Día 10 - PekinP
LO QUE SIENTO
Me siento prisionera.
Siempre se oían gritos y llantos. Y risas, también esas risas inhumanas… Esta habitación huele a humedad y la cama se hunde por el peso de los que la han ocupado antes. No sé dónde estamos, aunque por pequeños detalles puedo imaginarlo. Quisiera no estar aquí, pero supongo que es un mal menor. A veces me pregunto si algún día podré recuperar mi vida.
Mis escoltas jamás me dejan sola. No me quejo tampoco, porque me consta que si aún sigo viva, seguro que es gracias a ellos. Siempre son tres: Julio Alcántara, Félix Rubín y Sonia Ibáñez, la psicóloga. Desde que comenzó esta situación, Alcántara y Rubín han sido sustituidos a veces por otros agentes, en cambios de turno que les dejan un par de días libres, pero Sonia siempre ha permanecido a mi lado, siempre. Un día le pregunté si no tiene vida propia y me dijo que sí, pero que en estos momentos lo único que importa soy yo y mi capacidad de establecer un vínculo de confianza. Me sorprendió. Que piense que puedo llegar a confiar otra vez en alguien, algún día, tiene su mérito.
Me alegro de que estén conmigo. Los tres son bastante jóvenes y parecen bien entrenados, incluso ella. Yo no hablo apenas, pero da igual, porque Sonia llena los silencios; de algún modo, esa normalidad me conforta. Supongo que también en eso está aplicándome alguna clase de terapia. Me ayuda a enfrentarme al siguiente minuto y sostiene mi mano en los momentos en los que me paraliza el pánico. Sé que cobra un sueldo por hacerlo, pero se lo agradezco igual. Estoy segura de que en otra época hubiéramos podido ser amigas.
Por su parte, Alcántara y Rubín se dedican más a vigilar la casa y los alrededores. La mayor parte del tiempo, procuran estar fuera de mi vista pero lo bastante cerca para poder actuar en caso de alarma. Se lo agradezco. Saben que incluso su presencia me altera.
Esta casa tiene dos pisos y un garaje. No es antigua, aunque necesita arreglos urgentes. Entiendo que la eligieran como escondite, porque se trata de un lugar tranquilo, situado en una zona poco frecuentada. Nadie cuida el jardín, rodeado por un grueso muro apenas visible bajo la hiedra que lo cubre. Creo que ese lugar es un fiel reflejo de la vida, del mundo. En algún momento del pasado, alguien plantó flores y organizó con cuidado el espacio. Vano intento, sin sentido, como ocurre con todo lo civilizado. En cuanto se abandona el esfuerzo del orden, la naturaleza retorna al origen: lo salvaje. Ahí, en ese jardín, todo es brutal, todo crece sin medida o respeto, de forma caótica y desmesurada. En un rincón hay un rosal muerto, quizá asfixiado por las malas hierbas.
A veces, como ahora, lo contemplo y pienso en la supervivencia del más fuerte. En el hambre de la bestia. En lo frágil. En lo bello.
Estoy sentada en la cocina, con un café y una tostada que apenas he probado. Tengo la sensación de llevar horas mirando ese jardín. Intenté leer el periódico. Sonia me lo trae cada día, supongo que cree que lo necesito como refuerzo, que voy a la deriva de forma peligrosa y no debo cortar amarres con la realidad. Pero es que cuentan lo de siempre, las mismas miserias de siempre, algo que acrecienta la furia de esa tormenta que vive en mi interior. Así que lo he dejado sobre la mesa y miro, distraída, por la ventana. Intento no pensar, pero pienso mucho. De momento, es lo único que hago.
—Graciela, ¿estás preparada? —dice Sonia. Entra en la cocina mientras se ata una coleta de caballo, sin prestar demasiada atención a cómo pueda quedar. Es lo bastante guapa como para poder permitirse algo así. Yo nunca he sido especialmente guapa, pero hubo un tiempo en que tampoco fui un monstruo. Me doy cuenta de que estoy acariciando la cicatriz de mi mejilla y aparto la mano—. No creo que tarden en llegar.
—No me llamo Graciela, te lo he dicho cien veces. Soy PekinP y si no me llamas así no te contestaré, ni siquiera a ti.
—Cierto. Perdona. —Sé que no se le ha olvidado, que llamarme Graciela forma parte de su intento de normalizar mi identidad, por decirlo a mi manera. Deja caer el nombre y espera que algún día ya ni me dé cuenta, y lo acepte como si nada, como lo lógico. No entiende que ya no hay, ni habrá nunca, nada de normal en mí y que la parte de mi identidad que sobrevive, es la mala hierba dispuesta a abrirse paso, a costa de lo que sea—. Pero termina, por favor.
