Lo último y casi lo único que la oficialidad ha hecho por honrar la memoria colectiva es una escultura en un cruce de la carretera que atraviesa Malpartida de Plasencia. El monolito se inauguró hace siete meses, y el pasado martes, sobre la peana había dos flores. Cerca de allí está el Hogar del Pensionista. En una de las mesas, con tres amigos, Filomeno Rubio (80 años) toma un chato de vino y una tapa de sardinas con tomate. «Trabajé en aquella obra seis años –cuenta el hombre–, en varias empresas, haciendo distintas tareas, pero sobre todo con los sondeos, aunque también ayudé a levantar los poblados, cargando piedras y de todo con un burro y dos mulas, y utilizando la barca del tío Ciriaco para cruzar el río». El día 22, él estaba en Plasencia. «Había ido a que me quitaran la escayola del pie, que me había lesionado, me puse a hacer dedo para que alguien me llevara de vuelta a Malpartida y el hombre del coche que me cogió me contó lo que había pasado en los Saltos. Allí murió un primo hermano mío».
Lo que sucedió fue que se rompió una de las ataguías colocadas en la presa del río Tiétar, que en ese punto casi se roza con el Tajo, del que le separa un farallón de cincuenta metros. O sea, el sitio perfecto para construir una presa en cada cauce, unidas por una central hidroeléctrica subterránea y por un canal que permitiera llevar líquido de un río a otro. Con el embalse casi en su cota máxima y la compuerta provisional rota, el torrente de agua penetró en el canal en obras y se llevó por delante a los trabajadores y las máquinas que fue encontrando. Según el NO-DO del 1 de noviembre de aquel año –que dura 9:39 minutos, abre con el baile de las debutantes en Barcelona y le dedica a esta noticia 1 minuto y 18 segundos–, la rotura liberó 140 millones de metros cúbicos de agua.
Filomeno Rubio volvió al pueblo sin la escayola y continuó haciendo una vida normal. De hecho, cuenta que cuando se curó del pie volvió a la obra. Sin embargo, José Luis Rodríguez hizo lo mismo que otros muchos trabajadores: pedir la cuenta y marcharse a Madrid. El recuerdo le duele, pero hace un esfuerzo por compartirlo. «Ese día estaba de permiso en Madrid y me enteré de la noticia por televisión, quise coger la moto y salir pitando para acá –cuenta sentado en una silla del salón de su casa en Malpartida–, pero mi padre no me dejó. Me vine al día siguiente, y cuando llegué a los Saltos, lo que me encontré fue un olor muy desagradable, aquello era un desastre, había cascos, plásticos, botas... Podías ver de todo».
En algún punto de esa escena estaban también los cuerpos de todos sus compañeros de faena excepto uno, que se salvó, según cuenta, «porque cuando vino la tromba, le cogió una burbuja de agua y le impulsó hacia fuera, salió por una de las chimeneas de las turbinas en las que trabajábamos». Conquense de nacimiento, hijo de guardia civil, montador electricista formado en la escuela de la Benemérita, José Luis Rodríguez tiene otras dos certezas. La primera, «que si no llego a estar de permiso, ahora no estaría aquí», asume. Y la segunda: «Que allí murieron más de cien personas, lo tengo totalmente claro».
«Hay mucha confusión sobre cuánta gente falleció, porque hay bastantes zonas de sombra en torno a esta tragedia, pero si yo tuviera que hacer una estimación, diría que murieron entre 75 y 100 personas». Quien lo dice lleva más de un año investigando para publicar ‘Sueños anegados’, su libro sobre los Saltos de Torrejón. Es Urbano García, periodista, director de RTVE en Extremadura, hijo y nieto de quienes llevaban a diario el pan a los poblados desde Plasencia. «Hay un dato ilustrativo –aporta García–: al empezar esta tarea, contacté con el Ministerio de Trabajo, y en sus archivos no hay constancia de que en España se haya producido un accidente laboral con más víctimas». «El último cuerpo –amplía– lo encontraron el 5 de julio de 1966, y es posible que alguno no llegara a aparecer».
A esto que él ha constatado hay que sumar que entre los más de cuatro mil trabajadores que llegó a tener la obra, había quienes utilizaban nombres falsos para no ser identificados por la autoridad. Lo aseguran varios de los que vivieron la catástrofe en primera persona. Los mismos que tienen claro que allí se empleó a presos políticos, algo que no era extraño en las obras públicas españolas hasta, por lo menos, finales de los años cincuenta (la de los saltos comenzó en 1959 , y concluyó en 1966).
«Yo creo que muchos cuerpos se quedaron allí», afirma Florencio Manzano (80 años), uno de los que participó en la búsqueda de cadáveres entre los escombros. «Me apunté voluntario con otros compañeros –cuenta–, daban una buena propina, sacamos cuatro o cinco cuerpos en dos o tres días. Me acuerdo que enterramos a cinco en la iglesia de Toril (en el cementerio de este pueblo están los restos de siete personas que en un primero momento no fueron identificadas)». De los vivos, en aquellas primeras horas, se ocupó gente como Damián Izquierdo, que tiene en su casa una lista con los 13 vecinos de Torrejón el Rubio que murieron en la obra. Tres de ellos son hermanos. El día 22, el ayuntamiento les hará un homenaje a todos. «Nosotros llevábamos la línea de transporte de viajeros y mercancías de Trujillo a Plasencia, y a las nueve y media de la mañana sonó el teléfono en casa, para que fuéramos con los autobuses a trasladar a la gente», recuerda Izquierdo, que ese día perdió a su padre. «Un hermano mío dejó el camión en un alto, mi padre fue a buscarlo y le dio un infarto», detalla ahora Damián, que estuvo en la obra de las dos presas apenas un mes.
