Cuando tenía 12 o 13 años, empecé a atravesar una racha de insomnio que me duró casi 15 años. En ese entonces no tenía una PC en casa, pero sí una TV en mi habitación, por lo que mis noches se limitaban a ver lo que estuviera pasando en iSat, Cinemax o alguno de esos viejos canales con programación más o menos interesante.
Mi madre ya estaba cansada de venir cada madrugada, entre las 2 y 3 a. m., a apagarme el televisor por el ruido, no sin antes dedicarme una buena llamada de atención. Era tan habitual que, rápidamente, encontré la forma de evitar sus regaños sin tener que perderme la película en cuestión: cuando la escuchaba acercarse, me hacía el dormido. Una vez ella apagaba la TV, esperaba hasta escuchar el sonido de su puerta cerrándose para volver a encender el aparato.
Pues bien, ocurrió una noche como muchas otras en las que me encontraba viendo alguna película en los mencionados canales, cuando, de pronto, escuché los pasos fuera de mi habitación. Me preparé para hacerme el dormido, pero algo extraño sucedía. Sus pasos no se acercaban a mi habitación de forma normal, sino que parecían arrastrarse, prolongando el recorrido mucho más allá de lo habitual. Cuando calculé que ya debía estar al lado de mi puerta, casi me muero de miedo. En lugar de girar la perilla, la persona que estaba afuera tomó el pomo de la puerta e intentó abrirla a la fuerza, como si no supiera lo que debía hacer para que esta se abriera. El ruido de la puerta intentando ser forzada duró unos segundos y luego se detuvo.
El miedo me obligó a permanecer cubierto durante largos minutos. Empecé a sentir mi cuerpo cada vez más pesado, somnoliento y acalorado. Me destapé y noté que el techo de mi habitación comenzaba a descender lentamente. ¿Estaba soñando? No lo sabía, pero de algún modo giré el cuello hacia un lado y, en apenas una fracción de segundo, me vi a mí mismo recostado. El techo no bajaba, ¡yo estaba subiendo!
Apenas me vi, el vértigo se apoderó de mi estómago, tal como sucede en un juego mecánico, y, en un abrir y cerrar de ojos, volví a estar recostado. Fue en ese mismo instante cuando la puerta de mi habitación se abrió, y antes de siquiera tener tiempo para asustarme, la voz enojada de mi madre empezó a llamarme la atención, no solo por estar despierto, sino también por "ponerme a jugar a esa hora".
Mi mamá me explicó que ella también había escuchado los ruidos provenientes de mi puerta y, asumiendo que era yo, vinó a mi habitación para llamarme la atención. Se sorprendió cuando le conté lo que había sucedido, pero no lo cuestionó ni dudó de mí.