Desde que nos hubiésemos vuelto tan cercanos, yo siempre había guardado fidelidad a Luna. Ella procuraba hacerme ver que era un sacrificio innecesario, que no necesitaba de mí nada, salvo que fuese yo mismo; mas, con golpes de pecho y gran teatralidad declamaba yo acerca de mi voluntad inquebrantable y de mi amor inexhaustible, que jamás sufriría menoscabo.
Qué hipócrita fui.
A Alicia la había conocido casualmente, no puedo recordar si hablamos por primera vez en la piscina o en el sótano de Pablo; era una cría algo atrayente, pero ridícula, siempre me irritaban sus maneras. Tenía, por ejemplo, los ojos marrones, y maquillaba uno de ellos con una lentilla de color azul. Tan ingenuos e imbéciles pensaba que éramos los demás, que fingía sufrir una enfermedad que había eliminado la melanina de uno de sus iris.
-Entonces sería gris en lugar de azul- Espeté observando el marrón que claramente se dejaba entrever tras la coloreada lente. Habíamos quedado en el Parque de Los Príncipes, nos besamos y me arrepentí casi de inmediato, no habíamos vuelto a vernos desde entonces, pero aquel domingo en que esperaba al atardecer a Luna, había quedado ya con Alicia.
No anulé ninguno de los planes, sino que calculé que Alicia cogiera el tren para marcharse justo antes de que llegara Luna en el suyo. Sin embargo, cuando se aproximaba la hora, llevado por el odio y la maldad, porque sólo puede ser maldad aquello que me movía, decidí llevarla a los baños subterráneos.
Allí le supliqué que follásemos, podría decirse que me arrastré, que me humillé por ella, pese a lo indiferente que me resultaba, pese a la poca importancia que para mí tenía su carne. Qué lamentable y desgraciado fui, qué mentiras inventé para ablandarle el corazón. Conseguí finalmente que se desnudara, encerrados estábamos en el cubículo de los minusválidos, el suelo era de piedra porosa, yo estaba echado sobre ella, pero era incapaz de penetrarla.
-Esto es ridículo- Sentenció tras mis penosos intentos.
Nuevos niveles de súplica y degradación, de chantaje y de miseria hube de inventar para que me practicase una felación torpe y sucia, durante cuya ejecución no sentí nada, pero mi interior se regodeaba, aun con el asco. Al acabar, escupió mi semen en el suelo.
Al mirar el teléfono, descubrí los mensajes y las llamadas que Luna había hecho.
“¿Dónde estás?”
Cuando llegué a la estación, ya se había marchado.
Tardé algún tiempo en obtener el perdón de Luna. Todas las mañanas arrancaba alguna rosa por el camino y le añadía una nota, luego la dejaba en la puerta de su clase. Y sólo lo hacía por vileza, lo aseguro, aquellas acciones que volvieron a acercarla a mí, aquellos gestos que pudieran parecer inocentes y rebosantes de pureza, como comprar un caramelo y depositarlo disimuladamente en su capucha, eran en verdad el reflejo de mi pequeñez y mi podredumbre.
Lo único que deseaba era traerla a Dos Hermanas una última vez, una última vez, y así lo hice, no cejé hasta conseguir arrastrarla conmigo.
Estábamos los dos en el cuarto de baño subterráneo, había tomado su mano y la guardaba junto con la mía en el bolsillo de la chaqueta, así solíamos andar juntos. Señalé la mancha que había en el suelo y, al tiempo en que mi corazón latía apuñalándome el pecho y se me nublaba cada vez más la vista por la rojez de mi ira, expliqué:
-¿Recuerdas que te hablé de Alicia? Ahí es donde escupió mi semen mientras tú me esperabas en la estación.
La empujé a un lado y me marché de allí, dejándola sola.
Jamás volví a verla, tanto es así que me resultó extraño. Empujado por mis delirios, me acercaba a sus compañeras inquiriendo saber cualquier cosa que pudieran comunicarme. Oí al principio que estaba enferma de mononucleosis, imaginaos mi estado cuando me enteré de que era aquella la llamada enfermedad del beso, por todo el instituto difundí rumores acerca de que era prostituta, de que practicaba felaciones en los baños, y de que participaba orgías por muy poco dinero.
Mis compañeros no tardaron en confirmar la historia, y en presumir de que habían sido ellos sus mejores clientes. ¡Basura humana! ¡Inmundicia! Cuanto más les oía decir estas cosas, más dudaba de que no fuesen en verdad ciertas, y más odiaba a Luna por ello. Hasta tal punto crié estas mentiras, que me juré a mí mismo destrozarle las entrañas con un cuchillo cuando volviera.
Pero no volvió.
Escuché que se había ido al politécnico, muchas veces escapaba de clase para rondar aquel centro, acabé viviendo en la misma puerta durante casi un año, pero jamás la vi. Y la olvidé, la fui olvidando. Empero, ya no era capaz de querer a nadie, todas eran escoria cuando se me ocurría compararlas con ella, nunca me sentía ya vivo, sino que me faltaba un pedazo para estar completo.
Empecé a beber muchísimo alcohol, juro que intentaba matarme, sin embargo, sólo lograba ir destrozando mi vida. Una noche estaba en la plaza dedicada a Vicente Aleixandre y le hablaba al busto, y lloraba bajo su vista, cuando tomé el teléfono y llamé a su casa.
-¿Diga?
-¿Está Luna?
-¿Quién eres?
-Un amigo.
-¿Qué amigo?
-Alberto…
-Alberto, Luna se suicidó hace más de un año.
Sé que jamás me lo habría contado de no haber oído mi nombre, había tanto rencor en la voz de aquella madre… Me asusté, tuve la certeza de que era conocedora de cada detalle. Durante muchos meses fui incapaz de gozar de un instante de calma, cada vez que sonaba el telefonillo, que recibía una carta, que vibraba mi móvil, que una mujer me observaba en la calle, sentía próximo mi castigo, que jamás se vio concretado.
Luna se marchó sin redimirme, murió habiendo ensuciado su blancura. No conseguí que su níveo espíritu me limpiase, sino que llegué tarde, envuelto en los falsas promesas de salvación, y lo destruí, lo enmarañé hasta la perpetuidad del llanto. Siempre mantuve la pena de no haberla librado, de saber que se pudrió la carne sobre el hueso sin serme entregada a mí primero, de no haberme atrevido a buscarla para arrancarla de la tierra, a la que ella tanto temía, y repartirla a cambio por los bosques en que hubiera querido yacer.
Sólo a ella la quise, jamás ha podido nadie opacarla. Y, si la hubiese conocido en el preciso instante, jamás se habrían desecho sus alas ni me habría oscurecido yo por apreciar su caída. Cómo me atormenta este lamento, aún sufro imaginando el mundo que nos construí, su mitad aún me falta.