La izquierda dejó de luchar por la clase obrera con la aparición del Estado del Bienestar y tras la caída ideológica del Comunismo, que coincidió con la caída de la URSS. El primer hito hizo que la distinción entre clases se volviese mucho más difusa y dejase de ser un argumento tan estructurado como antaño. El segundo hito hizo que la utopía comunista se demostrase como algo vacío y nocivo.
Esto ha hecho que la izquierda deba buscar nuevos objetivos, entre ellos, el postmodernismo de las sociedades industrializadas occidentales: las generaciones postmodernistas tienen otras preocupaciones diferentes a la lucha de clases y la estabilidad económica, como son el ecologismo, el feminismo, el animalismo, el colectivo LGTBIQ+, etc...
Una izquierda liberada del encarcelamiento marxista podría ser una izquierda más inteligente y sensata que la que hemos conocido. Pero una izquierda ya sin anhelos, desvinculada del marxismo, también puede ser una izquierda que lamente serlo. Y en este momento vislumbro, más que otra cosa, una izquierda que se deshila, que se desbarata, oscilante entre el activismo populista, el negativismo sin sentido (la crítica a cualquier precio) y la cupio dissolvi.
Una segunda incertidumbre surge porque nuestras sociedades se están convirtiendo en sociedades de derecho pertenencias y más precisamente en sociedades de pertenencia, en las que los ciudadanos se sienten acreedores de débitos, de cosas que les pertenecen.
La sociedad de las pertenencias no es solamente “toda de derechos”, también es una sociedad caracterizada por la reivindicación de derechos materiales. Los derechos sancionados por las constituciones primigenias eran “derechos jurídicos” que proveían espacios y garantías de libertad, no derechos que atribuían beneficios sustantivos.
Todos los derechos materiales son derechos que cuestan y, por lo tanto, son beneficios que alguien debe pagar, aun en la forma generalizada de costo social. Por otra parte, en tales casos ese costo no va a un fondo perdido; en otros, sí lo hace. Por ejemplo, el costo del derecho a la instrucción es, sin duda, una inversión productiva, un costo que es repagado. En cambio, alimentar al hambriento, subsidiar al desocupado, pagar al enfermo, son costos, en todo o en parte, que van a un fondo perdido: son costos humanitarios que nos imponemos porque así nos lo dicta nuestra conciencia civil. Es justo que así sea; pero también es necesario que lo “costoso” de los derechos-beneficios esté relacionado con los recursos que lo pagan. Lo que equivale a decir que mientras que los derechos “formales” son derechos absolutos (incondicionales), los derechos materiales son, por fuerza, relativos a las posibilidades materiales. En cambio, la sociedad de las pertenencias los percibe y reclama como derechos absolutos. Y aquí cae, o deberá caer, el burro.
La democracia va en déficit porque estructuralmente está indefensa, porque ha perdido al guardián de la bolsa. Pero ese guardián sería superfluo en ausencia de rateros. Y quien va más allá que todos al asalto de las bolsas es, precisamente, la sociedad de las pertenencias con falso título. En la medida de “todo es debido”, la democracia quedará en déficit y la mala política en auge; y todo esto sin fruto, porque la sociedad de las pertenencias disfruta de generosidades que no aprecia.
La tercera incertidumbre, es que estamos abandonando el mundo constituido por “cosas leídas” para entrar en el mundo de las “cosas vistas”. La transición ocurre después de medio siglo de “cosas oídas”, es decir, de oír la radio. Pero la radio todavía es, a su modo, lectura. Quien abandona el diario por la radio, se detiene en la lectura, pero siempre “hace que le lean”. Y he aquí que, de golpe, la televisión hace ver. Es una novedad extraordinaria, la revolución que abate en miles y miles de leguas a todas las revoluciones, incluyendo la de la impresión.
En general, el primer impacto de tele-ver es “despertante”. El mundo que precede a las comunicaciones de masas era, podríamos decir, un mundo que dormía, dormido porque estaba encerrado en millones y millones de nichos sin ventanas. Con la televisión, los nichos se han abierto y así, el tele-ver “hace cambiar”, pone en movimiento lo inmóvil y vitaliza lo inerte. En los acontecimientos del Este es igualmente incuestionable que el videopoder ha sido “liberador”. Las revoluciones que han arrollado a los regímenes comunistas han sido rápidas y pacíficas, casi sin resistencia y sin sangre (salvo en Rumanía), precisamente porque estaban reforzadas y protegidas por la visibilidad. En China, las autoridades han silenciado los medios de comunicación masiva y apagado las televisiones occidentales antes de intervenir y aplastar los estudiantes con los tanques; pero en Praga, en Budapest, en Alemania y, en fin, en 1991 en Moscú, “oscurecer la visión” ya no es posible. Cuando los ciudadanos, encerrados en casa, han visto en el video que podían salir y bajar a la calle sin peligro, salieron en masa a la calle y la revolución venció rápidamente. Pero sin tele-ver y videopoder no hubiera sido así.
Hasta aquí los méritos. Pero, en el plazo más largo, la pregunta fundamental llega a ser: ¿qué le sucederá al homo sapiens frente al homo videns? Igualmente quisiéramos que el primero fuese completado y también enriquecido por el segundo. En cambio, asistimos en la realidad a la sustitución brutal del hombre sapiente por el hombre vidente, así, la llegada de un animal ocular que sabe sólo lo que ve, que ve “sin saber” y, por lo tanto, un ser humano cuya vida ya no está entretejida por conceptos sino eminentemente por imágenes. La lectura no nos sacude y calienta más de lo normal; las imágenes conmueven e involucran: hacen amar, sufrir y odiar.
Así, nuestro destino dependerá, cada vez más, del “poder de la imagen”. En el mundo dominado por la televisión, todo, o casi todo, se reconduce a “ver”. Y el problema es que ver es únicamente ver: nada más. El homo videns es, decía, sin saber. Para el homo ludens, el hombre jocoso que se divierte y reposa, la televisión es magnífica. En cambio, para el homo sapiens, verdaderamente, no es magnífica. El ojo no es la mente. La televisión traduce los problemas en imágenes; pero si después las imágenes no son traducidas en problemas, el ojo se come a la mente: el ver puro y simple no nos ilumina para nada sobre cómo se deben encuadrar, proporcionar, enfrentar y resolver los problemas. Si acaso, es lo contrario: todo está desproporcionado y ni siquiera se entiende ya cuáles son los problemas falseados y cuáles los verdaderos.
La democracia es una apertura de crédito al homo sapiens, a un animal suficientemente inteligente para saber crear y gestionar por sí mismo una ciudad buena. Pero si el homo sapiens está en peligro, la democracia está en peligro. El comunismo no ha logrado fabricar un “hombre nuevo”; pero el videopoder de hecho lo está fabricando. Hasta ahora, el poder formador del hombre (antropogenético) del video no se ha desplegado plenamente porque se le oponen, todavía, las generaciones formadas por “cosas leídas”. Pero, dentro de poco, todo pasará a manos del hombre (verdaderamente unidimensional) formado por “cosas vistas” ¡Qué Marcuse ni que nada! ¡No es otra cosa que el fin de la historia! La historia está rehaciendo sus premisas que superan directamente nuestra capacidad para imaginarlas.