfermeras, al menos en el hospital, aún tienen “cosas que pueden hacer” cuando un paciente está al límite. Y desde luego espero que así sea, pero me gustaría que pudiéramos aventar las nubes que ocultan el tema y aceptar la idea de terminar, si así lo pide, la vida de un enfermo terminal en el momento y, si es posible, el lugar que elija.
Escribo esto como alguien que, desgraciadamente, se ha hecho famoso por padecer alzhéimer. Y aunque ser famoso esté muy de moda últimamente, podría vivir sin esa fama. He investigado lo suficiente como para saber que no veré la cura, y sé que las últimas fases de la enfermedad pueden ser muy desagradables. De hecho, es una de las enfermedades más temidas entre los mayores de 65 años. Naturalmente me preocupa mi futuro. Existía una expresión: “muerte piadosa”. No creo que la ley la haya amparado jamás pero estaba ahí y aún sigue presente en la conciencia pública, y en general la conciencia pública suele acertar. No nos marcharíamos si vemos que un monstruo ataca a alguien y, si no consiguiéramos librarle de la bestia voraz, podríamos concluir que una muerte rápida e indolora es preferible a que el monstruo lo devore vivo. Desde luego, lo que no haríamos es meterle al monstruo en la cama y seguir el combate allí, lo cual es una metáfora bastante acertada de lo que se está haciendo en la actualidad, especialmente con los enfermos de “anciano”.
(Mi programa de reconocimiento de voz sigue empeñado en transcribir “alzhéimer” como “anciano” [*]. De hecho, he escuchado a mucha gente hacer lo mismo involuntariamente. No dejo de preguntarme si la percepción sobre la enfermedad sería algo más benévola sin ese cortante acento alemán.)
Mi padre era un hombre muy comprometido con la sociedad. El día antes de que le diagnosticaran cáncer de páncreas me dijo: “Si alguna vez me ves en la cama de un hospital rodeado de máquinas y tubos, diles que me apaguen”. Un año después, cuando los médicos se quedaron sin recursos y su cuerpo pasó a ser un campo de batalla entre el cáncer y la morfina, no hubo manera de hacerlo. No tengo ni idea de lo que le rondaría la cabeza entonces, pero ¿por qué tuvimos que pasar por aquello? Le habían dicho que le quedaba un año de vida, el año había pasado y él era un hombre práctico; sabía para qué lo habían llevado a la residencia. ¿Por qué no pudimos tener un final victoriano, quizá una semana antes, con tiempo para palabras cariñosas, buenos consejos y lágrimas justo antes del final? Habría convertido en algo humano y comprensible lo que en la práctica se volvió surrealista. No fue culpa del personal; ellos, como nosotros, eran presos del sistema. En el caso de mi padre, al menos el problema era el dolor y eso se puede controlar hasta el mismo desenlace. Pero no se me ocurre cómo controlar la pérdida gradual de la consciencia mientras el cuerpo sigue vivo, resultado del mal de “anciano”. Sé que mi padre era la clase de hombre que no monta el número, y puede que yo tampoco, si el dolor fuera el único problema. Pero no es el caso.
Estoy disfrutando la vida al máximo y espero poder seguir así por mucho tiempo. Pero, antes de que me llegue la hora, mi intención es morir sentado en el sillón de mi jardín con una copa de brandy en la mano y Thomas Tallis sonando en el iPod (esto último porque la música de Thomas es capaz de acercar un poco al cielo hasta a un ateo). Y puede que un segundo brandy si me da tiempo. Y dado que esto es Inglaterra, será mejor que añada: “Si llueve, que sea en la biblioteca”.
¿Quién puede decir que eso es malo? ¿Dónde está la abominación?
Pero esto es un debate muy serio. La gente está realmente preocupada por la posibilidad de que personas avariciosas obliguen a sus familiares enfermos a morir antes de tiempo. Me sorprendería bastante que no llegáramos a darnos cuenta de casos como este. En cualquier caso, la experiencia me dice que es bastante complicado obligar a un anciano a hacer algo que no quiere hacer. Se conocen a sí mismos a la perfección y, ante un caso así, protestarían bastante.
