Considero que la noción del mal puede abordarse adecuada y definitivamente desde una perspectiva antropológica y no misteriosa; esto es, una que remita en última instancia al carácter hipersocial del ser humano y no a consideraciones religiosas o impresiones románticas donde se identifica al mal simplemente con aquello que causa espanto.
La prueba de que somos una especie hipersocial podemos encontrarla en el hecho de que sólo desarrollando pautas sociales cada vez más elaboradas y funciones cognitivas cada vez más complejas es cómo obtenemos la impresión de que nos realizamos como grupo (no me remitiré a la noción de "especie", ya que la vivencia inmediata lleva al hombre medio a preocuparse antes por su colectivo propio [religión, clase social, facción política) que por todos los individuos que en conjunto trascienden a éstas categorías).
Ahora bien, sólo conviviendo en grandes números somos capaces de dar a luz a estas instituciones y de alumbrar estos nuevos y cada vez mejores entramados cognitivos.
Porque es gracias al sobrepoblamiento de las poblados neolíticos que surge la necesidad de una cada vez mayor abstracción en las operaciones matemáticas destinadas al recaudación de impuestos. Urge, a su vez, a las autoridades locales expandir su poder si desean no perderlo, a través de la apertura del sacerdocio a las clases bajas y de una alianza entre el poder eclesiástico y el militar que dará forma a una estructura estatal definitida, a través de la cual puedan pilotar, ya sin óbstaculos (no obstante los inevitablemente contingentes como plagas y sequías) generaciones de teólogos y arquitectos para guiar dl intelecto humano en dirección a nuevas y estimulantes latitudes. Amén del desarrollo del comercio, que es la herramienta que utilizan los estados cuando se ven demasiado débiles para apropiarse de los recursos que ansían, a través de la fuerza.
Desarrollamos pues, el lenguaje, la matemática, la religión, la noción del estado y de la familia y todas las otras cualidades que nos hacen hombres en perpetuo contacto con nuestros congéneres.
Si es, pues, explicable el desarrollo histórico y evolutivo humano en base a su cualidad de hipersociabilidad, no podía ser menos con respecto a su desarrollo moral.
Mi tesis es esta: consideramos malo cuanto nos hace desconfiar del grupo y nos induce a recluirnos en instancias cuantitativamente inferiores a él, evocando en nosotros, después de mucho tiempo, aquel sentimiento atávico de desprotección rádical ante los rugidos del tigre o las amenazas de la tribu enemiga.
El mal, que podríamos definir (a mi juicio acertadamente) como aquello que produce espanto, sea ya un ataque terrorista, la posibilidad de ser desahuciados de nuestro hogar o la visión del cádaver descuartizado obra de algún asesino en serie, nos revela aquel factor de caos que subyace bajo todo escenario de vida en la naturaleza y sobre el que el estado y la religión deslizan un denso velo mediante mecanismos de control social, que nos hacen formularnos la noción equívoca de que "todo está controlado".
Cuando el mal irrumpe en nuestra experiencia cotidiana resquebraja el tejido de esta aparente "norma-lidad" (esto es, nuestro escenario cotidiano, donde todo está regido por "normas" que ahuyentan el caos y el peligro que este trae consigo) y nos obliga a ceder a los impulsos de aquel sapiens prehistórico que nunca dejamos de ser para revelarnos tal y como somos: violentos, fanáticos e inseguros.
Con la invasión rusa de Ucrania los violentos no tardaron en presentarse a filas movidos por el ensueño psicopático de "matar rusos"; los fanáticos, desesperados, se lanzaron en brazos de la Iglesia Ortodoxa con una fe jamás experimentada tal vez hasta entonces por sus piadosas almas; y los inseguros, aterrados ante la amenaza existencial que sobre ellos se cernía, huyeron del país en cuanto pudieron.
Que esta digresión no nos aleje de la idea fundamental que pretendía trasladar a la mente del lector: que la moral está ante todo fundada en el deseo de perpetuar un estado de comodidad facilitado por las instituciones estatales o para-estatales adyacentes a cada época y contexto cultural.
Esa es la razón de nuestro temor hacia los elementos antisociales (psicópatas, narcicistas) y de nuestro espanto hacia sus acciones; nos recuerdan que vivir es luchar en constante estado de alerta; nos devuelven al indeseado primitivismo del que provenimos.
Venía a tratar de demostrar, pues, que el mal posee un fundamento puramente antropológico y social, y no misterioso (religioso, metafísico, mágico).
Contribuye a corrobar esta tesis el hecho de que los individuos con altos grados de psicopatía no experimenten culpabilidad tras cometer acciones considerados por nosotros malvadas debido a una anomalía en la formación temprana de su cerebro que les impide empatizar, y por tanto, sentirse vinculados a sus congéneres e insertos en un grupo social. Como, por tanto, para estos individuos no hay tal grupo, no podrá haber tampoco tal moralidad.
Conste, además, que numerosos psicópatas padecen a su vez de un trastorno antisocial de la personalidad, el cual les induce a representarse el mundo (encarnado en las personas particulares) como perpetuamente hostil hacia ellos. Curioso cuanto menos.