Todo gracias a aquel zapato que perdí cuando tuve que irme del
baile a toda prisa porque a las doce se acababa el hechizo. Siempre
me ha maravillado que, sólo a mí, aquel zapato me calzase a la
perfección, porque mi pie, un 36, no es en absoluto inusual y otras
chicas de la población debían de tener la misma talla. Todavía
recuerdo la expresión de asombro de mis dos hermanastras cuando
vieron que era yo la que me casaba con el príncipe y unos años
después, me convertía en la nueva reina.
-El rey ha sido un marido atento y fogoso. Ha sido una vida de
ensueño hasta el día que descubrí una mancha de carmín en la
camisa real. De que el rey tiene una amante no hay duda. Las
manchas de carmín en las camisas siempre han sido prueba clara
de adulterio. ¿Quién puede ser la amante de mi marido?¿Y por qué
el rey se ha buscado una amante? ¿Acaso yo no lo satisfago
suficientemente? ¿Quizá porque me niego a prácticas que
considero perversas, sodomía y ducha dorada básicamente, él las
busca fuera de casa? ¿Debo decirle que lo he descubierto o bien
disimular, como es tradición entre las reinas, en casos así, para no
poner en peligro la institución monárquica?
-De momento no le he dicho nada, me callo. Me callo, incluso, los
días que no llega a la alcoba real hasta las ocho de la mañana, con
ojeras de un palmo y oliendo a mujer. ¿Dónde se encontrarán? ¿En
un hotel, en casa de ella, en el mismo palacio? Hay tantas
habitaciones en este palacio, que fácilmente podría permitirse tener
a la amante en cualquiera de las dependencias que desconozco.
Tampoco digo nada cuando los contactos carnales que antes
establecían con regularidad de metrónomo, noche sí, noche no, se
van espaciando. Desde la última vez han pasado más de dos meses.
-En la habitación real, hay noches que lloro en silencio, ahora el
rey ya no se acuesta nunca conmigo. La soledad me reseca.
Hubiera preferido no ir nunca a aquel baile, o que aquel zapato
hubiese calzado en el pie de cualquier otra mujer antes que en el
mío. Hubiera preferido, incluso, que alguna de mis hermanastras
calzara el 36 en vez del 40 y 41, números demasiado grandes para
una muchacha.
-Buenas noches querida. No me esperes levantada volveré tarde.
(Sale.)
-¿De qué me sirve ser reina si no tengo el amor del rey? Lo daría
todo por ser la mujer con la cual el rey copula
extra-conyugalmente. Prefiero mil veces protagonizar las noches
de amor adúltero del monarca que yacer en el vacío del lecho
conyugal. Antes querida que reina.
(Ella lo sigue. Lo sigue por pasillos que desconoce, por
ignoradas alas del palacio, hacia estancias cuya existencia ni
siquiera imaginaba. Finalmente se encierra en una
habitación y ella se queda en el pasillo, a oscuras. Pronto oye
voces. La de su marido, sin duda. Y la risa gallinácea de una
mujer. Pero superpuesta a esa risa oye también la de otra
mujer.)
-¿Está con dos?
(Poco a poco, procurando no hacer ruido, entreabre la
puerta. Se echa en el suelo para que no la vean desde la
cama; mete medio cuerpo en la habitación. La luz de los
candelabros proyecta en las paredes las sombras de tres
cuerpos que se acoplan. Le gustaría levantarse para ver
quién está en la cama, porque las risas y los susurros no le
permiten identificar a las mujeres. Desde donde está, echada
en el suelo, no puede ver casi nada más; sólo, a los pies de la
cama, tirados de cualquier manera, los zapatos de su marido
y dos pares de zapatos de mujer, de tacón altísimo.)
-Unos negros del 40 y otros rojos del 41.