Por la seguridad de todos los que estamos interesados en ello, es necesario que haya un tribunal que decida y se asegure de que las peticiones de muerte asistida son de buena fé y no producto de la persuación. En mi opinión, los jueces de instrucción están perfectamente capacitados para ello. Todos los que he conocido han sido abogados previamente y tienen mucho rodaje y experiencia en la naturaleza humana a sus espaldas. O sea, son gente sabia. Lo que quiere decir que, aunque sea, los de mediana edad tienen la experiencia suficiente para tratar el problema. No tengo ni idea de cuantos de ellos estarían dispuestos. Estamos abriéndonos camino en una cuestión completamente nueva y no lo sabremos hasta que nos decidamos a hacerlo.
En mi época de periodista, vi hombres que lidiaban con la muerte de los bebes afectados por la talidomida y con las consecuencias de terribles accidentes con calma y compasión. Si sus sucesores hacen gala de la misma empatía en sus decisiones, creo que podremos llegar a plantarle cara a la gente que está en contra. Y también me gustaría que los servicios sociales se mantengan al margen de las negociaciones. No creo que sus propuestas sean viables.
En este país, hemos perdido la fe en la sabiduría de la gente corriente como mi padre. Y es esa gente corriente la que toma las desiciones en última instancia. Hay gente que sigue pensando que la industria de la asistencia a enfermos no se va a desbordar. Incluso sin aceptar que es algo que ya está pasando actualmente, como pensamos muchos, es obvio que en las próximas décadas vamos a tener serios problemas si no se toman medidas. Se ve en los números. Estamos afrontando una situación en la que los ancianos son cuidados en su casas por gente que ya es pensionista. Al sistema actual no le queda mucho, y la Seguridad Social tendrá que afrontar el problema.
También existen hogares de acogida que están sometidos a inspecciones. Inspecciones que tenemos que dar por hecho que son fiables. Pero ¿quién nos dice que hogar elegir? ¿cómo saber que no nos estamos equivocando? ¿cómo saber, siendo paciente de Alzheimer o tutor de algún enfermo, si el lugar que eliges emplea o no la nutrición artificial? La nutrición artificial consiste en obligar a alimentarse a los pacientes que rechazan la comida. Me he enterado hace poco y me temo que ha afectado bastante a mi forma de ver las cosas. Después de todo, los pacientes son gente inocente que se encuentra en el corredor de la muerte, y, aún así, sigue habiendo gente que considera correcto someterlos a algo tan denigrande y doloroso. La Asociación Nacional del Alzheimer británica dice que la nutrición artificial “no es la mejor alternativa”. Una afirmación demasiado diplomática.
Los especialistas en los que más confío me han comentado que el problema principal del tratamiento de los pacientes más graves no es la falta de cuidados ni de buena voluntad, sino la falta de personal especializado en el tratamiento de enfermos terminales de Alzheimer. Estoy seguro de que nadie pretende ser cruel, pero el tratamiento de nuestros enfermos parece no seguir ninguna filosofía. Como sociedad, debemos pararnos y sopesar las consecuencias de esta política de vivir a toda costa. Me he enterado de que ya existe un “catálogo oficial de la calidad de vida”. Y no sé hasta que punto lo veo como algo positivo.
En el primer libro de mi saga Mundodisco, publicado hace ya más de 26 años, introduje a la Muerte como personaje. No es algo particularmente original: la muerte ha aparecido en la literatura y otras artes desde la época medieval, y durante siglos la figura del Segador Oscuro nos ha fascinado. Pero la Muerte del Mundodisco tiene una particularidad. Se ha convertido en un personaje popular. Después de todo, como explica él mismo con parsimonia, no es él quien mata. Quienes matan son las armas, los cuchillos, el hambre. La Muerte aparece después para tranquilizar a los confusos recién llegados en el inicio de su viaje. Es un personaje amable; es un ángel, al fin y al cabo. Y le maravillamos con nuestra forma de complicar nuestra corta existencia y con nuestros esfuerzos. A mí también.
