William Acton se incorporó. El reloj sobre la chimenea dio las doce de la noche.
Se miró las manos y miró el cuarto a su alrededor y miró al hombre que yacía en el
piso. William Acton, cuyos dedos habían apretado teclas de máquinas de escribir y
hecho el amor y freído jamón con huevos en tempranos desayunos, había ahora
cometido un crimen con los mismos dedos verticilados.
Nunca había pensado en ser escultor, y sin embargo, en este momento, mirando
entre sus manos el cuerpo tendido en el pulido piso de madera, advirtió que
apretando, retorciendo, remodelando de algún modo la arcilla humana, había
transformado a este hombre llamado Donald Huxley, le había cambiado la cara, y
hasta la forma del cuerpo.
Con un leve movimiento de los dedos había borrado el particular brillo de los ojos
grises de Huxley, y lo había reemplazado con la ciega opacidad de un ojo helado en
su órbita. Los labios, siempre rosados y sensuales, se habían levantado para
mostrar los dientes equinos, los incisivos amarillos, los caninos manchados de
nicotina, los molares con incrustaciones de oro. La nariz, antes también rosada, era
ahora veteada, pálida, descolorida, como las orejas. Las manos de Huxley, sobre el
piso, estaban abiertas, y por primera vez suplicaban y no exigían.
Si, era una obra de arte. En conjunto, el cambio había favorecido a Huxley. La
muerte lo había transformado en un hombre más tratable. Ahora uno podía hablar
con él, y él tenía que escuchar.
William Acton se miró los dedos.
Estaba hecho. No podía retroceder. ¿Lo habia oído alguien? Escuchó. Afuera
continuaban los ruidos normales del tránsito tardío. Nadie golpeaba la puerta de la
casa, ningún hombro intentaba transformarla en leña, ninguna voz exigía entrar.
Había cometido el asesinato, había enfriado la arcilla, y nadie lo sabía.
¿Ahora qué? El reloj había dado las doce de la noche. Todos sus impulsos
estallaban en una histeria que lo arrastraba hacia la puerta. Apresúrate, corre, no
vuelvas nunca, salta a un tren, llama a un taxi, vete, corre, camina, pasea, ¡pero
aléjate de aquí!
Las manos se le movieron ante los ojos, flotando, volviéndose.
Las torció y retorció con lentitud, deliberadamente; parecían aéreas, livianas como
plumas. ¿Por qué las miraba de ese modo? se preguntó a sí mismo. ¿Había algo en
ellas de inmenso interés, de modo que debía hacer una pausa, luego de una exitosa
estrangulación, y examinarlas verticilo por verticilo?
Eran manos comunes. Ni gruesas, ni flacas; ni largas, ni cortas; ni velludas, ni
desnudas; poco cuidadas y sin embargo limpias; poco blandas y sin embargo sin
callos; sin arrugas y sin embargo tampoco lisas; nada criminales y sin embargo
tampoco inocentes. Parecía como si fuesen milagros que debía mirar.
Pero no le interesaban las manos como manos, ni los dedos como dedos. En la
entumecida intemporalidad que había seguido a la violencia, sólo le interesaban las
puntas de los dedos.
El tic-tac del reloj sonaba sobre la chimenea.
Se arrodilló junto al cuerpo de Huxley, sacó un pañuelo del bolsillo de Huxley, y
limpió con él el cuello de Huxley. Frotó y masajeó el cuello y restregó la cara y la
nuca con feroz energía. Luego se incorporó.
Miró el cuello. Miró el piso pulido. Se inclinó lentamente, y sacudió el polvo con el
pañuelo. En seguida frunció el ceño y frotó el piso. Primero, cerca de la cabeza del
cadáver; después, cerca de los brazos. Limpió cuidadosamente el piso hasta un
metro alrededor del cadáver. Luego limpió el piso hasta dos metros alrededor del
cadáver. Luego limpió el piso hasta tres metros alrededor del cadáver. Luego...
Se detuvo.
En un momento le pareció ver toda la casa, las paredes con espejos, las puertas
talladas, los espléndidos muebles, y tan claramente como si la repitieran palabra
por palabra oyó la charla que habían tenido Huxley y él mismo sólo hacia una hora.
