El problema de salir con otros.
Estaciono en la puerta de la casa de OC. Son las 11 y 20 de la noche. Acabamos de llegar del cine. La noto rara. Es una rareza repentina, pues todo el camino nos la hemos pasado conversando de lo más bien, comentando la película, polemizando divertidamente acerca de las actuaciones y las mejores escenas.
De pronto –como si nuestra historia fuera también una película cuyo guión cobra un giro inesperado–, ella voltea y despaciosamente me pregunta:
–¿Te molestaría si salgo con otra persona?
La pregunta me coge desprevenido. Trato de no ponerme serio, pero la seriedad se apodera gradualmente de los músculos de mi cara. Cierro el contacto de la llave y apago el motor. Ni siquiera dejo la radio encendida. En otra época, en una situación así, en el preámbulo de una conversación, digamos, complicada, habría dejado algo de música de fondo para crear una atmósfera ad hoc. Ahora no. Ahora en el interior del auto solo existe este silencio, brevísimo e incómodo.
Por lo menos OC me ha planteado el asunto en términos condicionales: "¿te molestaría si salgo con?”. Es decir, está dejando que yo exprese mi parecer. Le interesa mi posición. Debo valorar eso. Si consideramos que ella y yo estamos en una época de prueba, y que solo somos huachafos “salientes”, ella bien pudo coger y comunicarme su decisión de salir con otro gallo, sin mayor consulta. Pero no ha sido tan drástica.
A pesar de esa mínima consideración discursiva, la preguntita me jode.
No sé qué decir. Mejor dicho, sí sé qué decir. Sé perfectamente lo que debería decir. Debería mirar a OC directo a las pupilas y decirle: “¿total?, no somos enamorados, no nos debemos exclusividad, eres libre de salir con quien quieras”.
Debería responder algo como eso para quedar como un relajado rey de la tolerancia más cool. Sin embargo, las verdaderas frases que quisiera disparar, las que tengo que reprimir, las que se quedan dando vueltas en mi cabeza como furiosos cuyes de tómbola, son estas: “claro, primero salimos, me entusiasmo contigo y a las tres semanas me cagas”; “por qué no te dejas de ser tan cínica y me dices que ya te aburriste”; o “si sales con otro, olvídate de mí, porque de huevón solo tengo la cara”.
Cualquiera de esas frases se ajustaría más a lo que en realidad estoy pensando. Sin embargo, haciendo de tripas corazón, no digo nada de eso y recurro a un perfecto cliché para salir del apuro:
–Supongo que no me molesta. Sal con él. Normal…
¿Normal? Ni yo me lo creo. Siento como si estuviéramos en un avión y ella me estuviese pidiendo autorización para saltar con paracaídas por la escotilla. Si salta es porque no quiere estar aquí conmigo, porque el vuelo no le entretiene, o porque le interesa probar la fastuosidad de otras aerolíneas. Qué sé yo. Ya estoy viejo para destruirme el cerebro con encrucijadas absurdas y paltas adolescentes. Ya tengo más de 30. Si OC quiere salir con otro, que salga pues, qué tanta vaina.
–Es un pata de la universidad. Un amigo bien buena onda. No pasa nada, por si acaso, pero desde hace meses me dice para hacer algo, y ya me da roche decirle que no. Me ha dicho para ir a un concierto, porque un primo suyo toca en un grupo de reggae.
–No me tienes que dar explicaciones, le digo, con un gesto de calculada autosuficiencia.
–Ya sé, pero igual quiero contarte.
En el fondo, adoro que me dé explicaciones. Siento que se está disculpando de antemano; que me está hablando como si fuera su novio formal. Me gusta el trato que me da. Pero no soy tan optimista: algo me dice que no me está contando toda la verdad, que está tratando de menospreciar la situación para que yo no me vea más tonto de lo que ya me veo. Ese cuento del amigo buena gente con el que ‘no pasa absolutamente nada’ me lo conozco de paporreta. No creo que OC le esté haciendo un favor a ese chico que tanto la persigue. Creo que en el fondo ella está feliz de haber recibido esa invitación. Y más que a un concierto de reggae, me late que se va a ir a jaranear y a bailar cumbia.
Aunque no quiero formularla, hay una pregunta que me corroe y que siento que es justo plantear:
–¿A ti no te molestaría que yo salga con otra chica, verdad?
–No lo sé, pero no tendría derecho de decirte que no lo hagas.
[Soy un huevón. No sé para qué mierda hago una pregunta con una respuesta tan predecible. A veces uno tiene esas flaquezas: hace preguntas dañinas por puro masoquismo, solo para confirmar y constatar lo que ya sabe de antemano]
OC da por concluida la conversación recordándome que al día siguiente tengo que dictar clases (creo que ha usado ese pretexto para no decir que ya quería irse). Se despide con un piquito y se marcha. Es un piquito sin sabor, sin gracia, casi tan cumplidor y amical como un beso en la frente.