«Aquello me tenía fascinada»
En aquella época, trabajar en los saltos era algo parecido a un chollo. «Vivir allí fue un privilegio», resume Paqui Martos, que llegó al poblado de los obreros –estaba también el de los ingenieros y técnicos– con 5 años. «Fuimos la quinta familia en llegar –recuerda la mujer, que ahora vive en Villafranca del Penedés (Barcelona)–, cada día llegaban dos o tres familias, fui viendo cómo se iban construyendo los poblados, todo aquello me tenía fascinada».
Las casas incluían lujos impropios para la mayoría, como el agua corriente o la luz eléctrica. Entre un poblado y otro había piscina, cine, sala de baile, escuela, iglesia con misa cada domingo, capilla, bar, economato, cuartel de la Guardia Civil, barbero, estanco, fotógrafo –Ángel Falcato, que estuvo en el frente de Leningrado con la División Azul, según ha averiguado Urbano García–, una playa aprovechando una zona de arenal, médico, practicante, autocar diario a Plasencia...
«Yo me pasaba el día mirando la obra, admiraba a aquellos hombres», cuenta Martos, hija de un capataz nacido en Alcántara que nunca fue a la escuela pero sabía interpretar los planos de un proyecto pionero para la España del momento. «Mi padre –recuerda medio siglo después la hija– se salvó gracias a que se quedó sin tabaco y subió a por un paquete al estanco, y justo en ese momento fue el accidente. Él estaba trabajando en el lecho del río, que se inundó. Le dieron por desaparecido. Nosotros nos fuimos al monte, donde estaba todo el mundo llorando. Y hacía un frío tremendo. Esa mañana había sido de mucha niebla y al rozarte con las jaras, te calabas. El accidente fue a las 9.20 de la mañana y mi padre apareció a las tres de la tarde. El momento de verle aparecer fue increíble».
No es fácil encontrar a saltorinos –así se llaman a veces entre ellos– que no tengan reparos en recordar con detalle lo que ocurrió hace medio siglo . «Yo tenía el alma encogida –reconoce Paqui Martos–, pero ahora, después de tantos años, hablar de aquello es una terapia para mí». «En mi casa –cuenta Mari Carmen Flores–, hasta hace muy poco mi marido y yo no habíamos hablado de los Saltos para nada».
Aquel mensaje en Internet
El silencio lo rompió Fernando Rodríguez en el año 2006. «Lugar: salto de Torrejón del Rubio. Mi edad era de los 9 a los 14 años, el poblado estaba formado por familias de todas las regiones de España, por ello cuando la obra terminó, todos emigramos a diferentes lugares. Esos años fueron maravillosos. Por dónde andáis, amigos: Demetrio, Pajares, Vadillo, Barroso, Luis S. Rosa y tantos otros». Esto es lo que escribió Rodríguez en un foro de Internet (el de Hispagen) el 13 de junio del año 2006 a las cuatro de la tarde. Desde entonces, esa web, que tiene ahora 310 páginas, sirve para organizar los encuentros de cada Sábado Santo.
Las siguientes en rescatar del olvido el suceso del 22 de octubre del 65 fueron Rosa Escobar Paniagua e Inés García Herrero. Ellas firman ‘Saltos de Torrejón: Una historia por contar’, artículo incluido en el libro ‘Las gentes de Monfragüe’ (editado por la Cátedra de Ingeniería Ambiental Enresa, de la UEx). Estas dos empleadas del Parque Nacional desvelan algunos de los detalles que contiene el expediente 15/1965, el del sumario de la tragedia, que está en el Juzgado de Instrucción número uno de Navalmoral de la Mata. En él figura, según comprobaron Escobar y García, que se «habla de 46 muertos, más cuatro personas que no pudieron identificarse y otras cuatro desaparecidas». Su investigación añade otro dato: la placa que se guarda en las dependencias de la presa, y que recuerda a las víctimas de la tragedia, tiene 64 nombres.
17 de ellos murieron antes del día 22, una decena en un accidente ocurrido en enero de 1965. Nueve meses más tarde, en octubre, las familias de los poblados creían que no faltaba nada para el desembalse. En ‘Las gentes de Monfragüe’, Mari Carmen Flores cuenta que llevaban «dos semanas esperando a que abrieran los aliviaderos. «Nos habían dicho –recuerda la mujer– que la presa estaba muy llena, que iban a abrir y que iba a ser un espectáculo muy bonito de ver porque al caer, el agua iba a hacer espuma. Se estaba preparando, digamos, como una fiesta». En vez de eso, lo que hubo fueron 54 entierros. O más.