#241 ¡Muchas gracias! Lo tenía escrito ya de hace algún tiempo, en su día me hizo gracia la cantidad de cosas que podían pasar en la vida mientras esperabas tu mesa en El Bulli.
Aquí va un fragmento que pudo, puede o podrá convertirse en algo:
—Ya se imagina porqué está aquí, ¿verdad?
Noté que estaba enfadado, tal vez furioso, y sabía que eso jugaba en mi contra. Unos 30 años, quizá 40… o 50. Pensé en el eficaz trabajo de las máquinas que por cincuenta céntimos te dicen la edad, dos tipos de peso —el real y el ideal— y la altura con la precisión de un francotirador endocrino. Un minuto después decidí que no sabia la razón por la que estaba encapuchado, maniatado a una silla y sangrando por algún orificio de mi cuerpo. Con suerte, me había tocado un viaje a Berlín con todos los gastos pagados.
—¡Responda de una puta vez!
Lo cual significaba media pensión en un hotel de Singapur.
—Si supiese la razón por la que estoy aquí, señor…
Si el silencio es oro, le debían pagar por horas.
—X, llamémosle señor X. Está bien, si supiese la ra…
Primer golpe. Comprobé que la mejilla humana está perfectamente diseñada para recibir un puño de las mismas características. Ardor, picor, dolor y muchas más palabras estuvieron paseando por mi cara durante diez largos segundos. Mi captor sabía manejar los tempos, los crescendos y el ritmo de un secuestro. Llamémoslo secuestro, llamémoslo cita.
—Vaya, no tiene muy buen sentido del humor, supongo entonces que no se sabrá ese de un francés que…
Segundo golpe. Me da mucha rabia que me interrumpan mientras hablo. Sobre todo si voy a contar algo gracioso. Pero consideré mi posición en el conflicto y decidí que iba a comportarme como cualquier persona en esta situación. Me meé encima, lloré, grité, gemí y supliqué unas ochenta veces que por favor, no me matase.
Quizá hubiese funcionado, quién sabe.
—No, no sé porqué estoy aquí ni sé porqué coño me ha confundido con un saco de arena, pero que sepa que le voy a pasar la factura de mi esteticien.
Esa es buena, odio los esteticiens. Tercer golpe. Sueño, mucho sueño.
He de ser sincero, fue el sueño más plácido y tranquilo de cincuenta segundos que he tenido nunca, pero sólo me dio tiempo a imaginarme media pierna derecha de mujer. Seguramente estaba desnuda, una pena. El agua fría —extremadamente fría, añadiría— creyó que yo era mejor recipiente que el cubo donde había estado viviendo, cosa que me halagó, me despertó y me hizo añorar la primitiva manera que tenía mi madre de levantarme los lunes para ir al colegio.
—A lo mejor eso le ha… refrescado la memoria.
Si lo llego a conocer una lluviosa tarde de otoño, en un café londinense, mientras un pianista contemporáneo interpreta algo de Morton Feldman, ahora mismo estaría casado con él.
—Creo que después de pegarme tres veces tenemos la suficiente confianza como para presentarnos. Me llamo Paul, encantado. Pero tú me puedes llamar Paulie.
Esta técnica la bauticé como psicología afectivo-inversa, mi exmujer me la enseñó. Más tarde se ensañó.
—Ese es su principal problema, no sabe lo que sabemos, no sabe lo que podemos hacer; joder, no sabe absolutamente nada.
Me había acostumbrado a la oscuridad protectora de la capucha que envolvía mi cabeza y a su olor, mezcla de sangre seca, sudor y pollo aux fines herbes, pero una vez más, mi captor fue lo suficientemente amable como para quitármela. En un primer vistazo, lo que encontré al otro lado de mis ojos no me sorprendió en absoluto. Una habitación sin ventanas, unas paredes sin encalar, una vieja silla sin patas y al fondo a la derecha, un hombre sin vida. Al segundo vistazo me di cuenta de que en el primero había visto un cadáver, y eso me estremeció. Era notablemente más cómodo contar con mi visión en una situación así, pero eso implicaba muchas cosas, entre ellas, verle la cara a mi carcelero particular, lo cual no me era nada favorable.
Mentiría si no dijese que era un hombre atractivo, alto, y bastante corpulento, aunque esta última característica ya me la había demostrado hasta tres veces hacía cinco minutos.
—Tengo unos 600€ en la cartera, nada más, lo juro.
Me sentí bastante estúpido por dos razones. La primera, porque seguramente él sabía con más exactitud que yo cuánto dinero había en mi cartera. La segunda era más evidente: no le importaba mi dinero.
—Yo tengo aquí un dossier con toda su miserable vida escrita en Times New Roman, cuerpo 12, doble espacio y sin faltas de ortografía. Doctor Paul Monnagan —tanto él como yo odiábamos mi apellido—, sé exactamente dónde ha estado comiendo, bebiendo, fumando, viviendo y follando sus últimos…—se tomó dos segundos más para leer mi impecable ficha— 36 años. Sé cuál es su marca de cigarrillos favorita, sé su película y su comida preferidas, sé qué tipo de música le gusta. Incluso sé que no le gustan los perros.
—Pequeños, odio profundamente los perros pequeños. Diría que mi odio es inversamente proporcional a su tamaño. ¿Eso también lo pone en la carpeta o quiere que le deje un bolígrafo para apuntarlo?
—¿Ya está bien no le parece? La vida de mucha gente está en sus manos.
—Eso de que está en mis manos es algo relativo, entre otras cosas, porque las tengo atadas a la silla por detrás de mi espalda. No creo que así pueda ayu…
Cuarto golpe. Sinceramente, lo echaba de menos.
—Podemos seguir con este juego de usted-me-vacila-yo-le-pego hasta que me aburra y pasemos al usted-no-colabora-yo-me-lo-cargo. Y le aseguro que no me gusta jugar si sé que voy a ganar.
—Es usted quien tiene mi biografía impresa en papel satinado en sus manos, creo que podemos ahorrarnos las formalidades, ¿no cree, Martin?
Acababa de jugar la baza más peligrosa que tenía, pero ya era hora de salir de aquí. Me había dejado la lasaña fuera del congelador.
—¿Pero qué…?
Me gustaba tener plan B dada la gravedad del asunto. Hace tres veranos fui a un cursillo intensivo de cocina de cinco semanas y aprendí a darle la vuelta a una tortilla. Me bastaron diez minutos de puñetazos e insultos para aprender a dársela metafóricamente. Ahora era yo el que interrumpía las frases.
—La respuesta a esa pregunta es fácil. Entiendo que en Internet no haya un “Manual para un buen seguimiento pasando lo más desapercibido posible, 25ª Edición de lujo”, pero seamos francos, ir con gafas de sol a las 8 de la tarde y leyendo un periódico de hacía tres semanas dice mucho de su sentido común.
No hubo quinto golpe, punto para mí.
—Ah, por cierto —tenía una cuenta pendiente y el farol me había salido de maravilla, así que envidé a grande— ha dicho que mi vida era miserable mientras sostenía un informe de unas ciento cincuenta páginas sobre mí. Le gustará saber que su vida me ocupó un post-it.