Ayer, una vez más, los informativos de medio mundo transmitieron la imagen de una Atenas en llamas y exhibieron el rostro compungido de algunos políticos condenando la violencia. Esa violencia que condenan –y que, en el fondo les favorece–, la hemos condenado repetidamente, no sólo con palabras sino también con actos, quienes acudimos una y otra vez a manifestarnos desde la no-violencia contra la desmedida violencia de guante blanco ejercida impunemente por quienes de iure y de facto nos gobiernan.
Ayer, desde las cinco de la tarde, había en la plaza Syntagma de Atenas más de cien mil personas tratando de impedir de forma no violenta que avanzara aún más el funesto plan que está dejando a Grecia hundida en la miseria y sometida a la voluntad de sus controvertidos acreedores. Esa no-violencia no llenó las pantallas ni los periódicos. Sin ir más lejos, pasó desapercibida la imagen de los ancianos Mikis Theodorakis y Manolis Glezos tratando de hablar con los antidisturbios y teniendo que ser evacuados entre una nube de gases lacrimógenos. Yo estaba allí, a su lado, junto a otros muchos que tragamos de lleno la primera bocanada. Corrimos todos haciendo arcadas y tratando de abrir paso para sacar a Theodorakis en su silla de ruedas pegado a una máscara antigás (ver imágenes). Media hora después, ya recuperados, los dos respetados personajes trataron de acercarse de nuevo mientras, en uno y otro punto de la plaza, la policía continuaba lanzando gases contra una masa compacta de manifestantes pacíficos que retrocedía y volvía a avanzar según la densidad del humo, sin intención de abandonar la plaza. Todo esto –de lo que poco se informa–, sucedió mucho antes de los disturbios en las calles circundantes, mucho antes de que cayera la noche y, lamentablemente, instigadores y alborotadores –cuya tesitura moral guarda nula relación con la del grueso de los manifestantes– hicieran arder varios edificios del centro.
Esta violencia de reyerta la condenamos todos. Pero hay que condenar también la otra: la de un gobierno que, lejos de garantizar el derecho a la manifestación pacífica, gasea sistemáticamente a quienes tratan de ejercerlo para no sentirse cómplices de la injusticia; la de unos “representantes” de oídos sordos que no se atreven a asomarse siquiera a la ventana del parlamento para ver que, desde hace ya tiempo, gobiernan de espaldas a una ciudadanía cada vez más desesperada; la violencia de estar mintiendo reiteradamente a esa ciudadanía y de escamotearle un referéndum para pronunciarse sobre pactos que la comprometerán durante largos años y que están siendo firmados en su nombre por un gobierno colaboracionista de muy dudosa legitimidad democrática; la violencia de haber dejado a 30.000 personas sin hogar durmiendo entre cartones este invierno; la violencia de haber situado ya al 28% de la población del país bajo el umbral de la pobreza; la violencia de condenar a una generación al paro, o a la miseria de ser contratado por 500 euros y acribillado a impuestos; la violencia de cortar el suministro eléctrico a las familias mientras se subvenciona a fondo perdido a la banca; la violencia de estar desmantelando el Estado social y democrático para pagar la insensatez de los políticos y el descontrol de la especulación. Esta es la violencia que hay que condenar, la impune violencia de guante blanco, la violencia impoluta de los hipócritas que callan sabiéndose cómplices de un sistema que produce a manos llenas misera, explotación, colonialismo, guerra y muerte, y, sin embargo, hacen un consternado gesto de repulsa cuando ven arder un contenedor de basura.