Manejo rumbo a mi casa con una sensación fraudulenta. En la radio suena “Si puedo volverte a ver”, el track número uno del último disco de Miguel Bosé. Me siento atado de manos. ¿Qué haces cuando la chica con la que estás saliendo un día te insinúa que le ha provocado salir con otro tipo? No puedes hacer nada, salvo aceptar a regañadientes.
Freno en una luz roja y se me acerca un hombre tullido: lleva unas piernas ortopédicas y en lugar de brazos tiene dos muñones. Aún así se las ingenia para cargar una bolsita con caramelos para vender. Siempre lo veo cuando subo de Miraflores a Monterrico, pero hoy me quedo mirándolo con detenimiento. Siento que de los dos es él quien tiene un verdadero problema a cuestas. Me doy cuenta de que a su lado mis miedos sentimentales son una cojudez, una insignificancia de lo más banal. En comparación con este hombre lisiado, me da vergüenza sentirme mal. Le doy una moneda con algo de culpa. La luz se pone en verde, acelero y para cambiar de actitud me mentalizo con arengas de lo más despechadas.
–Si OC quiere salir con otro patín, pues yo también saldré con otra chica. No voy a quedarme de brazos cruzados.
A la mañana siguiente llego a la oficina y lo primero que hago es enviarle un mail a una chica que me parece guapísima e inteligente. No la conozco personalmente, pero hemos intercambiado algunos correos en los últimos meses. Ella es conductora de un programa de televisión y es una estupenda bailarina de Flamenco. Pongamos que se llama Danitza Orrego.
Hey, Danitza. Cómo andas. Oye, qué planes para el fin.
Unas chelas. Qué dices.
Un beso
Renato
Me siento bien por mandar ese mail. Es un mail canchero. Un mail con cojones. Un mail que va directo al grano y que no se anda con rodeos. Un mail que dice ‘vamos a embriagarnos, chica’, ‘vamos a entretenernos’, ‘vamos a portarnos mal’. Estoy seguro de que salir con Danitza ayudará a que me despeje. Tengo que retomar el control de mi estado de ánimo. Soy un chico de 32 sin ataduras, que puede hacer lo que le venga en gana. No voy a deprimirme si OC me quiere suplantar pasajeramente con otro.
Espero la respuesta de la linda Danitza. Pasan los minutos, pasa una hora, pasan dos. Qué manera de demorarse, carajo. De repente, ahí está, un mail virgen en mi bandeja de entrada. Me ha respondido.
Hola, Renato. Qué sorpresa.
Ya mostro, salgamos el viernes
Pero te parece si en vez de una chela, nos tomamos un café?
Me avisas. Un besito.
D.
Qué cagada. Ya no sé qué cosa es peor: si que la chica que te gusta te avise que saldrá con otro, o que la chica a la que invitas a tomar un trago te salga con que es mejor compartir un café.
Qué mail para más aguafiestas.
Es abismal la diferencia entre salir a chupar una cerveza y salir a tomar un café. La cerveza significa noche, relajo, distensión, bailongo, propensión a la travesura, borrachera inolvidable. El café no: el café es una bebida demasiado inofensiva, vejete, que se comparte una tarde y no incita a ningún pecado.
La cerveza ablanda los prejuicios, pone en marcha la libido, incrementa las posibilidades de tener un affaire, de cometer una perversión, una locura sexual, una inolvidable metida de pata, de esas que a la mañana siguiente –bajo el inequívoco pregón de “carajo, qué chucha hice”– te conducen al arrepentimiento existencial más desesperado.
Cuando Danitza trocó la chela por un anodino café algo dentro de mí se deprimió un poco. Sentí que la pilla idea de salir con ella (llevando adelante una noche de farra, sensualidad y alboroto) perdía todo su encanto.
El tema es que acudo a la cita con Danitza, abrigando la esperanza de que, tras el segundo cafecito, ella pierda la timidez y se anime a entonarse un poco, ya sea con un pisco, un vino, un vodka o con un puto y afeminado daiquiri.
Nos citamos en el Urban Café del Óvalo Gutiérrez (ella propuso el lugar y me pareció perfecto, pues de ahí podríamos saltar al Friday’s o al Chilis para administrarnos algo de licor).
El encuentro ocurre a las 10 en punto. Conversamos mucho, nos contamos media vida, congeniamos. Su sonrisa es encantadora, lo mismo que su look: moderno, con onda, lo que se dice un look touché. Yo, para variar, soy un desastre: camisita a cuadros, pantalón caqui, mocasines. Parezco un empleado de Blockbuster.
