El encuentro con un nazi en Madrid
No recuerdo si fue su mirada fría o su sonrisa burlona lo que me impresionó. Pero no lo olvidaré. Sucedió un miércoles lluvioso de otoño de 2005. De repente, me encontraba en una apacible reunión de ancianos alemanes y austriacos, elegantes y educados, que me miraban curiosos, pensando quizá que visitaba a mi abuela. Pero estaba allí porque sabía que acudía un hombre que me interesaba extraordinariamente: Paul María Hafner, economista y ex Obersturmführer, alistado voluntario a las Waffen-SS alemanas durante la II Guerra Mundial, formador de jóvenes reclutas y activo participante en varios campos de concentración.
¡Un oficial de las SS! Hasta entonces los conocía por los libros o el cine; hombres sin sentimientos, despiadados. O por mis padres, que me habían hablado de ellos, siempre con cierto miedo en sus ojos. Eran las cinco y media de una tarde gris, olía a café y a tarta de la Selva Negra, esa que en Alemania se toma de merienda. Los ancianos charlaban animados. Y todo me era tan familiar, que creí sentir la tentación de la nostalgia... de no ser por un detalle: no me encontraba en Berlín, ni en Viena, ni en Salzburgo, sino en Madrid. Y quién iba a decirme, pensé cuando ya estaba sentado junto a Hafner y mientras él separaba con exquisitas maneras la cereza de la nata, que justo aquí, en España, donde vivo hace años, me iba a encontrar a uno de esos hombres que marcaron un periodo triste de la historia de mi país, Austria. En meses anteriores me había entrevistado con historiadores y periodistas y había contactado con los miembros de la colonia alemana para conocer de primera mano lo sucedido con los nazis refugiados en territorio franquista. Éstos, aunque amables, me observaban con recelo. No sólo por mi edad -su media no bajaba de los 80 años-, sino que mi intención de rodar un documental se había difundido... Yo era como alguien que quiere levantar el polvo cuando nadie siente ya la necesidad de limpiar.
Tras la II Guerra Mundial llegaron muchos como Hafner a España. Unos huían de los aliados; otros ya no reconocían en la Alemania democrática el sueño de ese Reich de raza aria por el que habían sojuzgado a Europa. Y España era el último bastión de las tres grandes dictaduras fascistas. Derrotados Hitler y Mussolini, sus seguidores llamaron a las puertas de Franco, ya que éste se había servido de su ayuda militar. Pero no todos los alemanes que vinieron eran nazis, como tampoco todos los nazis eran alemanes. Hubo colaboracionistas de muchos países. El más célebre, el general de las SS Léon Degrelle, que haría fortuna con la especulación urbanística en la Costa del Sol. Como él, muchos eran amigos de Hafner. Si la mayoría se conformó con un plácido retiro, festejando en reuniones alcohólicas el cumpleaños de Hitler, Degrelle, Hafner y otros aprovecharon la benevolencia franquista para fortalecer las estructuras de los aún débiles movimientos neonazis nacidos en los sesenta en Europa. Crearon editoriales y redes clandestinas desde este país, para ellos, tal como dice Hafner, "un paraíso terrenal".
Días después me encontré sentado en el salón de la casa de un nazi, entre fotos de montañas nevadas, cuadros sin gusto y objetos de simbología fascista. Había accedido a dejarse entrevistar, siempre y cuando le dejara hablar sin tapujos. Sin problema. Me sentía preparado para oír todo lo que quisiera contar. Pero mi perplejidad fue grande cuando descubrí con qué desfachatez intentaba aprovechar cámara y micrófono para hacer propaganda. Siempre de forma educada, idealizaba a Hitler, negaba con pobres argumentos el Holocausto y defendía a los carniceros nazis como a santos. Pensé: "¿Por qué no mando a la mierda a este fanático incorregible y delirante? ¿Por qué escuchar tales barbaridades en boca de alguien que probablemente ha conocido muchas -cuando no participado- de las atrocidades de las SS... ¿Qué sentido tiene llevar este destructivo discurso ante el público cuando aún existen muchas historias de víctimas sin ser contadas?". Me invadía la duda. Pero algo en mi interior me decía: "Si el destino te ha puesto ante el único oficial nazi vivo que está dispuesto a mostrarse ante la cámara tal cual...". ¿Cómo podía yo eludir tal responsabilidad? Era una ocasión única. Y siendo austriaco, podía conseguir una cercanía que Hafner, quizá, no permitiría a un español. Decidí morderme la lengua. Vencí mis deseos de salir corriendo. Seguí escuchando.
