Desciende, calvo.

SuperMatute

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PuNTo

Serías de pelo flojo, no calvo xDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDD

tute07011988

Supongo que estás a la espera de la revisión por pares.

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evening0

Creo que algunos tenéis serios problemas de autoestima. Si ser calvo fuese un problema para procrear, España no seria un país de calvos mayoritariamente. En cambio los pichas flojas de los japos, con pelazo y follándose almohadas con dibujitos.

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JaNDeR

Si te quedas calvo, te rapas, tiras el peine a la basura y gggl.

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Erpotro

Ismelldrama

Tío vete a darle la chapa a otro, no seas pesado joder.

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Purelonie

Mucho texto.

Creía que era un thread sobre Zidane.

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Arnius-Fox

Y esto no lo cierran? XD

Overwatch

Mira el lado positivo, peor sería ser gordo, calvo, bajito y sin trabajo, todo eso junto.

A

Que sepas que tu post ha sido un soplo de aire fresco en este repugnante foro.

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B

Durante la infancia, no conocía mayor placer que el de guarecerme en el mundo de mis ensoñaciones. Por ejemplo, había un muchacho de mi clase -apodado, como ocurre en todas partes, por las deficientes dotes para la peluquería de su madre, el champiñón - que no dejaba de molestarme por cualquier minucia -se desvivía, verbigracia, por impedir que practicara yo el que era uno de mis más queridos hábitos- y, a menudo, movido por la discusión que con él hubiera tenido la víspera, hacía todo arrebatado por una delectación morosa el viaje de mi casa al colegio; imaginaba que al final del trayecto me encontraría con que un meteoroide había echado abajo la galería principal de la escuela -con el consabido fungiforme ya en su interior, no podía ser de otro modo, por haber madrugado (a causa de no sé qué prurito de alumno aventajado) esa, para él última y fatídica, mañana invernal- y que, de hecho, aparecían de los cráteres del caído cuerpo celeste más pterodáctilos de los que pudieran razonablemente caber en él, estando dispuesto cada uno de ellos a ser por mí comandado en salvaje cacería a profesores y, en suma, cuantos demás pravos no me hubieran protegido de las impertinencias del, a esas alturas, ya doblemente interfecto.

No obstante, entraba en clase, y allí, indemne, estaba de manera invariable el de nombre de profeta cautivo. En vez de saludarme, con un cansado resentimiento impropio de un niño, declaraba:

-El quemahormigas.

A mí esto me soliviantaba hasta la vesania desde el día en que, habiéndose enterado él de esta afición mía -por ir yo mismo presumiendo a los cuatro vientos de cuantos genocidios había perpetrado con la lupa que, a la sazón, en alto sostenía, y que a la muchedumbre de alumnos asombraba con su capacidad para iniciar pequeños incendios- me espetó:

-¿Acaso te gustaría que te quemaran a ti?
-Eso es absurdo – respondí, perplejo. – Yo no soy un formícido.

En lugar de estudiar, cosa que jamás he hecho, y es posible que ya nunca haga, dedicaba las tardes no sólo a leer libros de paleontología, sino también de entomología.

-Tú lo que eres es un cabrón – sentenció, con gran aprobación del público. – Habría que quemarte a ti, para que supieras lo que se siente.
-Pero ¿cómo? Si yo soy un ser humano. Si valgo lo que mil, cien mil, un millón de insectos.

En lo que se ha de reconocer como diestro ejercicio analógico, concluyó con un:

-Eres el insecto de los seres humanos.

Bastó esto para enrabietarme, y para que me arrojara a golpearlo y a forcejear con él por salvar de sus garras mi lupa y poder fulminarle con ella el semblante.

