Soliloquios improvisados y otras confesiones.

B

El libro era magnífico, pero me reí con autosuficiencia al pensar que, si bien mi destreza literaria era, a todas luces, inferior, mis vivencias habían sido mucho más interesantes.

Acostumbraba a sucederme. Una y otra vez hallaba a escritores sublimes capaces de conmoverme con vidas prácticamente anodinas que habían sido imbuidas de significancia mediante el ejercicio de los más sublimes ejercicios narratológicos.

Encontraba, ante todo, fascinantes las descripciones casi psicopáticas que tal y cual realizaban de sus vidas amorosas. Yo hubiera querido poder creer en la impasibilidad de estos seres -para poder así admirarlos-, pero algo en mi interior me inducía a pensar que se trataba de una pose, de un ejercicio de deshonestidad y vanidad simultáneamente cautivante y fatigoso.

Mi incredulidad verdadera hacia el amor y cualquier clase de unión trascendental entre dos seres, llámese amistad o como se quiera, me habían arrojado a cuantos pozos de inmundicia y deshonra existieran en el mundo. Puesto buscaba derrotar mi descreimiento a cualquier precio, no había ridículo con el que, en mi exploración de lo humano, no me hubiera mortificado. Tanto ansiaba poner yo fin a mi cinismo y gozar de la vida sin pararme a considerar el absurdo de las relaciones humanas, que en toda interacción acometía los más ridículos sobreesfuerzos.

En cuanto a lo tocante a lo puramente amatorio, se podría decir que he conocido ambos extremos. En debido a mi cualidad de ser monstruoso: desgarbado, maleducado, guedejoso, granujiento y extraño- son muchas las mujeres a las que he espantado, más aún en los precoces tiempos del colegio; mas, a modo de broma de la existencia, por ser justamente beligerante, mentiroso, más espigado que lo opuesto, más vetusto -que no mayor, dado que mi rostro siempre ha sido el de un viejo- que las féminas de mi entorno, y por gozar de no poco tiempo libre, fuera del colegio, mientras estaba en él, y más tarde doquiera, mi éxito ha sido tan grande, por momentos desmedido, que nadie pudiera dar crédito a él de ser conocedor de mi fealdad y torpeza.
Así pues, entre la matinal semana era yo, llegado cierto punto que pronto esclareceré, un felpudo miserable, cuyos tímidos avances eran recibidos con aflicción y desafección, pero el resto del tiempo vivía las andanzas casanovianas de un incorregible casquivano.

Jamás he leído yo a persona alguna narrar situación semejante en libro que haya abierto, y es entre otras cosas por ello que me sobreviene la corrosiva y sardesca a los labios.

Se ha de explicar que era yo de natural no muy tonto, por lo que había sido flexibilizado escolarmente a eso de los 12 años, con la subsiguiente pérdida de sex-appeal y amistades. De ser un individuo extravagante, pero tenido por atractivo en algunos círculos no tan estrechos, pasé a verme trocado de pleno derecho en un paria. Los mencionados granos y tirabuzones brotaron rabiosamente en esta época, como para agravar la circunstancia, dejándome arrojado a los lodazales del asco en aquel centro de desenseñanza y viles monjas.

Onán era mi ídolo y mi profeta. Varias veces al día consagraba mi esfuerzo a su causa, a menudo en mitad de una clase, ya que la última fila era la Poveglia en que me habían apartado. Como, además, por el pronto vehemente que ya he confesado tener, era castigado más que muy a menudo con quedar encerrado en la escuela mientras los demás retornaban a sus hogares o gozaban del recreo. Aprovechaba yo entonces para hacerme con las, preferiblemente sudadas, prendas de gimnasia de las muchachas; por pliegues y costuras resbalaban gota a gota los litros de lefa que me ordeñaba a costa de tantas fatigas.

¿Cómo nunca fui descubierto? Imposible es saberlo. Tantas veces palpitó con hiriente angustia mi corazón al escuchar que alguien clamaba con repugnancia contra los olores y acartonamientos, que incluso ahora me sorprendo de no haber caído fulminado por afección cardíaca.
Especial afición tenía por las ropas de una muchacha que me parecía una prostituta, y merecedora por tanto de cuantas humillaciones se dirigieran contra ella. Como era voluptuosa, pero el olor a tabaco a sus prendas adherido enmascaraba cualquier cosa, me ponía sus pantalones cortos -del martes al jueves, primer y último día de educación física, en la clase a su suerte dejados- bajo mi propia ropa el miércoles y me masturbaba compulsivamente durante un día entero de priapismo, hasta que la pestilencia a tabaco de las calzas era tal, que las acusaciones de ser fumador, y el terror a ser descubierto en algo indeciblemente peor, me hicieron abandonar el hábito.

Cogí entonces afición de usar como diana las mesas y las sillas. Mi mente se entretenía con el extremadamente implausible escenario de un embarazo en diferido. Por todos los medios disponibles a mi hormonado magín me propuse el preñar a cuantas se pudiera de mi clase y la aledaña. Con ningún éxito, como cualquiera, salvo yo entonces, pudiera prever.

Dije no muy tonto.

Toda esta fantasía me había germinado a mí en la infancia, cuando una pariente a la que había jugado a encajarle el pito en la raja debajo de la mesa de la salita me había convencido de no juntar nuestras orinas, para que no quedara ella embarazada, ya que la orina de un niño y una niña no debían, salvo para este propósito, mezclarse.

Cautivado por la idea de crear un niño-monstruo, un rosado cocodrilo de las alcantarillas, me propuse orinar siempre inmediatamente tras ella en el cuarto de baño.

Allá va mi atroz vástago – pensaba tras irrumpir a toda prisa en el baño que ella acababa de desocupar.
Años después, propuse a una conocida, que tenía severas deformidades físicas y estaba enamorada de mí, tener un monstruo; sólo con ese fin me acostaría con ella, le dije. Herida, declinó con pesar mi oferta.

Ah, tantas cosas podría yo contar… Y puede que lo haga.

filemontv

Me voy a echar la siesta.

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B

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sacnoth

Un atroz y marrón vástago sin duda, este texto.

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