Utilizo el término «nacionalismo» en el sentido en que lo definió Gellner, a saber: para referirme «básicamente a un principio que afirma que la unidad política y nacional debería ser congruente»[15]. Yo añadiría que este principio también da a entender que el deber político de los ruritanos* para con la organización política que engloba y representa a la nación ruritana se impone a todas las demás obligaciones públicas, y en los casos extremos (tales como las guerras) a todas las otras obligaciones, del tipo que sean. Esto distingue el nacionalismo moderno de otras formas menos exigentes de identificación nacional o de grupo que también encontraremos.
Al igual que la mayoría de los estudiosos serios, no considero la «nación» como una entidad social primaria ni invariable. Pertenece exclusivamente a un período concreto y reciente desde el punto de vista histórico. Es una entidad social sólo en la medida en que se refiere a cierta clase de estado territorial moderno, el «estado-nación», y de nada sirve hablar de nación y de nacionalidad excepto en la medida en que ambas se refieren a él. Por otra parte, al igual que Gellner, yo recalcaría el elemento de artefacto, invención e ingeniería social que interviene en la construcción de naciones. «Las naciones como medio natural, otorgado por Dios, de clasificar a los hombres, como inherente… destino político, son un mito; el nacionalismo, que a veces toma culturas que ya existen y las transforma en naciones, a veces las inventa, y a menudo las destruye: eso es realidad»[16]. En pocas palabras, a efectos de análisis, el nacionalismo antecede a las naciones. Las naciones no construyen estados y nacionalismos, sino que ocurre al revés.
La «cuestión nacional», como la llamaban los marxistas de antaño, se encuentra situada en el punto de intersección de la política, la tecnología y la transformación social. Las naciones existen no sólo en función de determinada clase de estado territorial o de la aspiración a crearlo —en términos generales, el estado ciudadano de la Revolución francesa—, sino también en el contexto de determinada etapa del desarrollo tecnológico y económico. La mayoría de los estudiosos de hoy estarán de acuerdo en que las lenguas nacionales estándar, ya sean habladas o escritas, no pueden aparecer como tales antes de la imprenta, la alfabetización de las masas y, por ende, su escolarización. Incluso se ha argüido que el italiano hablado popular, como idioma capaz de expresar toda la gama de lo que una lengua del siglo XX necesita fuera de la esfera de comunicación doméstica y personal, sólo ha empezado a construirse hoy día en función de las necesidades de la programación televisiva nacional[17]. Por consiguiente, las naciones y los fenómenos asociados con ellas deben analizarse en términos de las condiciones y los requisitos políticos, técnicos, administrativos, económicos y de otro tipo.
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Por este motivo son, a mi modo de ver, fenómenos duales, construidos esencialmente desde arriba
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La evolución de las naciones y el nacionalismo dentro de estados que existen desde hace tiempo como, por ejemplo, Gran Bretaña y Francia no se ha estudiado muy intensivamente, aunque en la actualidad es objeto de atención[18]. La existencia de esta laguna queda demostrada por la escasa atención que se presta en Gran Bretaña a los problemas relacionados con el nacionalismo inglés —término que en sí mismo suena raro a muchos oídos— en comparación con la que se ha prestado al nacionalismo escocés, al galés, y no digamos al irlandés. Por otra parte, en años recientes se ha avanzado mucho en el estudio de los movimientos nacionales que aspiran a ser estados, principalmente a raíz de los innovadores estudios comparados de pequeños movimientos nacionales europeos que efectuó Hroch. Dos observaciones del análisis de este excelente autor quedan englobadas en el mío. En primer lugar, la «conciencia nacional» se desarrolla desigualmente entre los agrupamientos sociales y las regiones de un país; esta diversidad regional y sus razones han sido muy descuidadas en el pasado. A propósito, la mayoría de los estudiosos estarían de acuerdo en que, cualquiera que sea la naturaleza de los primeros grupos sociales que la «conciencia nacional» capte, las masas populares —los trabajadores, los sirvientes, los campesinos— son las últimas en verse afectadas por ella. En segundo lugar, y por consiguiente, sigo su útil división de la historia de los movimientos nacionales en tres fases. En la Europa decimonónica, para la cual fue creada, la fase A era puramente cultural, literaria y folclórica, y no tenía ninguna implicación política, o siquiera nacional, determinada, del mismo modo que las investigaciones (por parte de no gitanos) de la Gypsy Lore Society no la tienen para los objetos de las mismas. En la fase B encontramos un conjunto de precursores y militantes de «la idea nacional» y los comienzos de campañas políticas a favor de esta idea. El grueso de la obra de Hroch se ocupa de esta fase y del análisis de los orígenes, la composición y la distribución de esta minorité agissante. En mi propio caso, en el presente libro me ocupo más de la fase C, cuando —y no antes— los programas nacionalistas obtienen el apoyo de las masas, o al menos parte del apoyo de las masas que los nacionalistas siempre afirman que representan. La transición de la fase B a la fase C es evidentemente un momento crucial en la cronología de los movimientos nacionales. A veces, como en Irlanda, ocurre antes de la creación de un estado nacional; probablemente es mucho más frecuente que ocurra después, como consecuencia de dicha creación. A veces, como en el llamado Tercer Mundo, no ocurre ni siquiera entonces.