Hoy, casi un año y medio más tarde, estoy convencido de que Hafner se dio cuenta de mi reacción. En vez de moderar su discurso ante mi visible estupefacción, cargó más las tintas, subió el tono con intención de provocarme, para ver hasta dónde estaba dispuesto a aguantar. Soporté estoicamente. Hasta que se cansó, sorprendido quizá de que siguiese ante él. Fue la primera prueba de fuego. Habría muchas durante los 18 meses de rodaje de la película.
Volví a verle un par de veces en las semanas siguientes. Ya no se comportaba de forma tan violenta. Hablamos de sus razones para venir al Sur. Como muchos de los nazis de segundo orden, Hafner se benefició de la tibieza con la que los aliados les trataron en los primeros tiempos de guerra fría. Cumplió casi dos años de prisión por haber sido oficial de las SS, se doctoró en Económicas y aprovechó la oferta de una firma alemana para mudarse a España. Aquí prosperó, se hizo empresario, inventor (de la yogurtera, que le dio, dice él, mucho dinero) y criador de cerdos. El día en que le acompañamos a una finca de puercos que había sido suya, estaba pletórico; yo le había propuesto ser protagonista de la película. Decidirlo me costó noches en vela y muchas charlas con mis colaboradores. Sabía que era un paso atrevido y, sobre todo, políticamente hablando, extremadamente incorrecto. El filme iba a abandonar el sendero seguro de un documento histórico -la cronología de los nazis en España- para adentrarse en el terreno de la psicología de un nazi convencido e inmune al arrepentimiento.
Al alejarnos de Madrid en coche, Hafner habló de su infancia. Era oriundo de un pueblo próspero al pie de los Alpes, en el Tirol del Sur. Su padre, católico y antisemita, era el tabernero. Su madre, hija del juez de la comarca, de salud delicada. Hablaba un alemán culto con ligero acento austriaco; el dialecto tirolés coloreaba sus palabras al describir su vida de chico de pueblo casi feliz. Con todo, el relato era convencional, aburrido. Hasta que le pregunté por sus primeras experiencias sexuales. Sus respuestas fueron estremecedoras. Eran historias entre fantasías infantiles y vivencias de una brutalidad inusual. Parecían mostrar el perfil de una personalidad fragmentada y atormentada que usaba su fuerza mental para reprimir los recuerdos reales. Pero no se trataba de un estado de locura, sino de eso que los expertos llaman "trauma del verdugo". Contaba cosas como que en el internado donde debía hacerse sacerdote había esclavizado a un amigo... Y oyéndole narrar todo aquello sentí compasión: las escuelas de las SS le habían vaciado por dentro y llenado de odio y resentimiento, de gran pobreza emocional. Había algo en su soledad que me conmovía... Y me asusté al darme cuenta. Me encontraba en plena lucha interior, entre la obligada conciencia moral y esa involuntaria compasión.
A veces, viendo el material rodado del día, me sorprendía con qué habilidad Hafner me llevaba por sus derroteros, escapándose de las preguntas incómodas con ironía y cinismo. Jugaba en varios niveles, mostraba la habilidad de una serpiente y la ventaja de una persona cuyas convicciones morales son guiadas por su voluntad de superar al contrario y no de convencer.