No mucho después, cuando en las pruebas de diagnóstico se halló, no sé si por error o fortuna, que mis capacidades intelectuales estaban, según parece, marcadamente más desarrolladas de lo que habría cabido esperar en quien contara con mi edad -siete u ocho años- y se proponían ya, como al final hicieron, saltarme un curso a ver si por esas me enmendaban; el maestro que entonces tenía, y cuyo nombre también estaba relacionado con la corte divina, adoptando una expresión de entre lástima e incredulidad me dijo:

-¿Superdotado? ¿Estás seguro? De Champi me lo podría esperar, pero de ti…

Sin que supiera yo figurarme cómo es que se había provocado tal escena, lo cierto es que, tan pronto como se hubo corrido la voz sobre lo tocante a mi situación, formaron fila unos personajillos - alumnos de todos los cursos- que, tras buscarme, según confesaban, con mucho ahínco, me hallaron sentado solo en los más recoletos escalones del lugar -como pudieran hacerlo desde que mis compañeros hubiesen descubierto y vandalizado el rincón de la huerta en que hasta entonces pasaba escondido los recreos por no verme obligado a tratar con ellos-; se habían congregado para interrogarme y comprobar así qué de cierto tenían las habladurías.

-¿Van a separarse mis padres? – preguntaba una.
-Y yo qué sé. ¿Quién eres tú? – contestaba yo.
-Ah, no sé, como eres superdotado… - y se echaba a un lado, para que el siguiente hiciera uso de su turno.
-A ver, listo, ¿cuánto es novecientos noventa y nueve más novecientos noventa y nueve?
-Mil novecientos noventa y ocho, obviamente.
-¿Y un millón menos un millón?
-Emm… Cero.
-A ver, déjame a mí – rugía, haciendo a un lado a sus predecesores, otro que luego supe que tenía por mote <<el Paña>>. - ¿Cuánto es la raíz cúbica de x?
-¿Cuánto vale x?
-Justo eso te estoy preguntando, listillo.
-No hay forma de saberlo si…
-¡El superdotado es un fraude! – declaraba con tono rabiosamente triunfal el Paña.

Y, con ello, y para mi decepción, la tan molesta marabunta que yo nunca había querido que a mi alrededor se formase quedó disuelta. Mas alguien aún permanecía a mi vera.

-Sabía que no podía ser superdotado un quemahormigas. Lo sabía.

Y con el mohín más satisfecho que un hongo adoptar pudiera, se marchó para no volver a dirigirme la palabra.

Hará tres semanas que me lo encontré por la calle. Iba yo silbando la tan conocida melodía de El Barbero de Sevilla. Por algún motivo, quedó estupefacto.

<<Los rumores sobre mi muerte han sido enormemente exagerados>> - pensé.

https://www.youtube.com/watch?v=WIf8Zi6dZaY&ab_channel=ElMiusikman

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B

Como leí en sus memorias que Fernando Fernán-Gómez había aguardado siempre a la mujer fatal que lo destruyera, me dio por recordar a aquella del color de las altas nubes en el más puro azul del invierno que bien pudo haber apresado mi corazón con sus marmóreos dedos -cuyas lúnulas habría besado aún en el paroxismo de aquella cruel tortura y locura mía- para llevarlo a la grana boca de crueles labios que, en cambio, con divertida tensión parecían besar las frases -lanzas de gélido metal o de hielo- que horadaban mi abrigo y me aterían hasta el púrpura al revelar el más hondo abominar de esa sangre mía que de mis heridas por ella y para ella manaba.

Blanca era su apropiado e irónico nombre, de blancura estaban, en efecto, constituidos su carne y sus dientes, engañosos centinelas de su voz, puesto en su interior se descubría, cuando restallaba la lengua contra el domo del paladar y contra ellos, una apatía, una indiferencia, un desprecio, una negrura, en suma, como jamás la hubiera encontrado en otra.

Tenía el imbécil sueño entonces de salvarla de sus demonios.

Era dos años mayor que yo, y parecía tener que patentizar este hecho con cada intervención, con cada gesto, con cada postura de ese cuerpo fuerte y flexible suyo, que en las clases de gimnasia con los ojos recorría yo una y otra vez, devoraba, casi extasiado, cuando por la extenuación de la carrera -pues su ímpetu en ella era tan indomeñable como su carácter-, empapaba el salado llanto de sus dolientes formas las telas que habían de protegerlo, de disimularlo, y sus contornos, sus sublimes trazos, quedaban expuestos cual vulnerable estigma al albur de las abejas de mi pasión, también indómita, particularmente en contraposición a la haraganería con que me tomaba el asunto del ejercicio.

