Síndrome de Cotard.
Ella está subida a mi espalda, tira de mis alas hasta deformarse los brazos, tiene los músculos agrietados y sus venas caen formando sogas de sangre alrededor de mi garganta. Araña mis hombros con sus uñas amarillas cuando, agachada, orina en el canal de mis vértebras. Su pequeño coño cálido corre entre las espigas de mi dorso, gritando.
-¡Me marcho!
Y yo lo acaricio con mis manos hasta que aborta a un bebé sin cabeza.
Ahí está, es la misma muerte vestida con el salitre de un mar que canta y baila desde que éramos niños, puedo verla entre los huecos de la pared sobre la que se tienden siempre los veranos. Su aria es tan triste como una cuerda de seda y yo me río de su rostro amargo.
A todos tiene habitado, sólo soy el hombre de barro que se ahoga en mitad de una lluvia de aluminio, Dios me ha construido torcido pero ella me sostendrá en sus brazos, hasta que pueda respirar su aliento.
-Suéltame – Supliqué. -Ya he soñado con esto. Además, tengo que ir al baño.