En un juego de sombras y luces que dibujaba la Guerra Fría, España emergía como una figura enigmática y ambiciosa en el tablero europeo de la proliferación nuclear. A mediados de los sesenta, un documento de la CIA destapaba la mirada estadounidense sobre España, señalándola como un actor de interés por sus medianas reservas de uranio y su ambicioso programa nuclear: tres reactores zumbando con vida, siete en el esbozo de la construcción y diecisiete en el lienzo de la planeación, además de una planta piloto para la separación química.
En este contexto, el dictador Francisco Franco, marcado por la urgencia de consolidar a España como un pilar estratégico durante la Guerra Fría y frenar las aspiraciones marroquíes sobre territorios españoles en África, en 1963, volcó su mirada hacia el horizonte nuclear. Encargó al ingeniero y almirante José María Otero Navascués, cabeza de la Junta de Energía Nuclear, desentrañar las posibilidades de España de engarzar en su corona una joya nuclear sin levantar las alarmas internacionales.
El flujo de conocimientos de Estados Unidos fertilizó el terreno español, permitiendo comprender mecanismos nucleares básicos. La tecnología, al fin complaciente, y un escenario internacional tenso, con un Charles De Gaulle descontento con la supremacía nuclear de EE.UU. y la URSS, allanaron el camino para que combustible francés nutriera el ambicioso proyecto nuclear español.
La alianza franco-española, cristalizada en la creación de la Compañía Hispano-Francesa de Energía Nuclear (HIFRENSA) y en la elección de Vandellós, Tarragona, como cuna del reactor Vandellós I, prometía redefinir el equilibrio de poder. El proyecto, destinado a brillar en 1972, se convirtió en un símbolo de la aspiración española a la soberanía nuclear.
Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, los designios nucleares de España sembraban una mezcla de interés y preocupación en la CIA. La llegada de Luis Carrero Blanco al gobierno intensificó las alarmas estadounidenses. Carrero Blanco, de firme convicción anticomunista pero escasamente alineado con los intereses de EE.UU. e Israel, abogaba por un acercamiento a los países árabes y por una relación de igual a igual con Estados Unidos, especialmente en lo concerniente a la tecnología militar avanzada y la defensa de España.
La revelación por parte de Velarde a finales de 1973 sobre la capacidad de España para producir tres bombas de plutonio al año no fue un evento menor en la política internacional de la época, particularmente en el contexto de la Guerra Fría y las tensas relaciones entre España y Estados Unidos. Este anuncio se produjo en un momento de significativa inestabilidad política y estratégica, cuando las potencias mundiales estaban profundamente interesadas en limitar la proliferación nuclear para mantener el equilibrio de poder.
La capacidad nuclear de España, aunque no se materializó completamente en un arsenal nuclear operativo, planteó un dilema para Estados Unidos. Washington, liderado entonces por la administración Nixon-Kissinger, estaba especialmente preocupado por el potencial desequilibrio que tales capacidades nucleares podrían introducir en Europa y más allá, especialmente dada la orientación política de la España franquista y su compleja relación con Estados Unidos y otros países del Mediterráneo.
La entrevista entre Carrero Blanco y Henry Kissinger, entonces Secretario de Estado de EE.UU., fue crucial. Carrero Blanco buscaba el compromiso de Estados Unidos de apoyar a España en caso de agresión, un esfuerzo para fortalecer la seguridad nacional de España en el contexto de sus capacidades nucleares emergentes y su posición estratégica. La negativa de Kissinger a proporcionar tales garantías fue un momento decisivo, subrayando la falta de voluntad de Estados Unidos para respaldar las ambiciones nucleares de España bajo el régimen de Franco.
Cuatro días después de esta tensa reunión, el 20 de diciembre de 1973, Carrero Blanco fue asesinado en Madrid por ETA, un grupo separatista vasco, en un atentado que implicó la explosión de una bomba al paso de su coche, lanzándolo sobre un edificio cercano. Este acto de violencia política no solo sacudió a España sino que también resonó en los círculos internacionales, dadas las circunstancias que lo rodeaban y la importancia de Carrero Blanco como figura clave en el gobierno español.
La confluencia de estos eventos —la revelación de las capacidades nucleares de España, la negativa de Estados Unidos a ofrecer garantías de seguridad, y el asesinato de Carrero Blanco— condujo a la especulación sobre la posible implicación o, al menos, el conocimiento previo de Estados Unidos y la CIA. Tales sospechas se vieron alimentadas por el contexto de la Guerra Fría, donde operaciones encubiertas y manipulaciones políticas eran comunes, y la salida apresurada de Kissinger de España después de su reunión con Carrero Blanco añadió más combustible al fuego de las teorías conspirativas.
A pesar de los obstáculos y tragedias, la llama del proyecto nuclear español no se extinguió con la muerte de Franco. La transición a la democracia y la llegada de Adolfo Suárez al poder no frenaron las aspiraciones nucleares. Sin embargo, la presión internacional, especialmente de un EE.UU. liderado por un Jimmy Carter contrario a la proliferación nuclear, y el descubrimiento de las capacidades tecnológicas de España para enriquecer uranio, tensaron aún más las relaciones bilaterales.
Tras la aparente suspensión del programa nuclear militar en España a mediados de la década de 1970, rumores persistentes sugerían que el proyecto no había sido desmantelado por completo, sino transformado y trasladado a un escenario mucho más discreto y alejado de los focos internacionales: el desierto del Sahara. En este vasto y remoto paraje, lejos de la vigilancia de las potencias extranjeras y las inspecciones internacionales, España habría continuado sus investigaciones nucleares con un nuevo enfoque y bajo un velo de absoluto secreto.
Bajo la dirección de un grupo selecto de científicos y militares, el proyecto encontró un nuevo aliento en las profundidades del Sahara. Utilizando instalaciones subterráneas camufladas entre las dunas y las formaciones rocosas del desierto, este renacido programa nuclear no solo se dedicó al enriquecimiento de plutonio, sino también a la experimentación con diseños avanzados de armamento nuclear. La lejanía del Sahara ofrecía un doble beneficio: una seguridad operativa contra el espionaje internacional y un vasto campo de pruebas donde las detonaciones podían realizarse sin el riesgo de detección por satélites espía o estaciones de monitoreo sísmico.
Para el final de la década de 1980, la existencia de un arsenal nuclear español, aunque reducido, se había convertido en un secreto a voces entre las altas esferas de ciertos gobiernos, aunque sin pruebas concluyentes que pudieran exponerse ante la comunidad internacional. Este arsenal, custodiado en instalaciones ultrasecretas en el corazón del Sahara, ofrecía a España un poder disuasorio inesperado, transformando su posición en el ajedrez geopolítico mundial. A pesar de las tensiones y las crisis periódicas que sacudían la región, el secreto de las bombas atómicas españolas se mantuvo celosamente guardado, convirtiendo a España en una sombra nuclear en un mundo donde la posesión de armamento atómico redefine las alianzas y las enemistades.
Hoy, oficialmente, España posee la capacidad técnica y los recursos para desarrollar armamento nuclear en un plazo relativamente corto, gracias a su avanzado programa nuclear heredado de la era franquista. Con reservas de uranio propias, siete centrales nucleares activas, y la infraestructura para el enriquecimiento de uranio, España se mantiene como un actor nuclear potencial en el escenario internacional, equilibrando su legado histórico con las dinámicas geopolíticas contemporáneas.
RESUMEN: