Mi padre, que en la más gloriosa y merecida paz descanse, me contó muchas historias sobre sus aventuras, sus viajes y, lo que más me gustaba, sus batallas. A pesar de ser un feroz guerrero, querido por sus aliados y temido por sus enemigos, era un hombre de paz. Antes de estallar La Guerra Negra por culpa de un insensato mago novicio, mi padre conoció muchas personas de altos cargos de todas las razas, y entre ellos, a los grandes jinetes de dragones, los señores de los vientos de las montañas volcánicas de Warmberg.
Uno de estos jinetes, tenía la costumbre de escribir unos diarios de guerra, que escribía durante el transcurso de las batallas que libraba y anotaba, algunas veces con gran detalle, las cosas que había hecho ese dia sobre el campo de batalla. A mi padre le gustó la idea, y decidió escribir los suyos propios. Él nunca me contó que adquirió esta costumbre, hasta que el dia que falleció, moribundo en su cama, me sucedió su legado, innumerables títulos nobiliarios y un pesado baúl adornado con preciosas piedras élficas, que contenia cientos de diarios de guerra que escribió a lo largo de los años y que contenian todas las atrocidades que cometió sobre la arena. Ni yo mismo creia alguna de las cosas que me contaba, pero cuando las vi reflejadas en esas hojas, derramé una lágrima pensando en el tremendo peso de la conciencia con la que cargaba mi padre.
Me dispongo para la batalla, y mis armas más mortíferas serán la tínta y la pluma.