—¿Quién viene?
—Te lo dije ayer. Van a tomarte declaración. —El corazón me da un vuelco. Oh, sí, ahora lo recuerdo. Viene un juez a escuchar todo lo que tengo que decirles. De pronto estoy nerviosa. Me pregunto si traerán papel suficiente para contener todo, todo, todo eso. Si me saldrán las palabras, si seré capaz de verbalizar la tormenta o solo se oirá el bramido de su viento huracanado, cuando abra la boca... Debo mostrar un aspecto muy sombrío, porque Sonia me mira con más atención.
Parece preocupada y se explica:
—Pero solo si te sientes preparada para algo así. No hay ninguna prisa, PekinP. —Usa ese nombre para hacerme sentir segura y apoyada, que sepa que tengo el control en esa decisión. Odio sentir que no es espontánea, que la nuestra no es una relación normal; que intenta manipularme, aunque sea por mi bien. Es una psicóloga y está aquí para ayudarme, soy un caso profesional, su trabajo. A pesar de todo en mi interior, se lo agradezco—. ¿Quieres que les diga que es mejor dejarlo para otro día?
Ojalá pudiera. Ojalá fuese posible olvidar todo esto y poderme marchar, convertirme en alguien anónimo y sin pasado. No quiero volver a recordar todo aquello. Pero soy un monstruo. Mi destino es rugir por siempre mi odio y mi miedo.
—No, está bien. Cuanto antes lo hagamos, mejor.
—Estupendo. —Sonia me coge la taza sin preguntar y va hacia el fregadero, donde empieza a lavarla. No me importa, el café que queda está ya frío —. Entonces, date prisa, anda. Están al llegar y por lo que sé, el juez dispone de poco tiempo.
Salgo de la cocina y me dirijo a mi habitación. Tengo pocas cosas, total, da lo mismo. Me pongo los vaqueros, una camiseta y me calzo unas deportivas, todo en un minuto. Me cepillo los dientes, me peino sin demasiado entusiasmo y miro un segundo al espejo para comprobar el efecto general, antes de apartar la vista. No soporto verme, esa imagen reflejada me espanta y más aún la idea de fijarme en mis ojos. Para lo que necesito, ese vistazo rápido es más que suficiente. Nada ha cambiado en mi cara desde ayer, como no sea que ha desaparecido el cansancio.
Nuestros visitantes son dos hombres. Apenas puedo enfrentarlos sin sentir en el pecho un peso que me agobia y me quita la respiración, una presión que casi llega a hacer daño. Pero compongo un retrato aproximado de ellos con la ayuda de miradas de reojo, con el sonido de sus voces o la impresión que me da el modo en que se mueven… El mayor tendrá unos sesenta años, un caballero elegante, muy cortés, aunque está acostumbrado a que se haga su voluntad, se nota en su tono. Es curioso el contraste entre su pelo oscuro y su barba blanca. Se presenta como Ernesto Clavé y es juez. Nada más llegar, saca un reloj de esos de bolsillo y mira la hora; parece estar comprobando el tiempo del que dispone. Debe ser verdad que tiene prisa.
El otro se llama Aitor Vidal. Es el Secretario del juzgado o algo así. Se trata de alguien bastante más joven, tendrá unos treinta y cinco años, y está muy pálido. Me inspira cierta simpatía, quizá porque lleva un corrector en los dientes y gafas. Pobre diablo. No controla su vida y forcejea para conseguirlo, como me ocurre a mí misma.
Cuando Sonia nos presenta, Clavé alarga la mano para estrechar la mía, pero retrocedo. No quiero que me toque, no me gusta que me toquen. Quizá se lo han dicho porque es él quien murmura una disculpa. Vamos al comedor, es la mesa más grande de la casa. Me siento en un lateral y el juez lo hace en el contrario, quedamos frente a frente. El secretario enciende una videocámara y se dispone a seguir nuestras palabras y cada movimiento a lo largo de la conversación. Esto me molesta, no lo esperaba. No me gusta que me graben. Se lo digo, pero él asegura que es necesario.
—Vamos a hablar tranquilamente de lo que le ha sucedido, Graciela —me dice el juez, para centrar la situación y hacer que me olvide de la cámara —. En el centro geriátrico donde trabajabas… —Duda un segundo y su ayudante le señala algo sobre un papel —, Años Dorados, denunciaron tu desaparición hace semanas. Yo fui el juez que llevaba el caso desde que me pidieron autorización para entrar en tu piso... Has aparecido cerca de Huesca y hay quien piensa que deberían tomarte declaración en aquella audiencia provincial…, pero he peleado para seguir ocupándome yo. Los dos sabemos que demasiados peces han escapado de la red en Huesca, ¿verdad, Graciela?
—Me llamo PekinP —le digo, brusca. Él me mira con expresión de sorpresa, comprueba sus documentos. Algo titila en sus pupilas y asiente.
—Entiendo. Discúlpeme, PekinP, lo recordaré. ¿Ese nombre significa algo en concreto? —Me limito a encogerme de hombros. No quiero hablar de eso. Ni siquiera le incumbe y lo comprende, así que prosigue con su tarea—. Bien, señora PekinP, si se siente en condiciones, me gustaría que me cuente con detalle lo que le ha sucedido. Por favor, tómese el tiempo que necesite. —Ese comentario es de agradecer, sobre todo porque sé que tiene cierta prisa. Pero ya he dicho que es un hombre cortés. Da la impresión de que de verdad desea ayudarme—. Si quiere, puede intentar hacerme un resumen y luego juntos vamos ampliando datos.
Asiento, sin poder evitar un profundo suspiro. Enorme, de verdad. Como cogiendo aire antes de arrojarme a una piscina de aguas negras y pesadas.
—Conocí a un hombre en Años Dorados —empiezo. Y mi memoria regresa a aquellos días, a aquella normalidad que ahora me resulta tan sorprendente y extraña. Al rostro de Tarín, sonriendo en la sala de la tele. Siempre bromeaba con algún vejete. Tan alegre. Tan falso—. Venía a ofrecer productos para atender a los ancianos. Era representante de distintas marcas. Se llamaba… bueno, supongo que se llama, Tarín y es checo. Él… —No puedo evitar un estremecimiento de asco—. Me parecía guapo, me atraía. Además, era simpático y me hacía mucha gracia lo mal que hablaba el castellano. Por eso, casi sin darme cuenta, empezamos a salir. Me trataba bien y me gustaba. Me gustaba mucho…
—¿Se encuentra bien, señora PekinP? —pregunta el juez. Lo miro sorprendida y entonces me doy cuenta de que me estoy haciendo daño, completamente rígida, apretando los apoyabrazos de la silla. Tengo los nudillos blancos.
—Sí. —No. Nunca voy a volver a sentirme bien. Ni siquiera aunque consiga mi objetivo. Pero tengo que hacerlo, igual que tengo que contestar estas preguntas y recordar todo ese horror.
Sin consultar, Sonia me acerca un vaso de agua. Lo agradezco y bebo un sorbo.
—Un día… —prosigo, aunque mi voz suena tan débil que me enfurece. Carraspeo y lo intento con más fuerza—. Un día me propuso ir a pasar un fin de semana por ahí. No llevábamos mucho tiempo saliendo, pero sí el suficiente, así que me pareció bien. Yo confiaba en él…. En un hotelucho de esos de carretera tomamos un café y después… —Trago saliva, al llegar a la parte oscura—. Bueno, cuando desperté estaba atada a una cama, en un lugar desconocido. Tarín no estaba, no he vuelto a verle más. Permanecí mucho tiempo en un pabellón donde había otras chicas. —Me remuevo en la silla, porque me siento como una olla a presión. No quepo dentro de mi cuerpo. No quepo en esta habitación, en esta maldita casa—. ¿Tengo que contarle lo que nos hacían?
—Me temo que sí. Pero tenga en cuenta que yo no soy su enemigo, señora PekinP. Al contrario. Solo estoy aquí para intentar ayudarla. Ha sufrido usted mucho, es algo que resulta evidente. —Me mira con compasión. Cómo lo odio—. Ayúdeme y juntos haremos que lamenten lo que hicieron.
Me cuesta respirar. No creo que sirva de nada, pero debo obligarme a seguir los trámites. Si el sistema no funciona, yo sí que haré que lo lamenten. Asiento.
—¿Le hago la descripción completa o la abreviada?
—Eso, lo dejo en sus manos. Cuéntemelo como mejor prefiera. Pero recuerde que, cuantos más datos nos dé, mejor. Todo puede sernos útil.
