Una breve crónica de mi primeros contactos con el sanatorio debe empezar contando la verdad pero como estoy loco, en paro, sin dinero y soy escéptico considero que no lograré arribar a ninguna orilla de verdad y , acaso, ofreceré una deformación personal del horror que me ha crecido esta semana.
En autobús, dos horas y media siguiendo las indicaciones de mi afable Psiquiatra. Llevo en un dossier todo mi historial clínico y una foto, de una chica, ni de lejos mi novia. La cosa viene de lejos y se ha ido arrastrado, al principio moribunda para acabar irguiéndose frente a mi con osadía, la cosa es mi trastorno; mi psiquiatra dice que en mi caso la cosa en sí no es tan grave, lo grave es mi actitud hacia la cosa y ese es el caso. Que no me tomo en serio nada, que así no haré progresos. Ha ido, junto a la vía paralela de la farmacopea, ofreciéndome un tratamiento progresivo. Una de las fases fue aprender griego con su sobrina y ahora me hallo en la antesala del último escalafón. Si no logro cambiar mi modo de tratar mi trastorno entonces mi psiquiatra deducirá que soy incapaz de gobernarme y por el poder que el Estado le ha conferido me declarará loco de remate. Con lo que ello conlleva.
Así que la quincena en el sanatorio es un aviso de mi paternal gurú. Mis pertenencias se reducen a: el segundo libro que mi primo se ha de leer, Pedro Páramo, un cuaderno y un reloj antiguo que no funciona pero que causa buena impresión. No he logrado que mi primo me prestase un bolígrafo y he rehusado volver a pactar con él por temor a tener que lavar su ropa para siempre. Mi doctor me informó de que no debía preocuparme por la vestimenta ni por la comida que allí dónde iba no faltaban pijamas y purés.
Mi tía me ha acompañado hasta el porche y me ha dicho que o volvía cambiado o que me buscará otro sitio donde dormir y mi primo ha insistido en que le envíe pronto el trabajo.
El sanatorio es un chalet muy grande a las afueras de un pueblito donde no vive nadie. Todo allí es campo y arboles y el aire que se respira está loco. He cruzado la verja del exterior y me he adentrado en un jardín donde pululaban decenas de hombrecillos y mujercitas ataviados con pijamas trazados de colores pálidos. Conforme he ido andando hacia la entrada de la casa algunos me han mirado y otros ni me han visto, pero todos emitían ruidos diversos, ronquidos, aullidos, tarareos y eructos. Una anciana que tenía un bebe de juguete en el regazo me ha dicho que si tengo paciencia podré desposar a su hija. Y me he acordado de la foto que llevaba en el dossier, ella, una chica, no mi novia, pero quizá.
Dentro, a la derecha, una mesita dónde una mujer joven escribía en el ordenador. Me ha saludado y me ha pedido el dossier, hablándome todo el rato muy despacio, pausadamente y en un tono conciliador. Ha aparecido un hombre con uniforme y me ha llevado a una habitación donde he encontrado un pijama y unas zapatillas.
Entonces ha venido otra mujer joven y me he hartado un poco de que haya tanta mujer joven metida en esa mierda de sanatorio mientras afueran los internos parecen gallinas soltadas a la fresca. Se ha presentado como la psiquiatra al cargo, amiga de mi médico, y ha abordado inmediatamente mi situación, o cambio o acabaré siendo igual que los que están en el jardín, que de mi depende salir del abismo. Ha visto que tenia Pedro Páramo sobre la mesilla y me lo ha confiscando, aduciendo que ya estaba bien de tanta prepotencia y que me conformara con pasear y ver la televisión y utilizar el ordenador para cuestiones imprescindibles.
Luego he bajado a cenar. He podido comprobar que hay tres tipos de internos. Los que están apunto de cruzar el velo maya, los que están más allá de él y los que se lo han comido. Estos últimos no parecen humanos, o mejor, parecen un estado de humanidad tan concentrado que uno se imagina que la gente normal, la que está afuera no hace sino perder el tiempo. Los hay agresivos, los hay escandalosos y los hay ausentes. La comida consiste en puré, agua y pastillas.
La doctora de la mente, Alicia, me ha informado de como transcurrirán mis jornadas. Me levantaré a las seis de la mañana y pasearé una hora, luego desayunaré y a media mañana tendré una sesión con ella, consistente en una batería de preguntas en las que yo deberé exponer con brevedad mis sensaciones. Por la tarde acudiré a terapias grupales para aprender como el resto de internos se desenvuelven con su trastorno. Al final de la semana tendré un examen en el que, según ella, quedará patente si he conseguido "domar" mi enfermedad, eso ha dicho. He salido de su despacho y he visto que en su mesa había un libro muy florido, Alegría, de Paulo Coelho. De golpe he perdido toda la fe en la psiquiatría y en la pericia de Alicia para ayudarme en algo y he podido atisbar en el horizonte del futuro mi internamiento permanente.
A las diez me han obligado a irme a dormir. Por suerte tengo la fotografía de ella conmigo. Fuimos amigos, luego yo me enamoré de ella, luego ella pareció enamorarse de mi y ahora ella tiene novio y yo trato de quedarme dormido mientras en el pasillo y en las habitaciones vecinas se escuchan murmullos y gemidos. En algún lugar de este chalet Alicia debe estar leyendo una página de Alegría, sonriendo, ufana, convencida de que es una excelente psiquiatra y yo un perfecto chalado.