I
Tristán el Oscuro se asomaba a los ojos de sus convecinos con el afán de escudriñar hasta el más imperceptible mohín que desvelara sus opiniones ocultas en lo tocante a la desgracia que le acababa de acontecer. <<¿Puedo considerarme por entero humillado?>> - se preguntaba, y la respuesta era invariablemente que sí; que podía y que debía hacerlo. Víctima de una creciente ansiedad por refrendar tal conclusión alcanzándola de nuevo a través del escrupuloso estudio de las microexpresiones faciales de sus conocidos, materia sobre la que había redactado varios volúmenes repletos de argumentaciones sin sustento a las que hubo llegado por el motivo exclusivo de que le perjudicaban en el grado máximo, deambulaba por el pequeño cuartucho de alto techo en que malvivía mientras consultaba un ejemplar arrugado del periódico local, siempre entregado a la búsqueda del último evento social en que hacer acto de presencia y en el que mortificarse. Insomne y mal alimentado, desharrapado y sin asear, pasaba los días temblando de excitación y deshonra. Las horas se consumían muy despacio en el reloj de pared que había rescatado de un bache empantanado en la carretera, y cuyo constante tictaqueo hendía el aire a intervalos irregulares.
— ¿Es que acaso son ya las cuatro de la tarde? – preguntaba sin venir a cuento. – Pero ¡cuánto me compadecerán todos cuando lleguen las cuatro de la tarde! – clamaba a continuación, y limpiaba con los andrajos la lupa que elevaba a los rostros más impasibles que hallara. – Dios mío inmisericorde, ¡qué indignidad tan aciaga insinúa ese surco nasolabial!
Sólo el azar le permitía terminar a veces el día en alguno de los eventos a los que se había propuesto acudir. Dado que confiaba ciegamente en que la hora que presentaba el maltrecho mecanismo pendido del muro del cuchitril en que se desesperanzaba fuera la correcta, no era infrecuente que se personase de madrugada en el día anterior o posterior al indicado allí donde pretendía; suceso que no dejaba de asombrarle, y cuyos fabulosos pormenores plasmaba siempre, con precipitación y a través de violentos escarabajos, en una libreta azul, debido a su propósito de redactar una nueva obra en que fueran denunciadas todas las conspiraciones urdidas contra él, y que pensaba recitar frente al ayuntamiento y quizá, si le daba la voz para tanto, el lupanar del barrio viejo.
De vez en cuando, las deposiciones de los córvidos que se posaban en sus largos y retorcidos cuernos noguerados le resbalaban hasta el cuello y recorrían la hendidura de su encorvado espaldar. Entonces, agarraba una escoba y ahuyentaba a las defecadoras aves de mal agüero, que parecían carcajearse durante la totalidad del proceso; éstas desaparecían durante unos días antes de retornar al hogar que tenían dos metros sobre su fastidiada y hecienta testa. Tanto las aborrecía, que le resultaba insoportable el vivir sin ellas, y no hacía más que suspirar de abatimiento cuando se convencía de que no retornarían ya tras el más reciente de sus desencuentros. En tales momentos, sacaba su cuaderno carmesí y escribía canciones de amor y otras locuras por el estilo a las añoradas urracas.
Claudito miraba arrobado las piernas de su hermana mayor, quien con veintiséis años había quedado ya para vestir santos, y a la mínima ocasión apoyaba la mejilla en uno de sus sonrosados y suaves hinojos, para experimentar una explosión de dicha ilimitada al instante. Begoña, que no se limitaba a ser un par de extremidades inferiores la mayor parte del tiempo, acaso sólo los lunes y algún que otro jueves, más que nada por complacer al querido hermano, era ciertamente una mujer hermosísima, pero su manera ridícula de proceder había espantado a cada uno de los pretendientes que le habían salido al paso. Si, por ejemplo, se le aproximaba un muchacho apuesto que se llamara Antonio Fulminado en uno de sus viajes matutinos a la frutería, tras él presentarse, bien podía responder ella algo semejante a:
— Buenas tardes, encantada de conocerle, me llamo Antonio Fulminado, ¿cómo cree usted, Begoña, que está la noche?
Confuso, el enamorado le porfiaba la propiedad del nombre, pero tan espléndidos eran los argumentos de la muchacha y tanta veracidad parecían aportar a sus palabras la belleza de su rostro y la carnosidad enloquecedora de sus labios, que el otrora incipiente enamorado acababa por admitir la derrota y se marchaba desposeído de su identidad, a menudo para no volver a ser visto jamás por sus allegados. Decían las malas lenguas que en las florestas circundantes a Maltiento vivía un pequeño regimiento de hombres llamados Begoña que se procuraba el sustento mediante la recolección de bayas y tubérculos, cuando no con la caza de tristes y sucias liebres. El canibalismo era relativamente infrecuente en las últimas horas.
Tristán el Oscuro, que durante una década y la quinta parte de la siguiente había trabajado como santo para la Iglesia Mayor de la ciudad -la catedral había sido desmontada piedra a piedra y trasladada al vertedero por ordenanza de un alcalde que decía tener mucho rencor al Altísimo por haberle hecho chaparro y no contestar a su correspondencia, pues era un don pereciendo y no sabía ya a qué otro dirigir su cálamo para sacarle con mil embustes los cuartos- recordaba vivamente su primer día en el oficio.
Como parecía impropio, y posiblemente hasta hubiera propiciado que los ínvidos desmantelaran otro centro de culto, el que estuviese un santo tan bien dotado para la vida, y dado que los finos tejidos del atuendo caían pegados a la carne y desvelaban los contornos angulosos del pudendo sin que se pudiera hallar la manera de disimularlo, ni aun colocándole una cruz encima, que hubiera pendido amenazadoramente sobre los piadosos, al entonces muchacho se le propuso la castración como medio para prevenir el escándalo.
Dado que la alternativa era el tener que hacer frente al mercado laboral, Tristán el Oscuro aceptó sin titubeos.
— A fin de cuentas- dijo el cura, que afilaba la navaja de capar en la muela – el material para las alfombras se extrajo de los escrotos de miles de niños cantores.
El ahora espadón, colocado muy tieso en su peana, apenas realizó un movimiento en diez años.
— Con esta nueva adición, podríamos hacer unas togas nuevas para los romanos del retablo.
— Hace y dice usted cosas tan absurdas, que no tiene perdón de Dios.
— Ni lo tengo ni lo quiero; y que Dios me perdone — concluyó felicísimo el sacerdote.