Un dedo en el timbre de Huxley. La puerta de Huxley se abre.
— ¡Oh! -dice Donald Huxley sorprendido-. Eres tú, Acton.
— ¿Dónde está mi mujer, Huxley?
— ¿Piensas que te lo diré realmente? No te quedes ahí, idiota. Si quieres discutir el
asunto, entra. Por esa puerta. Allí, en la biblioteca.
Acton había tocado la puerta de la biblioteca.
— ¿Bebes?
— Un trago. Lo necesito. No puedo creer que Lily se haya ido, que ella...
— Ahí hay una botella de borgoña, Acton. ¿No te importa sacarla del armario?
Sí, sácala. Tómala. Tócala. La había tocado.
— Hay algunas primeras ediciones interesantes allí, Acton. Mira esa
encuadernación, siéntela.
— No vine a ver libros. Yo...
Había tocado los libros y la mesa de la biblioteca y la botella de borgoña y los vasos
de borgoña.
Ahora, en cuclillas junto al frío cuerpo de Huxley, con el pañuelo en los dedos,
inmóvil, miró la casa, los muros, los muebles de alrededor, con los ojos cada vez
más abiertos, la mandíbula caída, asombrado por lo que había hecho y lo que veía.
Cerró los ojos, dejó caer la cabeza, arrugó el pañuelo entre las manos,
apelotonándolo, mordiéndose los labios.
Las huellas digitales estaban en todas partes, ¡en todas partes!
— ¿No te importa traer el borgoña, Acton, eh? ¿La botella de borgoña, eh? ¿Con tus
dedos, eh? Estoy terriblemente cansado. ¿Entiendes?
Un par de guantes.
Antes de hacer nada más, antes de limpiar otra área, debía conseguir un par de
guantes. O imprimiría otra vez su identidad, sin darse cuenta.
Se metió las manos en los bolsillos. Caminó por la casa, hasta el paragüero, las
perchas. El abrigo de Huxley. Dio vueltas los bolsillos.
No había guantes.
Otra vez con las manos en los bolsillos, subió las escaleras, moviéndose con una
medida rapidez, no permitiéndose a sí mismo ningún frenesí, ningún desorden.
Había cometido el error inicial de no llevar guantes (pero, después de todo, no
había planeado un asesinato, y su subconsciente, que podía haber anticipado el
crimen, ni siquiera le había insinuado que debía ponerse guantes antes que
terminara la noche), de modo que ahora tenía que pagar su pecado de omisión. En
alguna parte en la casa debía de haber un par de guantes. Tenía que apresurarse.
Había una posibilidad de que alguien visitase a Huxley, aun a esta hora. Amigos
ricos que venían a beber o habían bebido en otra parte, que reían, gritaban, iban y
venían sin un hola ni un adiós. Podía ocurrir en cualquier momento, y a las seis de
la mañana los amigos de Huxley vendrían a buscarlo para ir al aeropuerto y viajar a
la ciudad de México.
Acton corrió en el piso de arriba abriendo cajones, usando el pañuelo como un
secante. Abrió setenta u ochenta cajones en seis cuartos, dejándolos, podría
decirse, con la lengua afuera, corriendo a abrir otros. Se sentía desnudo,
imposibilitado de hacer algo hasta que tuviera los guantes. Podía fregar toda la
casa con el pañuelo, pasándolo por todas las superficies donde había dejado quizá
sus huellas digitales y luego accidentalmente tocar una pared aquí o allí, ¡sellando
de ese modo su propio destino con un retorcido símbolo microscópico! ¡Sería como
poner su estampilla de aprobación al crimen, eso sería! Como aquellos sellos de
cera de los viejos días cuando se abrían los crujientes papiros, se hacían florecer las
tintas, se espolvoreaba todo con arena, y se apretaban al pie los anillos de sello
mojados en caliente cera roja. ¡Así sería si dejaba una sola, debía recordarlo, una
sola huella digital en la escena! Aunque aprobara el crimen no podía llegar al
extremo de ponerle un sello.
¡Más cajones! No pierdas la cabeza, mira bien, ten cuidado, se dijo a sí mismo.
En el fondo del cajón ochenta y cinco encontró unos guantes.
— ¡Oh, Señor, Señor!
