CUANDO SE ACABA LA LIMONADA
Claudia nació en el mar y, aunque no sabía muy bien el por qué, le encantaba estar allí. Vivía en un pequeño puesto de limonada, junto a unas vías de tren acuáticas por las que una gran locomotora de vapor trascurría de vez en cuando, un par de veces al mes.
La historia de Claudia es especial, como ella mismo supo nada más nacer. Un día, simplemente, abrió los ojos y fue. Tomó forma su mundo y ella supo que aquella sería su vida. Miró a su alrededor y vio que estaba en una pequeña casita de madera, que surgía del agua, con un rótulo pintado a mano que anunciaba en fuertes letras rojas la palabra limonada. Claudia, nacida con unos dieciocho años, tenía algo de la inteligencia propia de la edad y dedujo ella solita que su objetivo en la vida era vender limonada. Al principio el negocio no iba demasiado bien, la gente de la gran locomotora solía salir a fumar en pipa y se subían de nuevo al tren, sin consumir una gota de aquella refrescante limonada. La chica no entendía como, con aquel calor, todos esos señores de bigotes pronunciados no tenían sed y preferían ahogar sus pulmones en espirales de humo.
Los días avanzaron y Claudia se aburría. Exprimía limones, les echaba azúcar y los mezclaba con agua. Exprimir, echar y mezclar. Otra vez: exprimir, echar y mezclar. De nuevo: exprimir, echar y mezclar. Y así decenas de veces para sustituir a los litros de limonada que se echaban a perder, por culpa de aquellos señores con bigotes. Pero algo cambió una mañana, cuando Claudia, que tenía doloridas las manos, se apoyó en el marco de su ventana y miró a un banco de peces azules que seguían a otro pez de color rosa. El pez color rosa se contoneaba con egoísmo consciente, este pez sabía que su precioso tono atraía a los demás y aquello, o al menos así lo intuía Claudia, le gustaba. Entonces la joven calló en la cuenta de algo: ella tenía que ser como ese pez rosa.
A la mañana siguiente se levantó pronto. Desayunó y se duchó. Se miró en el espejo del servicio, desnuda, y posó su atención en sus pechos y en su sexo. Los primeros eran redondos y destacables, de un precioso color rosado que se oscurecía en los pezones; su sexo era delicado, limpio y rasurado. Sintió dentro de sí un cosquilleo. Sabía que hoy vendería mucha limonada.
La chica abrió el armario de su cuarto y sacó su ropa para aquel día. Antes solía coger lo primero que pillaba y con lo que más cómoda se sintiera, pero hoy tenía en mente algo especial: una falda rosa cortita y unos tirantes blancos, de esos apretados. Claudia se lo colocó todo y se volvió a mirar en el espejo. La joven estaba despampanante, rebosante, hasta se sintió con más seguridad en sí misma. La falda apenas le tapaba los labios de su sexo y el top era tan apretado que cuando respiraba sus tetas parecían querer explotar.
Salió afuera y colocó la mesa, la limonada, y se puso al lado, de pie. Ya llegaba la gran locomotora, puntual como siempre. Paró despacio y pronto comenzaron a bajar los señores de bigotes. Todos fumaban y fumaban. Entonces uno se fijó en Claudia. Primero miró sus piernas desnudas, a la chica le gustaba andar descalza, y subió hasta su corta falda, llegando finalmente a su camiseta de tirantes.
Aquel día la limonada se acabó en pocos minutos.
Ya de noche, Claudia se puso a reflexionar sobre aquello. Recordó a los hombres de bigotes y sus miradas. Sintió como el dinero que pagaban no era por su limonada, sino por su falda y sus tetas. Volvió, entonces, a sentir aquel cosquilleo, sólo que esta vez fue más intenso. Éste apareció en medio de sus muslos, cerca de su sexo. La chica no sabía qué estaba pasando, pero empezó a respirar muy fuerte. El corazón bombeaba sangre con rapidez. Su respiración se entrecortaba. Sintió calor y se quitó la ropa. Se miro a sí misma y recordó a los señores de bigotes. No supo realmente qué le llevo a hacer aquello, pero cerró los ojos y se introdujo el dedo índice entre sus labios. Bajó el mismo dedo a sus otros labios y lo metió con fuerza. Emitió un leve grito. Abrió los ojos, se miró a la mano entre sus piernas. Veía borroso y la oscuridad de la noche la acompañaba. La luna se colaba por las rendijas de la persiana bajada. Claudia sentía que hacía algo prohibido y eso la excitaba aún más. Todos aquellos señores con bigotes. Se metió ahora otro dedo. Ya tenía dos. Uno más, pensó. Otro, Claudia, se dijo a sí misma. Se frotaba con rapidez. No tardó mucho tiempo en manchar la cama.
