Cada juventud tiene su droga y la cultura popular ha sido la ventana por donde cualquiera podía asomarse a este universo prohibido. Pink Floyd y los chutes de rock psicodélico con LSD. La cocaína de los yuppies en American Psycho. El punk radical vasco teñido de speed y heroína. Las raves empapadas en ácido... Y hoy son los ansiolíticos, un medicamento que se puede conseguir con receta por unos pocos euros en cualquier farmacia. En este mismo momento es probable que haya un poeta en León dedicándole un verso al Trankimazin, un trapero en Atlanta fardando por Instagram de su fiesta a base de Xanax y una actriz en Ciudad de México memorizando el diálogo de una adicta al Valium. Todos ellos tienen algo en común: son jóvenes (entre los 15 y los 25 años) y se sienten perdidos en un mundo hostil. ¿Acaso no es ésa una sensación compartida por alguien de esa edad en cualquier periodo de la historia moderna? Muchas de las voces que desde la cultura han tocado esta nueva realidad creen que no, que estas adicciones dicen mucho de cómo es realmente la juventud contemporánea tras ese sin descanso que proyecta en las redes sociales. «Somos la generación mejor preparada, nos prometieron todo y ahora nos encontramos con que nos han cerrado las puertas hacia el futuro. Eso genera una desolación que te cagas», dice la escritora madrileña Elisa Levi (1994). En su novela Por qué lloran las ciudades, publicada este año (Temas de Hoy), arroja un retrato generacional en el que se repiten palabras como «angustia», «tristeza» y «dolor» mientras de fondo planea el suicidio de alguien cercano.
La protagonista del libro ingiere ansiolíticos como si fueran ibuprofenos. Levi se pregunta si la suya quizá sea la Generación Lexatin. «La ansiedad es una enfermedad que no se ha reconocido hasta hace relativamente poco, estamos aprendiendo a sanarla: cuando mi madre sufría algo parecido no sabía que podía tomar una pastilla». A su modo, su libro es una actualización a 2019 de Prozac Nation, donde la periodista Elizabeth Wurtzel describía una Nueva York a mitad de los 90 poblada por seres depresivos adictos a los medicamentos. Este malditismo enfermizo de la juventud siempre estuvo allí. Desde el romanticismo hasta el grunge, de las mujeres atormentadas de Edgar Allan Poe a Kate Moss. Del cóctel de medicamentos y drogas que mató a Whitney Houston al ingreso en urgencias de Demi Lovato por la misma causa. Si Tony Soprano aliviaba su depresión con Prozac, Lena Dunham, la protagonista de la serie Girls, combate la ansiedad a base de pastillas y el nuevo hype británico Billie Eilish habla del Xanax con sólo 17 años. España no está al margen y los problemas mentales son tema de discusión en Operación Triunfo o en la serie adolescente Skam. ¿Por qué ahora? The New York Times bautizó 2017 como «el año negro del miedo y la angustia». Un estudio de Gallup en más de 145 países identificó que la humanidad sufre hoy más emociones negativas que nunca antes en la historia moderna. La amenaza de una nueva guerra mundial, la ola de populismo, el desempleo, los precios de la vivienda, la violencia contra las minorías... Visto el panorama, el recurso al hedonismo rápido y la evasión parecen una opción.
España lidera las tasas de consumo de psicofármacos en Europa, asegura la OCU. Los hipnosedantes como el Trankimazin o el Lexatin ya son la tercera droga más consumida (sólo detrás del alcohol y el tabaco), según la última encuesta oficial del Ministerio de Sanidad. De acuerdo a la OMS, al menos uno de cada 10 españoles sufre los síntomas que empujan a tomar estas pastillas: estrés cotidiano, vértigo ante el futuro, incapacidad para tolerar la frustración... El choque entre unas expectativas irrealizables y una realidad descorazonadora. Este grupo de fármacos, las benzodiazepinas, es fácil de conseguir. «Aunque en España está bastante controlado y para casi todos los ansiolíticos necesitas receta, la realidad es que cualquiera puede conseguirlos: vas a tu médico o a un psicólogo y siempre te lo da sin mucho lío para que vayas a la farmacia», explica el poeta leonés Óscar García Sierra, autor de Houston, yo soy el problema (Planeta, 2016) donde incluye poemas como Trankimazin 2mg. Además, son baratas: una caja de 30 cápsulas de Lexatin de 1,5 miligramos cuesta unos dos euros aunque su creciente uso recreativo ha inflado el precio en el mercado negro hasta los 20 euros. Los efectos son rápidos. Elisa Levi compara la tentación que generan con el chocolate: sólo una onza más. Cuando el efecto se reduce, regresa la ansiedad con fuerza redoblada. Por eso son tan adictivas.
