Una noche, durante un concierto, en la residencia de la princesa de Polignac, me rodeé de un grupo de damas elegantes, las más vulnerables a mi clase de lucubraciones. Mi obsesión con el pan habíame conducido a un ensueño que cristalizó en el proyecto de fundar una sociedad secreta del pan, que tendría por objeto la sistemática cretinización de las masas. Aquella noche, entre copas de champaña, expuse el plan general. (...)
Me imploraron que les revelase el secreto del pan. Entonces les confié que el acto principal del pan, lo primero que debía hacerse, era cocer un pan de quince metros de longitud. Nada más hacedero a condición de que se tomase en serio. Primero se construiría un horno harto grande para cocerlo. Este pan no debía ser insólito en ningún aspecto, debía ser exactamente como cualquier otro pan francés, salvo en su tamaño. Una vez fabricado el pan, habría que hallar un lugar donde ponerlo. Yo era partidario de un sitio que no fuese demasiado notorio o frecuentado, de modo que su aparición fuese tanto más inexplicable, pues el carácter insoluble y el propósito cretinizador del acto contaban en las circunstancias. Sugerí los jardines interiores del Palais Royal. Entraría el pan en dos camiones, y lo colocaría en el sitio designado, una brigada de miembros de la sociedad secreta disfrazados de obreros, que fingirían querer instalar una cañería de conducción de aguas. El pan estaría envuelto en hojas de diario atadas con cordeles.
Una vez colocado el pan, algunos miembros de la sociedad, que previamente habrían alquilado un departamento desde donde pudiese verse el sitio escogido, irían a ocupar sus puestos para poder dar un primer informe detallado sobre las diversas reacciones que provocara el descubrimiento del pan. Era harto fácil prever el efecto altamente desmoralizador que produciría un acto tal, perpetrado en el corazón de una ciudad como París. La primera cuestión sería la de qué hacer con él. El suceso carecería absolutamente de precedentes, y la enormidad del objeto obligaría a obrar con circunspección. Antes de hacer nada más, se llevaría el pan, intacto, a un lugar donde pudiera ser examinado. ¿Contiene explosivos? ¡No! ¿Está envenenado? ¡No! En otras palabras, ¿es acaso un pan que posea alguna peculiaridad además de su desmesurado tamaño? No, indudablemente no, no es tampoco un anuncio.
Luego los periódicos, ávidos de hechos insolubles, tomarían el acto por su cuenta, y el pan se convertiría en alimento para el desenfrenado celo de los polemistas natos. La hipótesis de la locura sería muy probablemente una de las primeras en sugerirse; pero ahí las teorías y diferencias de opinión se multiplicarían hasta lo infinito. Pues un solo loco, o aun un solo cuerdo, no habría bastado para amasar, cocer y colocar el pan donde se le hallara. El hipotético loco habría debido valerse de la complicidad de varias personas de sentido práctico lo bastante coordinado para llevar a efecto la idea. Asi la hipótesis de un loco o grupo de locos no tendría fundamento sólido.
Debería concluirse, pues, que se trataba de un acto de la clase de una manifestación probablemente de carácter político, cuyo enigma acaso quedase pronto claro. Pero ¿cómo interpretar, aun simbólicamente, tal manifestación, que, después de costar un insólito esfuerzo, permanecía sin posibilidad de eficacia a causa de la oscuridad de la intención? Su atribución al partido comunista debía descartarse. Era precisamente lo contrario de su espíritu convencional y burocrático. Además ¿qué hubieran querido demostrar por este medio? ¿Que se necesitaba mucho pan para alimentar a todo el mundo? ¿Que el pan era sagrado? No, no, todo esto era estúpido. Podía sospecharse que todo no era más que una broma perpetrada por estudiantes o el grupo surrealista; pero esta suposición, me constaba, no habría convencido completamente a nadie. Los que conocían la desorganización y la incapacidad del grupo surrealista para llevar a cabo nada que requiriese un mínimo de esfuerzo práctico, dirigido no importa a qué fin, sabían ya que los surrealistas eran incapaces de emprender seriamente la construcción del horno de quince metros indispensable para la cocción del pan. En cuanto a los estudiantes, era todavía más pueril sospechar de ellos, pues los medios a su disposición eran aún más limitados. Alguien habría podido sospechar de Dalí: ¡de la sociedad secreta de Dalí! Pero esto sería pedir demasiado.
Todas estas hipótesis formadas al azar en torno a la excitación, en curso de enfriamiento, provocada por el suceso, serían, sin embargo, barridas por el choque de un nuevo acto, dos, tres veces más sensacional que el primero -la aparición en el patio de Versalles de un pan de veinte metros de largo-. La existencia de una sociedad secreta quedaba ya expuesta a todo el mundo, y cuando empezaba a olvidar la más o menos fastidiosa anécdota de la primera aparición del pan el público era de pronto sumergido en la categoría moral de esta segunda aparición. A la hora del desayuno los ávidos ojos de los lectores eran indefectiblemente arrastrados en busca de los titulares y las fotografías anunciadores de la aparición del tercer pan, que no podía tardar en aparecer, de modo que esos panes dalinianos empezaban ya a "comerse" las otras noticias, sobre política, sucesos mundiales y sexuales, haciéndolas insípidas y reduciéndolas a un interés de segunda fila.
Pero, en lugar del esperado tercer pan, habría un acontecimiento que excedería todos los límites de lo plausible. El mismo día, a la misma hora, aparecerían panes de treinta metros en lugares públicos de las diversas capitales de Europa. Al día siguiente, un telegrama procedente de América anunciaría la aparición de un nuevo pan de cuarenta y cinco metros, que cubría la acera desde el Savoy-Plaza hasta el final de la manzana en que se halla el hotel St. Moriz. Si un acto tal podía llevarse a cabo con éxito, con rigurosa atención a todos los importantes detalles indicados, nadie podría discutir la poética eficacia del acto que, por sí solo, sería capaz de crear un estado de confusión, de pánico y de histeria colectiva, sumamente instructivo desde un punto de vista experimental y capaz de convertirse en el punto de partida desde el cual, según los principios de mi monarquía jerárquica imaginativa, se podría subsiguientemente intentar la ruina sistemática de la significación lógica de todos los mecanismos del mundo práctico racional.
Salvador Dalí, 1942.
PD: Dalí era un flamero.