No olvido el día, aunque sí las expresiones exactas, en que con iracundia intentó insultarme, quizá como respuesta a lo que sería alguna impertinencia mía, mas dado que no era yo corto de ingenio, con destreza retorcí sus palabras hasta volverlas contra ella misma. Así la sometí en un soplo y solté una carcajada, en parte sorprendido con mi ocurrencia, sobre todo satisfecho por la admiración que durante una fracción de segundo había creído leer en su gesto. A mi alrededor, me reían los espectadores el donaire. No cabía de contento en mí al ver que incluso, por vez primera y última, veía un rubor no fruto de la extenuación física pintar su bello lienzo.

-Sólo los gilipollas se ríen de sus propias bromas.

Salvo yo, creo que nadie más pudo escucharla, pues los demás me miraban a mí y ella habló casi en un susurro.

Una única vez siento que estuve próximo a conmoverla, una sola ocasión creo que tuve de ganarme su amistad. Solía -cuando faltaba, y no eran pocas las veces, su también lozana, si bien no en el mismo grado, y diría que única, amiga, que pertenecía a otra clase, pero con quien sí me había congraciado, siempre con vistas a aproximarme a ella- permanecer Blanca durante los recreos en el aula. Para mi sorpresa, pese a que todos decían admirar su belleza, dado lo corrosivo de su carácter, nadie salvo un hombre ya en ruinas, es decir, yo, tenía el denuedo de enfrentar sus denuestos e intentar congraciarse con ella. Ni aun ahora, he vuelto a ver todavía que se temiera tanto a una dama como a ella se la temía; tal era la inseguridad que suscitaba en mis compañeros, que los recuerdo examinándose los pies cuando ella articulaba una de sus breves intervenciones con esa prosodia atonal, exenta de casi cualquier emoción, salvo de, en ocasiones, la irritación más exasperada.

Tengo la impresión, aunque a la vez considero que he de engañarme, que ni aún cuando en los ejercicios de la mañana desfogaba su ferocidad salvaje y se presentaba como una Bía, como una Dafne, y como una Afrodita: salvaje, intocable y, de una manera sólo insinuada, jamás hecha explícita, desaforadamente procaz, se atrevía alguien a observarla, de puro horror que causaba tanta hermosura reunida en una sola carne.

Parecía, con la actitud indolente que adoptaba la mayor parte del tiempo, levitar sobre el resto, ser intocable, saberlo y conocerlo todo; y, al mismo tiempo, dar a entender que nada de lo que había precisamente en aquel todo que los bisoños, los ingenuos, los torpes nos desvivíamos por desentrañar, merecía la pena en el fondo o rozar podía siquiera su alma. Pero yo distinguía la pasión que no había logrado apaciguar por entero, descubría sutilísimas expresiones de debilidad, de esperanza incluso, tras la inmóvil máscara con la que nos extraviaba; o, cuanto menos, vivía desesperado por hacerlo.

Así pues, digo, me vi una única vez próximo a resolver el misterio que la envolvía. Había apreciado desde muy temprano la ausencia de su amiga y, previendo que nuevamente aguardaría sola el consumirse del tiempo de asueto que dividía en dos nuestra mañana, dediqué las primeras horas del día a redactar en una cuartilla de papel un poema que he olvidado, pero que, a través de la descripción de su más sublime rasgo, aún no mencionado, elucubraba sobre las bestias y prodigios de su dédalo.

La llamaba yo en él dríade y le mentaba los bosques, la llamaba nereida y le traía el pulso del mar que por Ignacio Sánchez Mejías había muerto y por ella ya nuevamente murmuraba y rompía; le hablaba de derramar lágrimas que no había visto que tuviera, le explicaba sueños y esperanzas que jamás me había confesado; la inventaba a mi forma y la cincelaba, pero con una delicadeza, con un afecto, como una admiración como nunca había sentido. Y si buscaba herirla, como se hiere a la piedra con el martillo, lo hacía sólo por volverla más perfecta.

No sé con qué desparpajo me atreví a aguardar a que todos se marcharan, con qué valentía me aproximé a ella y le entregué el ave de papiroflexia en que había convertido, quizá ocultado, mi obra:

-En su interior, hay algo escrito para ti. Pero sólo podrás leerlo a cambio de destruir lo que hay ahora.

