Como bien saben algunos de entre los que me conocen, llevo lidiando mucho tiempo contra una serie de enfermedades que me han mantenido postrado y me han desposeído del control de mi propia vida. He perdido mucho peso; mi aspecto, si puede considerarse que alguna vez fuese bueno, ha empeorado hasta dar forma a un desconocido, cuya presencia en el espejo me infunde un pavor oscuro y me revuelve las entrañas.
A menudo devuelvo tras ingerir la única comida que soy capaz de hacer en todo el día, o siento que me arde la piel; y los huesos, me abrasan. Recurrentes son los escalofríos que, como cuchillas trepan por mi espalda y me obligan a estremecerme del dolor y del asco cuando, acostado en la cama, observo durante largas horas mi techo, sin nada que hacer en todo el día.
Intento dormir, mas no lo consigo. Pronto se ciernen sobre mí las pesadillas y los recuerdos; casi cada noche me veo obligado a ahogar mis gritos contra la almohada para no despertar a los que duermen, y para que no sospechen hasta qué punto me he visto arrastrado a los abismos de la pena y del remordimiento.
Algunas veces paseo, vagabundeo por este pueblo en que me pudro, como el espíritu errante y maldito que, en efecto, soy. No me queda ya ningún amigo, nadie a quien dirigirle la palabra. Creen que estoy loco, ninguna otra razón de ser encuentran a mi estado; empero, no lo estoy, puesto que el tormento del loco siempre responde a una motivación intangible, y yo sé exactamente el porqué de mi sufrimiento, el origen de mi miseria: nueve años atrás, hice que se suicidara una chica.
Su nombre era María Luisa, pero gustaba de ser llamada Luna. En nada tenía que envidiar en inocencia y blancura al astro, os lo aseguro; parecía que no existiera aquello capaz de alcanzarla, que fuese intocable, superior a todo lo humano. Cuando la conocí, acababa ella de cumplir los catorce años, uno menos de los que yo contaba.
Acudíamos al mismo instituto, yo siempre me demoraba al atravesar aquellos corredores, ansioso de gozar de su contemplación, aunque fuera un único instante. Había escrito poemas en su honor mucho antes de saber cómo llamarla; y, en mi imaginación, siempre la hacía mía recitándoselos en un susurro al dar con ella a solas. Cuántas entelequias construí para nosotros, libre de pecado estaba el mundo que imaginé; de él, de aquel sueño, me prendé más que de cualquier otra cosa.
Siempre me consideré especial, qué ridículos me resultan semejantes pensamientos ahora, sin embargo, convencido estaba entonces de la existencia de un destino que me encumbraría, que me alzaría hasta la misma altura en que estaba ella. Tan nítidamente creí ver aquel sendero invisible que perseguía, que logré recorrerlo hasta el final.
Pablo había congregado a unos cuantos amigos en un parque cercano a su casa, él y yo nos habíamos conocido en la consulta de la psicóloga a la que acudíamos. Su problema no puedo mencionarlo sin sentir que lo traiciono, aunque hayan pasado muchos años ya desde la última que nos vimos; el mío, una actitud pendenciera, inclinada a la violencia, a los ataques de rabia.
Había una cúpula formada con barras de acero oxidado en que se observaban los restos descascarillados de una capa de pintura azul y otra blanca, siempre lo recordaré; bajo ella, fuimos presentados Luna y yo. Todas mis pretensiones acerca de recitar poemas fueron tiradas por los suelos cuando descubrí que apenas era capaz de articular mi propio nombre, tan nervioso estaba. Sin embargo, dijo algo ella que excedía por mucho cualquier cosa que hubiera imaginado:
-Te conozco, siempre te miro desde la ventanilla del coche cuando vas caminando hacia el instituto por las mañanas; y también al mediodía, cuando vuelves con la chaqueta en el hombro, como si fueses a visitar a tu novia.
Torpemente, intenté explicarle que no tenía novia alguna, ella rio y miró hacia el suelo. Tuvieron que transcurrir los años para que, al mirar atrás, comprendiese lo que había ocurrido. En aquel momento sólo pensé: Sabe que existo.
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