Para los que creemos que la democracia es el menos malo de los sistemas de gobierno, Singapur plantea un problema. He aquí una nación gobernada por un solo partido desde su fundación en 1963, con una prensa dócil y un autoritario liderazgo dinástico. Y que, sin embargo, ha pasado de insignificante aldea de pescadores a superar a las democracias occidentales en casi todos los índices de desarrollo.
Los estudiantes de Singapur están en el top cinco del informe PISA en educación, su Gobierno es el quinto menos corrupto, el crimen es puramente anecdótico y sus ciudadanos disfrutan de una renta per cápita de 46.000 euros anuales, muy por encima de España e incluso EEUU. Y aún hay más: la pequeña isla Estado ha conseguido todo eso en apenas unas décadas, sin tener recursos naturales.
No es de extrañar que mientras renuevan su liderazgo en el XVIII Congreso del Partido Comunista, los líderes chinos mantengan a un equipo de tecnócratas permanentemente desplazado a Singapur. Su sueño es reproducir el milagro, multiplicado por 250.
Lee Kuan Yew, considerado el padre de Singapur, cree que una de las claves del éxito ha sido el desarrollo de un modelo de sociedad disciplinada superior a las caóticas democracias occidentales, paralizadas por políticos preocupados en ganar las próximas elecciones y sociedades individualistas que no están dispuestas a sacrificar sus libertades por el bien colectivo. "Si no hubiéramos intervenido en la vida de la gente: cuál es tu vecino, cómo vives, qué ruido haces, cuándo escupes o qué lenguaje utilizas, no estaríamos donde estamos", dijo Lee antes de dejar un liderazgo hoy en manos de su hijo Lee Hsien Loong.
A muchos analistas no les sirve el ejemplo de Singapur por pequeño -700 kilómetros cuadrados y cinco millones de habitantes-, así que prefieren centrarse en la comparación de dos gigantes, China y la India.
Pekín es una dictadura y sus líderes gobiernan con planes quinquenales aprobados en citas como el congreso que estos días tiene lugar en Pekín. No tienen que preocuparse de sondeos y se rigen por el pragmatismo. Cuando quieren construir una autopista, dan la orden y dos años después está lista. En la India, que ha tenido un crecimiento más lento y estos días sufre para mantenerlo, hay proyectos de infraestructuras que llevan dos décadas paralizados en el parlamento o en los juzgados.
Económicamente eficientes
Dictaduras económicamente eficientes como las de China o la propia Singapur han firmado con sus ciudadanos un contrato no escrito: renuncien a sus derechos políticos, a la libertad de expresión o la disidencia, y a cambio les daremos la estabilidad que hará sus vidas más prósperas. Los que no aceptan el acuerdo son aplastados "por el bien común". En el caso de China el resultado es mixto: las reformas de las últimas tres décadas han sacado a 500 millones de personas de la pobreza y transformado el país, pero creando en el camino una de las sociedades más injustas y corruptas.
No se trata solo de que periodistas y opositores chinos se pudran en la cárcel por dar su opinión, que también, sino de los cientos de millones de personas sin poder económico o influencia política que no pueden defenderse de los abusos que sufren. Singapur, en su afán por buscar la dictadura perfecta, ha tratado de solventar ese defecto con un sistema judicial independiente en todo lo que no afecte la política y la imposición de unas reglas que se aplican a todo el mundo, ya sea la manida prohibición de mascar chicle, el pago de impuestos o las multas de tráfico.
Un taxista de Singapur me explicó meses atrás que uno de los grandes errores de los visitantes era ver su isla como un país, cuando en realidad es una gran corporación. "Una gran empresa en la que los gobernantes son los directivos y todos los demás somos sus empleados", me dijo. El primer ministro cobra un salario anual de cerca de un millón de euros. Sus ministros algo menos. El Estado es gestionado como una multinacional. Se hace lo que da más beneficios. Y punto.
Singapur se dio cuenta en los años 80 que ya no podía competir exportando mano de obra barata al mundo. Apostó por la tecnología, la ciencia, la logística y la educación. ¿No tenemos petróleo? Se construye la segunda mayor refinería del mundo, forzando a los países que sí lo tienen a pasar por caja. ¿Hay que potenciar el turismo? Se dice que sí al proyecto del juego Marina Sands, la versión local de Eurovegas. ¿Se necesitan directivos extranjeros porque las rigideces locales no fomentan la creatividad? Se traen.
Es difícil negar los logros del sistema de Singapur. En lugar de politiqueo caciquil, profesionales a cargo de los puestos de responsabilidad. En lugar de las 13 reformas educativas de España, una destinada a hacer de sus estudiantes los más preparados. En lugar de eternos debates sobre proyectos, una visión de futuro más allá de la agenda política o el populismo.
Paternalismo infantiloide
Es un modelo que a cambio trata a sus ciudadanos con un paternalismo infantiloide, reduce la creatividad y está lejos de demostrar su viabilidad a largo plazo. Pero todos esos defectos son mínimos en comparación con el daño mayor de haber convencido a los tiranos del mundo de que crear la dictadura perfecta está a su alcance.
Los imitadores no se detienen a pensar que el antiguo refugio de piratas del siglo XVIII que tanto les deslumbra con sus rascacielos y su modernidad es, ante todo, producto de sus circunstancias. De su tamaño y localización. Y, sobre todo, de su historia.
El resultado de esa amnesia geopolítica es un creciente número de gobiernos que como el chino tratan de emular a Singapur, cumpliendo de sobra el apartado autoritario y quedándose cortos en otros como la igualdad o la ausencia de corrupción. La pregunta que sus líderes formulan a sus ciudadanos -¿por qué no renunciar a las libertades por vivir bajo un gobierno eficiente?- oculta que se puede aspirar a ambas cosas. Y que una abrumadora mayoría de naciones desarrolladas, desde los países nórdicos a Australia, viven bajo democracia. El menos malo de los sistemas de gobierno, todavía.