—Bien. —Tardo unos minutos en continuar. Es que mi mente tiende a perderse en las sombras de aquel lugar. —Había poca luz, pero aprendí a conocerlo bien en el tiempo en que estuve allí —. Hacía frío, mucho. Los suelos eran de baldosas, tan sucias que nunca supe cuál era su auténtico color. Las paredes eran de cemento áspero. El techo quedaba muy alto. Siempre se oían gritos y llantos. Y risas, también esas risas inhumanas… La vida allí era un infierno. Pero lo peor no es eso que ustedes están imaginando, no éramos nosotras. Había niños, ¿lo entiende? —Clavé palidece más aún—. Sí, niños. Niños pequeños. Los veíamos, cuando los trasladaban de un lado a otro del pabellón, y luego escuchábamos su llanto aterrado. Golpes. Gemidos. Las risas de esas bestias. —Clavé parpadea. Vidal ha olvidado su cámara. Sé que Sonia está intentando contener las lágrimas, aunque no la tengo a la vista—. Después…
—¿Después?
Me encojo de hombros.
—Los niños desaparecían, no volvíamos a verlos. Resistían menos que nosotras. —Apoyo la cabeza en el respaldo de la silla. Me siento agotada—. Aquellos hombres eran como fieras, no tenían compasión.
Clavé hace una mueca, medita algo y toma nota en sus papeles. Mientras, pregunta:
—¿Podría reconocer a sus secuestradores? ¿O quizá usaban alguna máscara u otra cosa para evitar que los vieran?
Eso casi me hace reír.
—No, no usaban nada. No tenían miedo a ser recordados porque no pensaban dejarnos con vida. Podría reconocerlos, sí. —Clavé me observa, como si intentara estar seguro de que hablo en serio—. Búsquenlos y yo les diré si son ellos y lo declararé en un juicio. Encuéntrenlos, porque si no lo hacen, lo haré yo.
—Señora PekinP, puedo entender cómo se siente, pero…
—No, usted no entiende nada, señor —le corto, con brusquedad—. No sabe cómo me siento. Ni de lejos se imagina cómo me siento. Ni se atreva a insinuarlo.
Clavé es un hombre inteligente: Se muestra avergonzado.
—Lo que quiero decir es que entiendo que ha sufrido mucho. De verdad que sí. Pero no puedo aprobar que alimente la idea de la venganza, porque no es bueno, en ningún sentido. No debe pensar en venganza, debe pensar en justicia, y en tratar de evitar que otras jóvenes tengan que vivir esa misma situación. Encontrar y castigar a esos hombres sin escrúpulos no es su tarea, señora PekinP, es la mía. Es mi obligación. No puedo hacerlo sin su ayuda, por eso estamos aquí, hablando; pero usted no debe hacerlo sin la mía. Por favor, confíe en mí. Deje que la ayude en esto. Colaboremos.
No puedo negarlo: casi me ha convencido. Habla con tanta determinación, tanta aparente sinceridad, que me pregunto si puedo confiar en él. En todo caso, no pierdo nada por concederle un tiempo.
—Puedo ayudarles haciendo un retrato robot de cada uno —le digo y él asiente, agradecido—. Ya declaré en su momento que eran cómplices todos ellos. Disfrutaban juntos, aunque se turnaban, a veces para mirar, a veces para torturar ellos mismos. Siempre trataban de inventar cosas que fueran más salvajes que las de los otros, en una especie de competición que los hacía reír a carcajadas. Para ellos no éramos personas, ni siquiera éramos reales, supongo. No soy capaz de imaginar qué piensa alguien que se divierte de ese modo. Los he visto torturar y matar sin que les tiemble el pulso. Lo que nos hacían era solo un entretenimiento… —tras un momento de ahogo, mi voz recupera fuerza y pasión—. El mayor, el que parecía llevar la voz cantante, era bastante calvo y tenía en el cráneo una mancha con forma de champiñón, de color marrón. Otro siempre llevaba un colgante con una cruz de oro muy peculiar y un nombre grabado: Elisa. Tenía los dedos muy extraños y pisaba mal, de hecho alguna vez le vi cojear. El más violento conmigo era un pelirrojo, de unos cuarenta y cinco años. Él..., usaba una moneda de oro que cortaba, cortaba como un cuchillo…, y su boca era asquerosa, rodeada por una mancha oscura. —Suspiro, intentando superar las náuseas—. Todos los hombres desnudos tienen alguna peculiaridad. Claro que podría señalarlos, mil veces, en mil juicios, escogiéndolos de entre una multitud de millones. Reconocería sus manos, sus ojos, el olor de su aliento, en cualquier parte. —Me pongo en pie con brusquedad—. Ustedes busquen las pruebas y yo haré que sirvan.
Voy corriendo al baño. Mientras vomito, oigo la puerta. Se van. Sonia se reúne conmigo me dice que el juez no ha querido molestarme más, que si necesita volver a entrevistarme concertará otra reunión. Me alegro.