"Pronunciar Barcelona" de Manuel Jabois
Si toda esa gente que se manifestó ayer en Cataluña quisiese la independencia no duden ustedes de que la lograría. Sólo con alinearse todos juntos de las manos por la frontera se separaría de España de un modo tan tierno y físico que el helicóptero de TV3, ensimismado, aterrizaría en París. Esa cadena humana simbolizaría el Muro en su versión solidaria, de la misma manera que hay allí un club de fútbol que no gasta dinero y pronto casinos ecológicos en los que aprender a convivir. El independentismo como hecho diferencial español funciona bien visualmente pero le falta sentido práctico. En Cataluña, por ejemplo. Si es verdad que salieron dos millones de personas a la calle a pedir la independencia y se volvieron para sus casas sin lograrla, algo está fallando. Con dos millones de personas rodeas un edificio, llamas a la CNN y mañana te dan a firmar lo que sea para que te constituyas nación y hasta nación modelo, por no perder la costumbre. Claro que no es lo mismo tener ganas de independizarse que independizarse. Cataluña sin ganas de independizarse sería una nación más, no algo más que una nación. La causa de la libertad se desplazaría al Valle de Arán, donde querrían despojarse de la opresión de Barcelona. Una cosa es pronunciar Barcelona como la pronunciaba Woody Allen -que le dedicó una película por la que Cataluña casi se va de España, pero a patadas-, y otra como la pronunciaría uno del Valle de Arán, con las mismas ganas que Madrit. Por algo la Diada más gloriosa, jornada que conmemora una derrota, se celebra dos semanas después de pedir el rescate y con el presidente de la Generalitat presumiendo de una manifestación a la que no va pero sí su mujer. La independencia catalana como los recados del franquismo: mandar a la señora y que se entretenga en la panadería.