Cayó contra el escritorio, suspirando. Se probó los guantes, los alzó, los flexionó
orgullosamente, los abotonó. Eran suaves, grises, gruesos, impermeables. Podía
hacer cualquier cosa ahora sin dejar huellas. Se llevó el pulgar a la nariz ante el
espejo de la alcoba, chasqueando la lengua.
— ¡No! -gritó Huxley.
Qué plan malvado había sido.
Huxley había caído al piso, ¡a propósito! ¡Oh, qué hombre perversamente listo!
Huxley había caído en el piso de madera, arrastrando a Acton. ¡Habían rodado
dando golpes y manotazos en el piso, estampando y estampando frenéticas huellas
digitales! Huxley había conseguido alejarse unos pocos centímetros, ¡y Acton se
había arrastrado detrás para echarle las manos al cuello y apretárselo hasta que la
vida salió de él como pasta que sale de un tubo!
Con los guantes puestos, Acton volvió a la sala, y se arrodilló en el piso, y se puso
laboriosamente a la tarea de limpiar cada maldito centímetro infectado. Luego se
acercó a una mesa y frotó una pata, subiendo a lo largo de las molduras. Llegó
arriba y tropezó con un tazón de fruta de cera. Pulió la plata afiligranada, sacó las
frutas y las limpió dejando sólo la del fondo.
— Estoy seguro de que no las toqué -dijo.
Luego se encontró con un cuadro enmarcado que colgaba encima de la mesa.
— Ciertamente, no he tocado eso -dijo.
Se quedó mirándolo.
Lanzó una ojeada a todas las puertas de la sala. ¿Qué puertas había abierto esa
noche? No podía recordarlo. Límpialas todas, entonces. Empezó con los pestillos,
hasta que resplandecieron, y luego restregó las puertas de la cabeza a los pies. No
podía correr riesgos. Luego revisó todos los muebles de la sala y limpió los brazos
de los sillones.
— Esa silla en que estás sentado, Acton, es una vieja pieza Louis XIV. Siente ese
material -dijo Huxley.
— ¡No vine a hablar de muebles, Huxley! Vine por Lily.
— Oh, vamos, no puedes tomarte el asunto tan en serio. Ella no te quiere, ya
sabes. Me dijo que irá conmigo a México, mañana.
— ¡Tú y tu dinero y tu condenado mobiliario!
— Es un hermoso mobiliario, Acton. Tócalo, interpreta bien tu papel de huésped.
Podían descubrirse huellas digitales en los tapizados.
— ¡Huxley! -William Acton miró fijamente el cadáver-. ¿Sospechaste que iba a
matarte? ¿Lo sospechó tu subconsciente, como el mío? ¿Y te dijo tu subconsciente
que me hicieses correr por la casa tomando, tocando, acariciando libros, platos,
puertas, sillas? ¿Eras tan inteligente y tan perverso?
Limpió todos los sillones y sillas con el apretado pañuelo. Luego recordó el cuerpo.
Se inclinó sobre él y lo frotó primero por este lado, luego por este otro, bruñendo
todas sus superficies. Hasta lustró los zapatos, gratis.
Mientras lustraba los zapatos, un leve estremecimiento de preocupación le pasó por
la cara. Al fin se levantó y se acercó a la mesa.
Sacó y pulió la fruta de cera del fondo del tazón.
— Mejor así -murmuró, y volvió al cuerpo.
Pero cuando se inclinaba hacia el cuerpo, pestañeó, y le tembló la mandíbula. Se
íncorporó y se acercó otra vez a la mesa.
Frotó el marco del cuadro.
Mientras frotaba el marco del cuadro, descubrió...
La pared.
— Eso -dijo- es tonto.
— ¡Oh! -gritó Huxley, rechazando a Acton. Lo empujó mientras luchaban, y Acton
cayó tocando la pared, y corrió otra vez hacia Huxley. Estranguló a Huxley. Huxley
murió.
Acton dejó resueltamente la pared, trastabillando. Los gritos y la acción se
apagaron en su mente. Miró las cuatro paredes.
— ¡Ridículo! -dijo.
De reojo vio algo en una pared.
— Me niego a mirar -dijo para distraerse a sí mismo-. ¡Ahora la próxima habitación!