Irreflexivamente, deshizo a la pequeña ánade. Leyó las letras. Calló. Volteó el papel. Nada encontró a la vuelta. De nuevo comenzó. De nuevo terminó. Guardó silencio. Elevó entonces la vista y sus ojos verdes, brillantes, herpéticos, frondosos, vivos, primaverales, euforizantes, jaspeados, fríos, se clavaron en los marrones míos durante un largo rato, y sus finos labios rosados abandonaron su crueldad e invitaron al beso que, por mi imperdonable cobardía, jamás se produjo.

En aquel momento me percaté de que yo sólo había besado a niñas, jamás a una mujer.

Volví a encontrármela en una estación mucho tiempo más tarde. Por aquel entonces, yo me tenía, pobre sandio, por experto en los placeres y los sufrimientos, por conocedor del vino de la muerte y el agua de la vida. No obstante, ni siquiera tuve en esa otra ocasión el atrevimiento requerido para dirigirle la palabra. Por tres veces me giré, conforme avanzaba hacia mi destino. Por tres veces la hallé siguiéndome con la mirada.

3 2 respuestas
B

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Jaichi

Pero en serio te crees que vamos a leer semejante tochaco de un random de internet y encima con cuenta creada hace nada? xddd

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jmdw12

#42 puede ser que el primer párrafo sean dos frases?

Han cancelado las cotizaciones de las comas en la bolsa de Chicago.

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doogie780

#45

Habla por ti xddddddddddddddd

#43

Es todo cosecha propia?

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LucianESP

Estáis drogados a estas horas? Mis respetos

Jaichi

#47 Es lo que tiene estar en un foro, que normalmente entras a un hilo esperando encontrar respuestas acorde al tema que trata y no que ponga en un post una cosa y al siguiente otro que no tenga nada que ver.

Denix

#44 que quieres de mi para que me devuelvas el avatar,te puedo mandar unas bragas usadas como pago

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B

#46 Recuerdo haber leído un estudio, que ahora mismo soy incapaz de localizar, en el que relacionaban de forma directa el número de palabras por oración usados en el lenguaje nativo y la inteligencia de la persona.

La explicación que daban era que el factor limitante en el número de palabras usadas era la memoria de trabajo -es decir, que en algún momento olvidaba uno lo que había empezado a contar si lo alargaba mucho, y ocurría esto antes cuanto menos dotado estaba el individuo-, cuya relación con otras funciones cognitivas es sobradamente conocida.

Pues bien, yo creo que haber leído esto tuvo una terrible influencia sobre mí, porque ahora, pese a que el estudio trataba las manifestaciones orales, casi que no puedo evitar sentirme estúpido si soy escueto; demostrando, paradójicamente, que, en efecto, estúpido he de ser.

#43 Ciertamente. De hecho, es por ello que me resguardo en el anonimato. Así me evito problemas entre los que me conocen y sabrían poner rostros a los motes y nombres que empleo.

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E

#51 lo bueno, si breve, dos veces bueno

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B

#52 Será que el pobre Gracián nunca tuvo ocasión de leer Guerra y Paz ni las desventuras de no sé qué triste conde de una pequeña isla mediterránea.

Al Ingenioso Hidalgo seguro que lo había leído.

B

#50 está bien, tras considerar la oferta tan tentadora le devuelvo el avatar

le pido disculpas de antebrazo

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Denix

#54 eres un hombre de honor,mis respectos.
Y al creador del hilo de paso que te den calvo cabrón

B

#43 Maravilloso. Soy también un calvo, pero bastante orgulloso y siempre erguido, aún así aprecio el humor negro por lo que me ha gustado tu apertura, el segundo del "quemahormigas" me ha hecho soltar alguna carcajada y este último me ha conmovido.
Tienes facilidad para las historias, se nota que eres creativo y el toque pedante de castellano antiguo le sienta muy bien. Además he aprendido bastante vocabulario nuevo.

Pd: ¿has pensado en escribir un libro de relatos?

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B

#56 Alguna cosa he publicado, aunque todo bastante menos personal que lo que cuento aquí.