A la mañana siguiente Claudia se sentía sucia y pasó mucho rato debajo de la ducha. El vapor de agua acondicionaba la estancia y provocó en la chica que sus pulmones respiraran con dificultad. Aquello la excitó. Se apoyó contra la pared, justo debajo del mango por donde caía el agua, que colgaba arriaba, y se volvió a masturbar. Su culo rozaba contra el mármol frío del baño. Esta vez no supo cuando se corrió, pues el agua bailaba por todos sitios.
Dame dos vasos. A mí tres. Otro por aquí. Todos los señores con bigotes estaban acabando con las existencias, y eso que, siendo previsora Claudia, había exprimido más limones que nunca. La joven no paraba de vender. Una limonada, una mirada a sus tetas. Otra limonada, una mirada a su sexo. Dos limonadas, un señor de bigotes recortados las agarró con fuerza, tanta como lo que parecía querer salirse de su pantalón. ¿Qué sería eso, pensó Claudia? El tren avisó de que se marchaba, pero la chica sentía curiosidad.
Disculpe, dijo, ¿qué es aquello que tiene ahí? El señor de grandes bigotes recortados la miró. Puedo enseñártelo, propuso. ¿Y su tren? Descuida, puedo irme andando. ¿Por el mar? Claro. Y Claudia lo pasó a su habitación. El señor de bigotes se quitó los pantalones y le enseñó a la chica algo que nunca había visto. Aquello tenía la misma forma que uno de sus morteros en la cocina, pero éste era de carne y tenía venas. Puedes tocarlo, propuso el señor de bigotes recortados. Claudia se acercó y agarró aquella forma alargada y gruesa. Incluso puedes metértelo en la boca, sugirió el hombre. ¿Se puede comer?, preguntó la chica. Sí, contestó el señor de los bigotes, quien empezaba ahora a respirar con ahínco. Al principio a Claudia le sorprendió aquel sabor, parecía estar comiéndose un dedo pero con un aroma mucho más intenso. Miró hacia arriba y vio como el dueño de aquella cosa no paraba de gemir. Chúpamela más deprisa, chica. Claudia obedeció pues ella volvió a sentirse sucia y las cosquillas aparecieron entre sus piernas. Ésta se subió la falda y se metió un par de dedos mientras lamía aquella forma. Al poco, cuando ella empapó el suelo, su cara se llenó de un líquido blanco.
Miraba por la ventana a la luna. La noche era alta y Claudia se sentía de nuevo sucia. Contó el fajó de billetes que el señor de bigotes recortados le había dado y se tumbó en la cama, con la manos entre sus muslos.
Los días pasaron y Claudia comprobó que el boca a boca se había extendido. Muchos señores con bigotes hacían cola en la puerta de la vendedora de limonada. La chica ganaba mucho dinero con aquel negocio y pronto comprendió que era más rentable que vender agua con sabor a limón y a azúcar.
Una tarde, cuando acabó de chupar pollas, pues ya sabía lo que eran, y de metérselas por su sexo, Claudia miró todo el dinero que había ganado en aquel mes. Calló, justo en ese momento, en la cuenta de que no sabía qué hacer con él. Pero bueno, eso ya lo vería.
Claudia había crecido con el paso del tiempo y decidió cerrar su negocio de limonada. Ahora, cada día, llegaban grandes locomotoras con señores de bigotes dispuestos a hacer madurar un poquito más a Claudia, quien, cuando se sentía sucia, se masturbaba para recordarse durante una fracción de tiempo lo que había sido… y lo que era ahora.
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