Seré metódico. Veamos... Estuvimos en el vestíbulo, la biblioteca, esta sala, el
comedor y la cocina.
Había una mancha en la pared, detrás.
Bueno, ¿había una mancha o no?
Se volvió enojado.
— Muy bien, muy bien, sólo para estar seguro.
Se acercó y no pudo encontrar ninguna mancha. Oh, una pequeñita, sí, allí. La
borró. De todos modos no era una huella digital. Terminó de borrarla, y su mano
enguantada se apoyó en la pared, y miró la pared y cómo se extendía a la derecha
y a la izquierda, y por encima de su cabeza y hasta sus pies.
— No -dijo suavemente.
Miró hacia arriba y hacía abajo y de costado y dijo en voz baja:
— Eso sería demasiado.
¿Cuántos metros cuadrados?
— Me importa un bledo -dijo.
Pero, como desconocidos, sus dedos enguantados se movían ya sobre la pared.
Espió la mano y el empapelado del muro. Miró por encima del hombro el otro
cuarto.
— Debo ir allá y limpiar lo más importante -se dijo, pero la mano se quedó allí,
como para sostener la pared, o sostenerlo a él. Se le endureció la cara.
Sin una palabra empezó a fregar el muro, hacia arriba y abajo, hacia arriba y
abajo, hacia adelante y atrás, arriba y abajo, arriba estirándose en puntillas de
pies, abajo inclinándose todo lo posible.
— ¡Ridículo, oh, Señor, ridículo! Pero debes estar seguro, le dijo su pensamiento.
— Sí, uno tiene que estar seguro -replicó. Terminó con una pared, y entonces... Se
acercó a otra pared.
— ¿Qué hora es?
Miró el reloj de la chimenea. Había pasado una hora. Era la una y cinco.
Sonó el timbre de calle.
Acton se endureció, clavando los ojos en la puerta, el reloj, la puerta, el reloj.
Alguien golpeaba ruidosamente.
Pasó un largo rato. Acton no respiraba. Le faltó el aire y empezó a caer,
tambaleándose. En su cabeza rugió un silencio de olas frías que rompían como
truenos en pesadas rocas.
— ¡Eh, ahí adentro! -gritó una voz de borracho-. ¡Sé que estás ahí, Huxley! ¡Abre,
maldito! Es el chico Billy, borracho como una cuba! Huxley, viejo compañero, más
borracho que dos cubas.
— Vete -murmuró Acton silenciosamente, apretado contra la pared.
— Huxley, estás ahí, te oigo respirar -gritó la voz borracha.
— Sí, estoy aquí -murmuró Acton, sintiéndose largo y tendido y torpe en el piso,
torpe y frío y mudo-. Sí.
— ¡Demonios! -dijo la voz perdiéndose en la niebla. Las pisadas se apagaron-.
Demonios...
Acton se quedó tendido un tiempo sintiendo que el rojo corazón le golpeaba en los
ojos cerrados, en la cabeza. Cuando al fin abrió los ojos, vio la limpia pared que se
alzaba ante él. Al cabo de un rato se animó a hablar:
— Tonterías -dijo-. Esa pared no tiene una mancha. No la tocaré. Apresúrate.
Apresúrate. No hay tiempo, tiempo. ¡Sólo faltan unas pocas horas para que lleguen
esos condenados amigos!
Se dio vuelta alejándose.
Vio de reojo las telitas de araña. Cuando les volvió la espalda, las arañitas salieron
de la madera y tejieron delicadamente sus frágiles telitas casi invisibles. No en la
pared de la izquierda, que acababa de limpiar, sino en las otras tres que aún no
había tocado. Cada vez que las miraba directamente, las arañas se metían en las
grietas de la madera, y salían cuando él se alejaba.
— Estas paredes están bien -insistió casi gritando-. ¡No las tocaré!
Se acercó a un escritorio donde Huxley había estado sentado. Abrió un cajón y sacó
lo que buscaba. Una pequeña lupa que Huxley usaba a veces para leer. Tomó la
lupa y fue hasta la pared, incómodo.
Huellas digitales.
— ¡Pero éstas no son mías! -Acton río nerviosamente-. ¡Yo no las puse ahí! ¡Estoy
seguro! ¡Un sirviente, un mayordomo, quizá una mucama!