Dadle a un hombre una máscara y os dirá la verdad.

B

Es ya demasiado el tiempo que llevo aguardando volver a sentirme vivo. Presupongo que es algo imposible de concebir para la mayoría. No es síndrome de Cotard, no es que tenga el convencimiento de que he muerto ni de que me corrompo y espumo en mohos, bejines o líquenes; es, más bien, un cansancio, un aprisionamiento, un no percibir el mundo como creo recordar que solía hacerlo -como sospecho que debería seguir haciéndolo- que jamás conoce remedio.

Cuando alguien, que he debido atraer con no sé qué de mis formas -pues raro es el día en que no quiera incluirme el que sea en sus planes, sin que me vea yo, por lo común, con fuerzas para corresponder a tales muestras de amistad - se inquieta al descubrir que aquellos altozanos de acidez casi vitriólica y resabiado escepticismo son en verdad antiguos santuarios que, por hastío, he ido dejando a la merced del viento y de la tierra, de la erosión y del olvido, y da inicio a su previsible interrogatorio, sólo logro contestar, si procuro ser escrupulosamente honesto: ¡Dejé de ver, dejé de oír, dejé de comprender!

Y es que yo era, por ejemplo, dibujante. Y, si bien es cierto que sólo intenté ejecutar un par de obras con seriedad -con ambición- pronto acabé asqueado, y de ahí en adelante destiné mi escaso esfuerzo a realizar retratos de hombres feos y gordos sólo por soliviantar a los muchos que conocía que, sin tener ni intuición ni conocimientos, presumían de sus obrillas de principiante cual si fueran las -merecedoras de sobrecogimiento y reverencia- magnas obras de un genio.
¿Por qué prefería trazar mis líneas en el peor papel con el más barato de los bolígrafos -aún mejor si lo había hallado en el suelo de la calle- y bosquejar rostros horrendos o dinosaurios deprimidos, coartados por la ansiedad social, en lugar de bellas damas flotando en las tinieblas de una negrura total, como en mis inicios? Porque había dejado de ver. Porque las sombras estaban deslavadas para mí. Porque las formas eran toscas sin remedio. Porque cuando alguien se conmovía con lo que yo hubiera realizado y alababa mi sensibilidad incomparable sólo lograba sentirme como un gran farsante y un patán.

El momento culminante de mi carrera artística fue aquel en que una mujer procedente de Las Indias Occidentales (esto es un mero guiño a los que dicen que hablo en castellano antiguo [acusación que, junto a la de que era nazi y rompía escaparates de judíos -desconocía que la diáspora los hubiera traído a mi pueblo- y otras no menos disparatadas, me han dirigido muchas veces los sicofantes de esta tierra] y con el que quiero decir que no recuerdo el país concreto) quiso quedar conmigo e invitarme a lo que fuera que gustase mi gaznate, de tanto como le apasionaba mi obra (esto me había acontecido ya en múltiples ocasiones cuando hacía música, que era horrenda, nefanda, inexcusable, pero que deleitaba, váyase a saber por qué, a las féminas, hasta el punto en que viajaban desde otras comunidades por tener ocasión de conocer en persona al <<genio>> que había realizado, por ejemplo, un disco pésimo que luego se me reprochó no haber sido capaz de igualar jamás, aun a pesar de mis muchísimos intentos) y le intrigaba mi carácter.

¿Qué tuvo de especial, empero, esta cita? Pues, muy sencillo, que acabé siendo agredido por aquella mujer en mitad de una plaza muy pública de una ciudad muy poblada por ser, en sus palabras: judío -era ella indígena-, por estar entre los nequiciosos manipuladores que impedían al Agartha mostrarse, por negar entre risas que la evidencia demostrara que la tierra fuese plana, por manifestar que me preocupaba que una doctora como ella creyese en tales cosas, y por ser un farsante que, debido a su simplicidad, en modo alguno podía haber ejecutado cualesquiera de aquellas obras que ella admiraba. Esto último le dije que lo tenía por muy halagüeño, cosa que redobló la intensidad de su violencia.

