3.6. Represión laboral.
El trabajo, como cualquier otro medio de supervivencia en la España de posguerra, se
convirtió en una parte fundamental del botín de la victoria, en la recompensa para todos
aquellos que habían colaborado en el triunfo de la sublevación. Para ello vieron la luz la
ley para la depuración del funcionariado (10 febrero 1939) y la de empleo público (25
agosto 1939). La primera perseguía desalojar de la administración pública a todo el personal
que no pudiese acreditar su afección a la rebeldía, privar de su trabajo y medio de
vida a los desafectos (a veces condenándolos, por edad y habilidades, a la marginali dad), eliminar toda su influencia social y, finalmente y aprovechando el hueco creado,
asegurar un puesto de trabajo a los más fieles. La segunda consagraba precisamente esta
última circunstancia al reservar el 80% de las plazas que saliesen a concurso para los
apoyos de la dictadura: mutilados, oficiales provisionales, excombatientes, huérfanos de
la represión republicana, etc. La purga más feroz, quizá por ser la mejor estudiada, se
desató contra la mejor realización de la República, la educación, pero no hay que perder
de vista que las hubo también fuera de la administración pública y afectaron tanto a tra
bajadores de empresas privadas como a profesionales liberales de todo tipo [27].
En el reparto de puestos de trabajo en la administración, en empresas, o en el partido,
reside sin duda una de las bases del apoyo social inquebrantable que fue capaz de cose
char la dictadura. Un trabajo de este tipo, aunque mal remunerado, era mucho más de lo
que la mayoría podía soñar, y contribuía aun más a la división de la sociedad, entre los
que comían y salían adelante (los vencedores) y los que no. Esto ha llevado a algunos
autores a hablar de un nuevo resurgir del clientelismo, esta vez de Estado y de partido,
también llamado “clientelismo burocrático” (Robles Egea 242).
El final de la guerra trajo consigo una profunda transformación de las relaciones labora
les como consecuencia de la derrota total de la clase trabajadora. Una transformación
que consistió básicamente en la recuperación por parte de la patronal, y sin apenas interferencias,
de un amplio margen de maniobra a la hora de fijar las condiciones de traba
jo, al tiempo que las fuerzas militares de orden público les resolvían los conflictos laborales.
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El marco legal creado para la represión laboral se inaugura con la creación de la Organización
Sindical Española (OSE) en 1940 cuyas funciones básicas se resumen en en cuadrar, disciplinar, disuadir ante posibles actitudes de protesta y reprimir eventualmente
a los trabajadores. La Ley de Reglamentaciones de Trabajo (1942) sancionó la inca pacidad de los trabajadores para intervenir en la fijación de las condiciones laborales y
su subordinación a los propietarios. En teoría la fijación de esas condiciones era “fun ción privativa del Estado” y el Ministerio de Trabajo, instancias a las que sólo los pro pietarios, en virtud de su independencia de facto de la OSE, podían acceder sin limita
ciones. La Ley de Contratos de Trabajo (1944) consagraba el deber de obediencia del
trabajador hacia el empresario, autorizando a éste último a castigar con sanciones o des pidos cualquier falta de disciplina. Finalmente las Magistraturas de Trabajo, especial mente durante las dos primeras décadas, se aplicarían en la resolución, siempre indivi dual, de los conflictos laborales de forma coherente con el papel residual asignado al
trabajador en la legislación. Y a todo esto no hay que olvidar que la Ley de Rebelión
Militar de 1943 (continuación del bando de guerra del treinta y seis) tipificaba como
delito de rebelión militar cualquier conato de huelga o conflicto colectivo, circunstancia
que volvió a ser recogida en el decreto de 21 de septiembre de 1960 sobre bandidaje y
terrorismo (puesta al día de las leyes marciales de 1943 y 1947).
La Ley de Convenios Colectivos de 1958, en ningún caso puede considerarse como un
avance en el reconocimiento de los derechos de los trabajadores, principalmente porque
la legislación represiva les impide o encarece la movilización de sus más elementales
recursos para la reivindicación (huelga, reunión, asociación y expresión). Tampoco el
decreto de 1962 por el que se diferenciaba entre conflictos políticos y puramente labora
les, puede considerarse un avance, y menos aún el reconocimiento de la legalidad de la
huelga, que continuó prohibida. En el mejor de los casos se reconocía la existencia de
conflictos colectivos legales, que debían canalizarse por una multitud de vericuetos burocráticos
que anulaban la presión que pudieran ejercer los trabajadores, mientras se
mantenía intacta la capacidad sancionadora de los empresarios (sólo en 1974, 25.000
trabajadores fueron suspendidos de empleo y sueldo, y 4.379 despedidos por participar
en conflictos laborales). Se trataba de hacer menos visible la acción represiva directa
ante el aumento de la conflictividad, pero no de rebajar los costes de la reivindicación
laboral [28].
Desde diferentes instancias, por lo general diferentes de la historiografía más sólida, se
suele proyectar una imagen arcádica de las décadas de los sesenta y setenta en España,
vinculada al despegue económico del país y a la mejora de las condiciones de vida. A
este respecto no conviene olvidar algunas cuestiones fundamentales. En primer lugar
que esas mejoras (muy evidentes porque se partía desde muy atrás) fueron posibles gra
cias por un lado, a la continuación por otros medios del régimen de explotación laboral
inaugurado después de la guerra; la ecuación mayor productividad (más trabajo y en
precarias condiciones) mayor salario, o el pluriempleo, serían dos de sus ejemplos paradigmáticos.
Y por otro, que fueron las protestas encabezadas por la clase trabajadora las
que propiciaron, con altos costes represivos, la elevación de sus niveles de vida. Unas
protestas que alcanzaron carta de naturaleza en el marco de una política de rentas que
fomentaba la acumulación de beneficios por parte de las empresas, vía aumento de la
productividad, al tiempo que se impedía el despegue acompasado de los salarios. Una
política, que como señalan Molinero e Ysàs, proporcionaba mecanismos de control
frente a las reivindicaciones obreras, y mantenía vigente el pacto suscrito con la patronal
en 1939.
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Se trata por tanto de un modelo de crecimiento económico con serias deficiencias en
cuanto a políticas de redistribución de la riqueza, y marcado por el olvido de las políti cas sociales y severos contrastes territoriales. En 1970 existían en España más de ciento
diez mil chabolas, en las que se alojaban casi seiscientos mil españoles, y otro millón y
medio de paisanos (el 10% de la población activa) se vio obligado a emigrar al exterior
buscando un futuro mejor, mientras sus remesas millonarias servían a la dictadura para
cubrir el agujero de la balanza de pagos.