La pared estaba llena de huellas.
— Mira ésta -dijo-. Larga y afilada, de mujer. Apostaría todo mi dinero.
— ¿Apostarías?
— ¡Apostaría!
— ¿Estás seguro?
— ¡Sí!
— ¿Realmente?
— Bueno... si.
— ¿Absolutamente?
— ¡Si, maldita sea, sí!
— Bórrala de todos modos, ¿por qué no?
— ¡Allá va, Dios mío!
— Fuera con esa condenada mancha, ¿eh, Acton?
— Y ésta otra de al lado -se mofó Acton-. Es la huella de un hombre gordo.
— ¿Estás seguro?
— ¡No empieces otra vez! -estalló Acton, y la borró.
Se sacó un guante y alzó la mano, temblando, a la luz deslumbrante.
— ¡Mira, idiota! ¿Ves cómo van los verticilos? ¿Ves?
— ¡Eso no prueba nada!
— ¡Oh, bueno, bueno!
Rabioso, frotó la pared de arriba a abajo, de derecha a izquierda, con las manos
enguantadas, sudando, gruñendo, jurando, doblándose, incorporándose, con una
cara cada vez más encendida.
Se sacó la chaqueta y la puso en una silla.
— Las dos -dijo, terminando la pared, mirando el reloj.
Se acercó al tazón de la mesa y sacó las frutas de cera y frotó la del fondo y la
puso otra vez en su sitio y frotó el marco del cuadro.
Miró la araña de luces.
Los dedos se le retorcieron a los lados del cuerpo.
Se le abrió la boca y la lengua se le movió sobre los labios y miró la araña y apartó
los ojos y miró otra vez la araña y miró el cuerpo de Huxley y luego la araña con
sus largas perlas de cristal de arco iris.
Trajo una silla y la puso bajo la lámpara y apoyó un pie en el tapizado y lo bajó y
arrojó la silla violentamente, riéndose, a un rincón. Luego salió corriendo del cuarto
dejando una pared sin limpiar.
En el comedor se acercó a la mesa.
— Quiero mostrarte mi cuchillería gregoriana, Acton -había dicho Huxley. ¡Oh,
aquella voz casual e hipnótica!
— No tengo tiempo -dijo Acton-. Tengo que ver a Lily...
— Tonterias, observa esta plata, esta exquisita orfebrería.
Acton se detuvo junto a la mesa donde se alineaban las cajas de cubiertos, oyendo
una vez más la voz de Huxley, recordando cuántas veces los había tocado.
Fregó los tenedores y cucharas, y descolgó de la pared todos los platos decorativos
y todas las cerámicas especiales...
— Mira esta hermosa pieza de cerámica de Gertrude y Otto Nazler, Acton. ¿Conoces
sus trabajos?
— Es hermosa.
— Tómala. Dala vuelta. Mira la hermosa delgadez del tazón, trabajado a mano en la
mesa giratoria, fino como una cáscara de huevo, increíble. ¿Y el asombroso lustre
volcánico? Tómalo, adelante. No me importa.
Tómalo. Adelante. ¡Recógelo!
Acton sollozó entrecortadamente. Lanzó la pieza contra la pared. La cerámica se
hizo trizas desparramándose en copos por el piso.
Un instante después Acton estaba de rodillas. Había que encontrar todos los
pedazos, todos los fragmentos. ¡Tonto, tonto, tonto! se gritó a sí mismo,
sacudiendo la cabeza y cerrando y abriendo los ojos y metiéndose debajo de la
mesa. Encuentra todos los pedazos, idiota, no hay que olvidar uno solo. ¡Tonto,
tonto! Los juntó. ¿Están todos? Los puso sobre la mesa, ante él. Miró otra vez
debajo de la mesa y debajo de las sillas y los aparadores y gracias a la luz de un
fósforo encontró otro fragmento más y se puso a frotar cada pedacito como si
fuesen piedras preciosas. Los dejó ordenadamente sobre la brillante mesa pulida.
— Una hermosa pieza de cerámica, Acton. Adelante... tócala.