Al cabo de uno o dos años empecé a recibir cartas sobre la Muerte. Las enviaba gente desde las residencias, sus familiares, personas que se habían quedado viudas, jóvenes con leucemia y padres de chicos que habían sufrido un accidente con la moto. Recuerdo una en la que el firmante me decía que los libros le habían sido de gran ayuda a su madre mientras estaba ingresada. La gente me pide frecuentemente permiso para utilizar pasajes del Mundodisco en los servicios en memoria de sus familiares fallecidos. Todos ellos, de alguna manera, intentaban darme las gracias. Y hasta que me acostumbré, cada una de estas cartas me conmovía tanto que ya no escribía en todo el día después de recibirla. La persona más valiente que he conocido era un joven que padecía una enfermedad muy fea, complicada y poco común, y estaba pasando por un tratamiento durísimo. La última vez que lo vi fue en una convención del Mundodisco, donde eligió el papel de asesino en un juego. Murió poco después, y ojalá yo tuviera su fortaleza y su estilo. Me gustaría pensar que mi rechazo a recibir asistencia en la última etapa de mi vida deje libres los recursos para gente como él.
Permitidme dejar bien claro lo siguiente: no creo que exista algo como “el deber de morir”; deberíamos atesorar la edad avanzada como la presencia tangible del pasado, y honrarla como tal. En septiembre del último año la baronesa Warnock hizo unas declaraciones que posiblemente fueran malinterpretadas, diciendo que la gente mayor tenía “el deber de morir”, y conozco a gente con miedo de que la regularización de la muerte asistida pueda llegar a convertirla de algún modo en parte de la política nacional de salud. Dudo mucho que se diera ese caso. Estamos en una democracia y ningún gobierno democrático llegaría a ninguna parte con una política de eutanasia obligatoria o siquiera recomendada. Si alguna vez tuviéramos un gobierno así, estaríamos metidos en un lío tan enorme que este problema sería la menor de nuestras preocupaciones.
Pero tampoco creo que tengamos la obligación de sufrir los calamidades de una enfermedad terminal. Como escritor, siempre he estado acostumbrado a ser conocido por un grupo de gente (más grande de lo que yo esperaba, la verdad) que lee libros. No estaba preparado para lo que pasó cuando anuncié que padecía Alzheimer en diciembre del año 2007 y aparecí en televisión. La gente me paraba por la calle para decirme que su madre también lo padecía. A veces incluso, me decían que les pasaba también a sus padres. Los miraba a los ojos y veía miedo. El otro día en Londres, un hombre hecho y derecho me cogió por el brazo y me dijo, “Muchas gracias por todo lo que estás haciendo, mi madre murió de lo mismo” y desapareció entre la gente. Y todo esto sin contar la enorme cantidad de cartas y correos electrónicos muchos de los cuales me temo que se quedarán sin reponder.
Pero la gente sí pasa miedo, y no porque se les incite a ello sino porque recuerdan alguna muerte desagradable en su historia familiar. A veces me veo inmerso en conversaciones extrañas, porque soy una persona de aspecto afable a quien la gente cree que conoce y, lo más importante, porque no soy una figura de autoridad. Más bien lo contrario. He conocido a enfermos de Alzheimer que esperan que otra enfermedad se los lleve antes. Algunas ancianitas se me han confiado para decirme: “Estoy ahorrando pastillas para el final, cariño”. Lo que hacen, en realidad, es conferirse una sensación de control. He conocido enfermeras retiradas que se han llevado sus provisiones para el futuro, con bastante más conocimiento de causa.
Desde la experiencia personal, creo que la reciente encuesta refleja la forma en la que la gente del país percibe el problema. No les horroriza la muerte; es lo que pasa antes lo que les preocupa. La vida es fácil y barata de producir. Pero las cosas que le añadimos, como el orgullo, el respeto propio y la dignidad humana, son también dignas de preservarse, y podemos perderlas a causa de nuestro fetiche por la vida a toda costa.
Creo que si la carga se hace demasiado pesada, debería permitirse a quienes lo deseen que alguien les señale la puerta. En mi caso, cuando llegue el momento, espero que sea la que da a mi jardín, bajo un cielo inglés. O, si llueve, que sea la de la biblioteca.
[*] Alzheimer’s y old-timers en el original. (N. del T.)