Llevamos una hora juntos, y mientras yo voy por mi tercera cerveza, ella sigue con un cafecito de mierda sobre la mesa. Empiezo a perder la paciencia.
–Pero tómate algo, mujer. No me gusta tomar solo, aduzco, frotándome las manos mentalmente
–Es que no me provoca mucho, dice, risueñamente
–Una chelita pues, aunque sea para brindar por nuestra primera cita, chantajeo, tozudo
–Ay, qué pesado, cualquiera diría que quieres emborracharme…
[Pero qué comes que adivinas, mamita, me provoca decirle. Por supuesto que quiero emborracharte. Quiero que te sueltes las trenzas, joder, que te quites la chalina, que tengas calor, que te dejes llevar, y que me premies con un largo beso pulposo en el asiento trasero de mi carro]
–Solo estaba bromeando, le miento
–A ver, y por qué no te tomas un café tú y me acompañas, retruca ella, ágilmente
–Lo que pasa es que la cerveza me gusta porque me suelta la lengua; en cambio el café me suelta el estómago, respondo riéndome, creyendo que mi chiste escatológico le provocará un ataque de risa.
–Aj, qué cochino eres…
Se ha ofendido. Está seria. Me siento un idiota.
A partir de ese instante la conversación fluye con baches. Yo me dedico a tomar cerveza tras cerveza. Ella hace lo mismo con los cafés. Es una máquina de tomar capuchinos en todas sus modalidades: con crema, sin crema, con chocolate, con moca, con canela. Hacia la medianoche, yo estoy escurriéndome en la silla, doblegado por el alcohol, y ella anda hiperactiva por culpa de las toneladas de cafeína que ha ingerido.
Me habla sin parar. Parece drogada. Me habla de su programa de televisión, de sus múltiples proyectos, y yo la comienzo a odiar un poco, igual que odio a todas las personas que tienen la pésima costumbre de hablar de ellas mismas todo el tiempo.
Me quiero ir del Urban Café. Quiero escapar.
Me parece injusta toda esta situación: yo, sentado delante de una chica preciosa que está hiperventilada, intoxicada de café, y que no me da la más mínima chance para seducirla; mientras que en otro punto de la ciudad, acaso en una discoteca, acaso bailando perreo, OC se deja apretujar por un mal nacido más guapo que yo.
Pienso que ya he tocado fondo y trato de reanimarme. No me queda otra, pienso. Me concentro en la conversación con Danitza, escucho sus historias sobre el Flamenco y la televisión. De repente, me empieza a gustar de nuevo. Su sonrisa me eclipsa. Trato de disimular que estoy borracho. Siento que me queda una oportunidad de caerle bien y de propiciar un acercamiento más intenso y prometedor. Hay un juego de miradas que me restablece la fe. Estoy un poco caliente.
En ese instante suena la alarma de su Nextel y oigo la voz de un tipo. Quiero creer que es su hermano o su primo o algún pariente. Pero no. Fallo en mi diagnóstico.
–“Es Alberto, un chico con el que estoy saliendo firmemente hace una semanas”, me cuenta
Al oírla, al reparar en el adverbio “firmemente”, quedo de inmediato transformado en un amigo, un ser neutral, un eunuco, una planta.
Qué momento para más cagón.
–¿Y no se molestó cuando le dijiste que saldrías a tomar un café conmigo?, pregunto, amilanado
–No sé. Creo que le molestó un poco, pero, bueno, estamos saliendo nomás, así que no nos debemos nada.
Toda esa conversación me sonaba tan conocida que solo atiné a sonreír por la absurda coincidencia.
–¿Y a ti te molestaría que él salga con una chica?, le pregunto, ya rendido, tratando de husmear en esos extraños recovecos de que está llena la psicología femenina
–Es que no tendría derecho de decirle que no lo haga. No sé si me logras entender…
–Te entiendo perfectamente.
No pasó mucho tiempo más antes de que Danitza se levantara de la mesa, se despidiese con un beso en el cachete (¿o fue en la frente?) y se marchara con rumbo desconocido.
Estando solo decidí timbrar el teléfono de OC. Fue una reacción irracional, llena de rabia y de rencor.
Pero nunca me contestó.
Hasta hoy no sé qué pasó exactamente con ella. Aún no me ha contado cómo le fue, y no sé si lo vaya a hacer. Me vale un rábano si lee este post y se enoja conmigo.
Ahora que lo pienso, menos mal que salió un viaje de trabajo a Chile para estos días. Nada mejor que subirte a un avión y tomar distancia para ver las cosas en perspectiva.
A veces desaparecer es la única manera de que te hagan caso, ¿no creéis?.