Acton sacó los manteles y servilletas y los frotó, y frotó las sillas y mesas y pestillos
y ventanas y anaqueles y cortinas, y frotó el piso y entró en la cocina, jadeando,
respirando violentamente, y se sacó el chaleco y se ajustó los guantes y frotó los
cromos resplandecientes...
— Te mostraré mi casa -dijo Huxley-. Ven...
Y Acton limpió todos los utensilios y los grifos de bronce y las ollas, pues ahora ya
no recordaba qué cosas había tocado y cuáles no. Huxley y él habían estado un rato
aqui en la cocina. Huxley orgulloso de su batería, ocultando su nerviosidad ante la
presencia de un potencial asesino, quizá queriendo estar cerca de los cuchillos, que
podía necesitar... Habían estado un rato allí, tocando esto, aquello, alguna otra
cosa, no podía recordar qué o cuánto o cuántas veces. Acton terminó con la cocina
y cruzó el vestíbulo y entró otra vez en la sala donde yacía Huxley.
Acton gritó.
¡Había olvidado la cuarta pared! Y mientras se había ido, las arañitas habían salido
de la cuarta pared sucia y habían corrido por las paredes limpias, ensuciándolas
otra vez! En el cielo raso, desde el candelero, en los rincones, en el piso, ¡un millón
de tejidas telas se estremeció con su grito! Mínimas, mínimas telitas, no más
grandes qué, irónicamente, tu... dedo.
Mientras Acton miraba, otras telas aparecieron sobre el marco del cuadro, el tazón
de fruta, el cadáver, el piso. Las huellas cubrían el cortapapeles, los cajones
abiertos, la superficie de la mesa, huellas, huellas, huellas en todo, en todas partes.
Acton frotó el piso furiosamente, furiosamente. Hizo rodar el cuerpo y lloró sobre él
mientras lo limpiaba, y se incorporó y se acercó a la mesa y límpió la fruta en el
fondo del tazón. Luego puso una silla bajo la lámpara, y se subió a la silla y limpió
cada llamita colgante, sacudiéndola como una pandereta de cristal, hasta que la
llama sonó como una campanilla. Luego saltó de la silla y frotó los pestillos y se
subio a otras sillas y refregó las paredes más arriba y corrió a la cocina y sacó una
escoba y quitó las telas de araña del cielo raso y limpió la fruta en el fondo del
tazón y lavó el cuerpo y los pestillos y la platería y encontró la barandilla de la
escalera y siguió la barandilla hasta el primer piso.
¡Las tres! En todas partes, con una furiosa y mecánica intensidad sonaban los
relojes. Había doce cuartos abajo y ocho arriba. Imaginó los metros y metros de
espacio y tiempo que necesitaba. Cien sillas, seis sillones, veintisiete mesas, seis
radios. Y abajo y arriba y detrás. Separó los muebles de las paredes, y sollozando,
les sacó el polvo de muchos años atrás, y se tambaleó y siguió la barandilla hacia
arriba, sosteniéndose, borrando, fregando, puliendo, pues si dejaba una sola
huellita se reproduciría, y habría otra vez un millón de huellas. Habría que repetir el
trabajo, ¡y ya eran las cuatro! Le dolían los brazos y se le habían hinchado los ojos
que se clavaban fijamente en todas las cosas, y se movía pesadamente, sobre
piernas extrañas, cabizbajo, moviendo los brazos, frotando y restregando,
dormitorio por dormitorio, armario por armario.
Lo encontraron a las seis y media de la mañana.
En el altillo.
La casa entera resplandecía. Los floreros brillaban como astros de vidrio. Las sillas
parecían barnizadas. Los hierros, los bronces y los cobres relucían. Los pisos
chispeaban. Las barandillas centelleaban.
Todo fulguraba, todo destellaba. ¡Todo era brillante!
Lo encontraron en el altillo frotando los viejos baúles y los viejos marcos y las
viejas sillas y los viejos juguetes y cajitas de música y floreros y cubiertos y
caballos de madera y monedas polvorientas de la guerra civil. Acababa de limpiarlo
todo cuando el oficial de policía entró con un revólver.
— ¡He terminado!
Cuando dejaba la casa, Acton frotó con su pañuelo el pestillo de la puerta de calle y
cerró con un portazo triunfal.