Un estudio de SAMHSA, el órgano público de EEUU que controla el abuso de sustancias y la salud mental, habla del Xanax como «alcohol en píldoras» y denuncia que actualmente se dispensa sin control a los adictos, supliendo el papel que antes ocupaba el colega cuando te invitaba a unas cervezas si te dejaba la novia. «La juventud cada vez está más indefensa ante los problemas de la vida cotidiana», opina el psiquiatra Alfonso Chinchilla. «Necesita una aspirina permanente para no sufrir, un calmante psicológico para borrar la ansiedad. No se da cuenta de que el dolor y el sufrimiento pertenecen a los sentimientos intrínsecos del ser humano, estar triste no es ninguna enfermedad». En sus más de 40 años de profesión, este doctor ha recetado ansiolíticos a distintos pacientes: «No hay que criminalizar estas sustancias, son útiles cuando hay ansiedad aguda, crisis de pánico, algunos tipos de insomnio o como complemento de los antidepresivos. El riesgo es que cada vez hay más jóvenes que abusan y se automedican sin comprender sus efectos». Todas las personas consultadas para este reportaje que han sido consumidoras coinciden en la descripción de uno de sus puntos fuertes: la desaparición instantánea de los problemas.
Una pastilla y, zas, el miedo se esfuma. Sin embargo, el causante del miedo seguirá ahí cuando el efecto de las drogas se disipe. Otros insisten en que estas pastillas te permiten hacer tu vida normal, que te ayudan a relajarte o incluso a dormir. Para algunos, tan sólo es una vía para la evasión, como fumarse un cigarrillo de marihuana. El doctor Chinchilla advierte de otro problema: el síndrome de abstinencia que generan medicamentos como el Trankimazin. «Provocan ataques de ansiedad brutales», advierte.La escritora Elisa Levi coincide: «Apenas se habla sobre ello, es verdad, y puede ser muy heavy. Tampoco se cuenta que algunos fármacos como el Prozac pueden producir el efecto contrario al deseado: es una única bala, igual que la manzanilla que te cura o vomitas, sólo que en este caso si te funciona vives de puta madre, pero si no, te destroza. Es una de las medicinas que más suicidios provoca». La obra de teatro 4.48 Psicosis, de Sarah Kane, habla precisamente sobre esa hora fatídica cuando los adictos se despiertan y ya se han disipado los efectos de la última pastilla pero no pueden tomar otra. Es en ese momento cuando se dispara la tasa de suicidios.
«Empecé a tomar hace tres años Valium y después Orfidal», recuerda el poeta Óscar García Sierra, que nació (igual que Elisa Levi) en 1994. «Tenía el pecho cogido, la cabeza me iba demasiado deprisa, mi propia respiración me resultaba agobiante. Encontré en estas sustancias un pequeño colocón de tranquilidad». Entre sus referentes cita al movimiento literario de la Alt Lit estadounidense o el libro Intrusos y huéspedes de Luis Magrinyá. Dice que se siente conectado con poetas latinoamericanos contemporáneos como el mexicano Martin Rangel o la argentina Caterina Scicchitano. En la obra de todos ellos está presente la angustia generacional y el uso de las drogas para combatirla.
La Generación Lexatin ya tiene su mártir: Lil Peep. Es el icono del emo trap, la música de moda juvenil en EEUU, un hip hop oscuro con letras sobre el suicidio y las inseguridades de los chavales ante un mundo hostil. Murió por sobredosis a los 21 en 2017 tras años de adicciones. En sus canciones el final de la vida era un hilo común. «Tengo la sensación de que no voy a estar aquí para el próximo año», decía en 2015 en The Way I See Things. En España, el ídolo de esta corriente es Goa, quien canta en Suicidal Thoughts: Todo el mundo fuma, bebe mucho por aquí / Mezclo Trankimazin con la nieve / Ahora no estoy a tu lado, todo duele. «En mi caso no es algo romántico, no es una mentira y no lo uso para drogarme, es mi realidad. En América hay toda una cultura de colocarse con esto, pero yo no lo uso así. A mí me dolía la tripa y me costaba respirar, así que fui al médico como cualquier persona que está enferma y me lo recetó», decía a Vice el año pasado. Para García Sierra esta sobreabundancia de referencias puede generar cierta idealización malsana. «Al haber tanta gente hablando de ello se normaliza, se convierte en una moda. Le doy bastante a la cabeza a la relación que tenía tomar estos fármacos con escribir. Estaba triste y ansioso, tenía esa idea de que si estás feliz no puedes crear algo bueno. Joder, menos mal que no es así». Por su parte, Levi cree necesario hablar sobre estos temas, romper los tabúes sobre la depresión o el suicidio. Siente que, al visibilizarlos en libros, pelis, series o canciones, los jóvenes tendrán más armas para combatirlos cuando los sufran en sus carnes (o en sus cabezas). «¿Por qué no podemos estar tristes? Todavía está mal visto decir que tienes un problema mental. Una cosa bonita de mi generación es que hemos conseguido convertir este mogollón de sentimientos negativos en algo creativo».
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2019/06/20/5d0a5c58fc6c832c768b461a.html