"Muchas veces nace la enfermedad
del mismo remedio."
Baltasar Gracián
Por fin, tras 13 años de experimento prohibicionista, no quedó otro remedio que, el 5 de diciembre de 1933 y mediante decreto (Enmienda XXI), derogar la Ley Seca.
A pesar de lo que muchos piensan, con la Ley Seca (cuyo nombre original fue la Volstead Act) no se prohibió el consumo de alcohol, aunque fuera esto lo que se pretendía. Resultaba inconcebible negar a un adulto responsable su derecho inalienable a ingerir cualquier cosa que desease, precisamente en la Tierra de la Libertad. En vez de ello, se propuso penalizar "la fabricación, venta o transporte de licores embriagantes" (Enmienda XVIII), con el fin de salvaguardar así la moral de todos los norteamericanos.
Para comprender cómo se llegó hasta ese punto, hace falta remontarse a 1914. (Aunque bastante antes el movimiento antialcohólico ya cobraba forma en agrupaciones como el Prohibition Party, fundado en 1869, o en personajes como Carry A. Nation, aficionada a entrar con un hacha en los bares destrozando botellas a principios del siglo XX.) Ese año, una minoría conservadora consiguió llevar al Congreso estadounidense seis millones de firmas a favor de la prohibición de vinos y licores —exceptuando, cómo no, el vino de misa—. Esto sirvió para poner en marcha los trámites necesarios para modificar una Constitución que, hasta entonces, garantizaba las libertades individuales de los más de cien millones de norteamericanos que poblaban Estados Unidos por aquel momento. Así, el 17 de enero de 1920, se difundían las palabras del senador Andrew Volstead, aquél que dio nombre a la susodicha ley:
"Esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación. El demonio de la bebida hace testamento. Se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos; los transformaremos en graneros y fábricas. Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno."
Seguramente, fueron pocos los que se dieron cuenta de que, precisamente, eran las puertas del infierno lo que se acababa de abrir. Y no es una apreciación subjetiva: los datos hablan por sí solos. En lo que duró la prohibición del alcohol, 30.000 personas murieron por ingerir alcohol metílico y otras destilaciones venenosas; 100.000 personas sufrieron lesiones permanentes como ceguera o parálisis; 45.000 personas fueron sentenciadas a prisión por delitos relacionados con el alcohol, y más del triple fueron multadas o retenidas de forma preventiva; un 34% de los agentes encargados de hacer cumplir la ley fueron expedientados, y un 10% fueron expulsados por extorsión, robo, falsificación de datos, hurto, tráfico y perjurio; además, el crimen organizado alcanzó su máximo auge, con influencias que llegaban sobradamente hasta los policías, los jueces y los gobernantes (un ministro de Justicia y otro de Interior fueron condenados por delitos de contrabando y conexiones con las mafias). Precisamente, uno de los personajes que nos dejó como legado la prohibición fue Al Capone, quien, una vez condenado por evasión de impuestos, declaró desde la cárcel:
"Soy un hombre de negocios, y nada más. Gané dinero satisfaciendo las necesidades de la nación. Si al obrar de ese modo infringí la ley, mis clientes son tan culpables como yo [...] Todo el país quería aguardiente, y organicé el suministro de aguardiente. En realidad, quisiera saber por qué me llaman enemigo público. Serví los intereses de la comunidad."
Finalmente, cuando el demócrata Franklin D. Roosevelt llegó al poder, se abolió aquella Ley Seca que lo único que había conseguido secar era la libertad de los ciudadanos. Las organizaciones criminales, por su parte, tuvieron que cambiar el alcohol por otras sustancias aún hoy prohibidas, y que están dando tantos —o más— problemas en la ilegalidad como lo dio en su momento el alcohol.
http://f-merides.blogspot.com/2008/12/5-de-diciembre-de-1933-queda-abolida-la.html