Yo procuraba volver como podía a la estación de tren -puesto hasta este mismo año no he obtenido, por no habérmelo propuesto antes, el permiso de circulación de turismos-, y ella me acompañaba pegándome bolsazos y empellones mientras me gritaba que no la siguiera, pese a que yo, perplejo, aunque no poco divertido, la iba dejando atrás a cada momento con mis largas zancadas, motivo por el cual los espectadores no la creían cuando entre alaridos pedía que alguien impidiera que siguiese yo persiguiéndola.

Mas, vuelta a lo de antes, ¿por qué dejé de hacer música? ¿por qué dejé de escribir libros? ¿por qué dejé de vérmelas con mujeres? Porque nada me conmovía ya, ni siquiera el colmo del absurdo del que fue, como digo, mi momento culminante. Porque, en definitiva, ya no sentía el tirón del destino, ni lograba creer en él, ni hallaba finalidad en acción alguna.

A veces creo que yo sufrí la bendición de la locura – a la manera en cómo Dostoyevski decía sentirse agradecido de su epilepsia-, y esa demencia mía consistía en imaginar demasiado, en ser víctima de una ingenuidad sin límites, en sentir el destino, en ver la música y las letras como colores, en tener los recuerdos almacenados en escenarios repletos de actores, en una hiperestesia para la alegría; ¿por qué digo que lo sufrí, entonces? Pues, primeramente, porque lo mismo que podía resultar euforizante también se hacía muchas veces terrorífico. Por ejemplo, yo me miraba la mano izquierda en la ducha y la veía mucho más reducida que la derecha, o pasaba las noches en vela escuchando a alguien repetir mi nombre, o me desmayaba sin venir a cuento en mitad de la calle; y segundamente, porque la mayor parte de aquello ha desaparecido, y por eso digo que será inconcebible mi estado actual para la mayoría.

Por ejemplo, no han dejado de ocurrirme los extraños eventos en los que yo antes veía el destino, aquello a lo que Carl Jung -que ejemplifica contando que mientras trataba a un paciente que soñaba reiteradamente con un escarabajo dorado, escuchó tantos golpes en la ventana de su consulta que acabó por abrirla a ver qué es lo que acontecía, y entonces un escarabajo dorado, que era el que arremetía contra el cristal desde afuera, entró en la estancia y se posó sobre el paciente- definió como sincronicidades.

Uno de los más recientes es el siguiente:

A veces leo varios libros simultáneamente, si puede ser, en idiomas distintos. En español ando leyendo, muy lentamente, porque dedico la mayor parte de mi día a otras cosas, El tiempo amarillo, la autobiografía de Fernando Fernán-Gómez; en inglés, The Aesthetic Brain de Anjan Chatterjee, un libro sobre neuroestética, que, por no comprender la literatura ni la música, sino lo puramente visual, me anda dejando un tanto insatisfecho.

Bien, abrí el segundo para tener algo con lo que ocuparme mientras deponía -leo en un Kindle- y, al llegar a un párrafo en que se hablaba de la fascinación del autor por Ingrid Bergman, sentí vivos deseos de cambiar de lectura, por lo que me pasé al primero, que era el que tenía más avanzado, en pocas palabras llegué a un párrafo en que se hablaba de la fascinación del autor por Ingrid Bergman. Confuso, pensé que había cometido alguna clase de error, y ya no sabía a quién leía ni cómo limpiarme el culo siquiera.

Se dirá que esto es una gran tontería, y que demuestra absolutamente nada ni puede interesar a persona alguna. Concédaseme, dada la hora que es, que termine de explayarme sobre el tema en una parte siguiente, y ya se juzgará entonces lo usual o lo inusual de lo que me acontece de continuo. Por mi parte, ya he confesado que nada de esto me conmueve, por lo que no creo que con lo que cuento se evidencie más que la enormidad de mi extravagancia, pero sé que quien me crea, y muchos a los que he contado estas historias lo hacen -aunque no otros tantos- se asombrará de mis peripecias, y no entenderá mi indiferencia ni mi escepticismo cuando narre los hechos de mi pasado.

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TheBrotha

Ir de erudito no te va a devolver el pelo

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B

#59 ¿Quién le dice a usted que yo vaya o deje de ir de forma alguna?

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