Se estableció entre nosotros una dinámica que se parecía cada vez más a un duelo. Él intentaba utilizarme para proyectar una imagen de sí mismo prefabricada, sin espacio para sentimientos ni recuerdos desagradables. Su intento se le reveló tan inútil como para mí encontrar al nazi arrepentido y derrotado. Me fui dando cuenta de que el interés de la película ya no era tanto sacar a la luz novedades históricas o la confesión de un nazi, sino describir los mecanismos psicológicos de alguien perdido en un mundo del que no sabe salir. Y en el que está solo. Un día tropecé casualmente con su hija. Creí que me reprocharía el hecho de enfrentar a su padre a esta situación. Pero no. Dijo: "No sabes lo que significa tener un padre nazi".
Los meses siguientes fueron intensos. De día grababa a Hafner; de noche, leía y leía docenas de libros sobre psicología, las SS y el Holocausto. Intentaba entender el origen de esa extraña personalidad que Hafner se había construido. Me quedaba más a menudo a solas con él para crear una intimidad que me permitiese entrar en su ser más profundo. Estaba fascinado con ese mundo tan simple como terrorífico de la mente SS. Allí donde la razón se usa para eliminarse a sí misma, dejando un vacío amplio y peligroso; allí donde se cultiva la voluntad del individuo.
Lo que impidió que la relación con él me afectara de manera irreparable fue mi gente, el equipo, mis amigos. Hans Landauer era uno de ellos. Le telefoneo mucho a Viena para charlar de España, su salud o la política de Austria. El día que le dije que filmaba a un ex SS noté disgusto en su voz. Hans había luchado en las Brigadas Internacionales. Fue enviado por los nazis al campo de Dachau cuatro años. Para él, como para cualquier víctima, es duro imaginar que un SS no arrepentido pueda ser el centro de un filme. Hafner estuvo en Dachau, y Hans era mi fuente para contrarrestar sus mentiras. Nunca le propuse a Landauer una reunión con Hafner. Él me lo pidió. Y ese encuentro es el momento cumbre de El paraíso de Hafner. Una situación inédita: víctima y verdugo, juntos 60 años más tarde; dos concepciones opuestas ante la historia.
Creo que en ese instante, la tragedia de Paul Hafner se evidenció con toda claridad. Mientras él se burlaba del dolor vivido por Hans, éste se mantenía sereno, imponiendo así su superioridad moral. Hafner empezó eludiendo su mirada hasta quedar en silencio absoluto. Cuando Hans dijo que quería salir de inmediato de esa casa, supe que el filme había terminado. A Hans le dolió aquello; encontrar a uno de sus verdugos viviendo plácidamente en el país que amaba y por cuya libertad había luchado.
Luego Hafner dejó de contestar al teléfono y no volví a verle hasta seis meses después para mostrarle la película. La vio. Se quedó ensimismado. Tras un largo silencio, dijo que no le gustaba su nariz. Y creo que hasta él mismo se dio cuenta de lo metafórico de su comentario. Me acompañó hasta el metro y nos dimos la mano. Estaban flácidas. No teníamos más que decirnos. Me miró. Y ya no fue la mirada fría e impenetrable inicial. Estaba apagada, triste, resignada. No sabía bien qué decirle cuando, de pronto, volvió a aparecer su sonrisa burlona. Levantó la mano insinuando un saludo militar, se dio la vuelta y cruzó la calle. Me quedé mirando cómo se alejaba con su paso firme y tuve la sensación de que junto a él marchaban grotescos fantasmas dispuestos a llevarle a las puertas del infierno.
http://www.elpais.com/articulo/paginas/encuentro/nazi/Madrid/elpepusoceps/20071028elpepspag_7/Tes
Lo he leido en el pais y me ha parecido realmente interesante, ya se que se trata de una película pero lo pongo aquí porque quiero que opineis sobre esta persona.
Web: http://www.hafnersparadise.com/el_paraiso_de_hafner/index.htm
Trailer: http://es.youtube.com/watch?v=dTFrzIpwMXw
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