"La casa de los susurros"
Llevaba meses buscando la casa perfecta. Después de recorrer barrios, revisar anuncios y visitar varias propiedades que nunca terminaban de convencerme, apareció una que, desde la primera foto, me llamó la atención. Se trataba de una casona antigua, rodeada de árboles frondosos y situada en las afueras de la ciudad, justo lo que siempre había querido. Era una casa grande, con historia. Tenía ese aire rústico y misterioso que me fascinaba.
Contacté rápidamente con el agente inmobiliario, y en poco tiempo me estaba reuniendo con el dueño, un hombre mayor llamado don Ezequiel. El agente me advirtió que don Ezequiel prefería tratar todo personalmente, a pesar de su edad avanzada. No me importó, de hecho, me emocionaba la idea de hablar con alguien que seguramente había vivido tantas historias en esa casa.
El día de la visita, llegué llena de ilusión. Desde fuera, la casa era aún más impresionante de lo que esperaba. Los altos árboles que la rodeaban proyectaban sombras largas sobre el camino de piedra que llevaba a la puerta principal. Las ventanas, de marcos gruesos y pintados en un color gris deslavado, parecían mirarme desde lo alto con una especie de solemnidad. Había algo en esa casa que me hacía sentir como si me estuviera esperando.
Don Ezequiel me recibió en la puerta. Era un hombre alto, aunque algo encorvado por el peso de los años. Su rostro estaba surcado por arrugas profundas, pero sus ojos, sorprendentemente, eran agudos y llenos de vida. Me estrechó la mano con firmeza, y me invitó a entrar.
Dentro, la casa era todo lo que había imaginado y más. Las paredes estaban adornadas con viejos retratos y cuadros que parecían haber permanecido en el mismo lugar durante décadas. Los pisos de madera crujían bajo mis pies, pero en lugar de incomodarme, el sonido parecía acompañar el ambiente de la casa, como si fuera parte de ella. Recorrimos varias habitaciones, y cada una tenía su propia historia. Don Ezequiel me contaba anécdotas sobre los muebles antiguos, los rincones oscuros y los años de recuerdos acumulados en ese lugar.
Me sentía cada vez más atraído por la idea de vivir allí. Era justo lo que estaba buscando: una casa con personalidad, historia y un aire de misterio que me atrapaba. No lo dudé más, y antes de terminar la visita, le dije a don Ezequiel que quería comprarla.
Firmamos las arras ese mismo día. Todo fue rápido y sencillo. El anciano parecía complacido de que alguien apreciara la casa tanto como él lo había hecho. Cuando estrechamos las manos al finalizar el trámite, sentí una especie de conexión extraña con él, como si algo invisible hubiera sellado nuestro acuerdo más allá del papel.
Sin embargo, al día siguiente, todo cambió.
Recibí una llamada del agente inmobiliario temprano en la mañana. Su tono era solemne y algo incómodo. Me informó que don Ezequiel había fallecido esa misma noche, poco después de que firmáramos los papeles. La noticia me dejó atónito. No sabía cómo reaccionar. Apenas había conocido al anciano, pero algo en su energía, en la forma en que se movía por la casa, me había hecho pensar que aún le quedaban muchos años por delante.
Me quedé en silencio durante un rato, tratando de procesar lo que acababa de escuchar. La venta de la casa seguía en pie, claro, pero algo dentro de mí se había quebrado. La emoción que sentí al principio había desaparecido, reemplazada por una sensación de inquietud que no podía explicar. ¿Había sido una coincidencia? ¿O acaso la casa tenía algo que ver?
En los días que siguieron, volví a visitar la casa varias veces, pero cada vez que entraba, sentía un cambio en el ambiente. La casa, que al principio me había parecido acogedora y misteriosa, ahora me parecía fría, vacía de la vida que don Ezequiel le había dado. Había una extraña sensación de ausencia en el aire, como si algo importante se hubiera desvanecido con la muerte del anciano.
Comencé a notar cosas que antes no había visto. Pequeños detalles: el eco que resonaba más fuerte de lo normal en los pasillos, el susurro de las ramas de los árboles que golpeaban las ventanas, y la forma en que la luz del atardecer se colaba por las grietas de las cortinas, proyectando sombras extrañas en las paredes.
A veces, me parecía escuchar pasos ligeros en las habitaciones de arriba, pero siempre que subía a revisar, no encontraba nada. Me repetía a mí mismo que eran solo imaginaciones mías, que estaba proyectando mis emociones en la casa, pero no podía evitar sentir que algo no estaba bien.
Finalmente, tras varios días de incertidumbre, decidí seguir adelante con la compra. La casa me seguía llamando, a pesar de todo. Había algo en ella que me hacía sentir que debía estar allí, como si, de alguna manera, la casa y yo estuviéramos conectados. Pero esa conexión ahora estaba teñida de algo más oscuro, algo que no podía definir del todo.
El día que firmé los papeles definitivos, mientras me entregaban las llaves, sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Al cruzar la puerta por primera vez como dueño de la casa, me detuve un momento en el umbral, mirando el vestíbulo oscuro que se extendía ante mí. Por un instante, juraría haber visto la silueta de don Ezequiel al fondo del pasillo, sonriendo levemente, como si aún estuviera allí, observando.
Sacudí la cabeza, intentando apartar esa idea absurda. Pero desde entonces, cada vez que estoy solo en la casa, no puedo evitar sentir que alguien más me acompaña, susurrando desde las sombras, vigilando en silencio.