Espero que continúen. Es raro encontrar algo tan bueno en este decadente lugar de Internet. Gracias.
Pd: espero también que no se sienta usted como un patán por mis halagos a su sensibilidad, está lejos de serlo.
Espero que continúen. Es raro encontrar algo tan bueno en este decadente lugar de Internet. Gracias.
Pd: espero también que no se sienta usted como un patán por mis halagos a su sensibilidad, está lejos de serlo.
Como decía en el fragmento anterior, una de las más destacadas peculiaridades de mi atípico ánimo era la de sentir la confortable certeza de que en cada momento, como si anudado a la altura del plexo solar por la cuerda del destino, transportado sería -siempre que no me resistiera a ello- hacia donde debiera verdaderamente encontrarme.
Por ejemplo, de hallarme callejeando con mi prima, cuando muy pequeño, por el barrio de nuestros abuelos, observar de pronto una caricia de la brisa a la copa de un árbol anaranjado por el volcarse del atardecer en la lejanía bastaba para que abandonase en el acto cuanto estuviera realizando y me dejara arrastrar hacia allí, tal y como lo hubiera hecho un personaje de dibujos animados al verse sorprendido por el olor de una tarta que se enfría en el alféizar de su némesis.
Mi prima, cuyo padre (personaje oscuro y extraño al que admiré secretamente -pues en mi familia lo detestaban- durante toda mi infancia), había muerto poco atrás -cuando tenía ella seis años; yo, cinco- de manera repentina a causa de un coágulo cerebral con el que los demás quisieron excusar retroactivamente sus censurables actos -como, por ejemplo, el de divertirse aterrorizándonos a ella y a mí con fabulosas historias sobre Dios y los demonios que, oponiéndosele, poblaban la tierra y nos perseguían por ser rubios y seráficos-, se echaba a reír nerviosamente en aquellos momentos y se ponía a repetir mi nombre como si tratara de despertarme de un profundo letargo.
Más tarde contaba a todos el suceso con actitud desdeñosa, como si en una ridícula representación mía para asombrarla hubiera consistido mi conducta. Mofándose invariablemente de, lo que según decía, eran niñerías que yo hacía por verme enamorado de ella sin remedio y no ser fecundo ni diestro, por tontorrón y baboso, en ardides amatorios; cosa incierta por entero e irritante de oír como ninguna otra, puesto el odioso coro formado por el resto de mis primas -durante muchos años fuimos únicamente dos los varones en la parte joven de la familia, y tan mayor era el otro con respecto a mí que rara vez nos juntaban- batía sus mandíbulas al unísono con complacencia al ser informado de mis -supuestos- torpísimos actos de galán, y jamás faltaban silbidos y comentarios injuriosos con los que afearme la conducta alabándola socarronamente.
Cuando alguien me pregunta que a qué edad perdí la virginidad, nunca sé qué contestar; pues, a eso de mis seis o siete años, los siete u ocho suyos, mi prima y yo no dejábamos de jugar a desnudarnos y a juntar y encajar nuestras pequeñas piezas. Juego que, por cierto, había ideado ella y que, contrariamente a mi parecer -a menudo debía ser chantajeado o amenazado para que superara mi reluctancia a participar en él-, era por lo visto no únicamente divertido, sino el predilecto incluso de los adultos.
A eso de mis doce años, habiendo transcurrido tanto del último de nuestros pasatiempos, practicado en la semioscuridad de una tarde rabiosamente ardorosa e interminable del estío en que nos habían pillado y reprendido -a ella, de hecho, la habían molido a varazos con una regla de madera empleada en el oficio de la costura-, que ya ambos debíamos fingir recordar nada de aquello, sí que me descubrí un día, para mi propia sorpresa, de ella encandilado.
Ocurrió en una época en que recién había descubierto yo el tan extendido placer por la práctica onanística. Una mezcla entre serendipia y el vago recuerdo de las, por otra parte, no muy precisas indicaciones que, cursos atrás, triunfal y con un panfleto de incierta procedencia en las manos que describía lo fundamental de esta artesanía, nos había ofrecido a los muchachos del colegio uno de nuestros compañeros al que llamábamos El Pichón -y cuyo rasgo más pintoresco era que siempre respondía a la clásica pregunta <¿qué quieres ser de mayor?>, que frecuentemente nos formulaban los adultos, con un rotundo: <cachondo mental>, para escándalo de profesores y mayor regocijo de quienes lo escuchábamos-, me puso en el camino de la perdición una tarde en que intrusivas imágenes de los sobredimensionados senos de mi maestra en la academia de inglés -¿Mónica se llamaba?- irrumpían en el ojo de mi mente y me impedían el pensamiento.
Desconocía yo el significado de aquella fijación por el moreno rostro, los labios, los ojos oscuros, los rizos densos y, sobre todo, por el pecho enclaustrado en un jersey amarillo demasiado estrecho para tan hercúlea como sublime enmienda. En mi imaginación, sólo recorría hasta el desmayo la lista de estos atributos, sin saltarme uno solo, pero sin figurarme -cosa impensable- que podía darse interacción alguna entre yo y ellos; salvo en las ocasiones en las que en mi interior se acrecía el antojo de dentellear la carne rememorada, y por lo que sin querer acababa por herirme el deltoides izquierdo.
Gradualmente iban sumándose nuevas paradas a mi desbocado trayecto: un vistazo al maléolo que emergía de los pantalones ajustados a las tibias me obligaba a experimentar con un nuevo recorrido que también bajaba por la curva de las piernas, a agostar los rincones y profundidades de la incompleta anatomía cuyo misterio buscaba resolver a base de sonsacar con estrangulaciones los arcanos encerrados en mi propio cuerpo.
¡Qué éxtasis incomparable conocía en aquellas sesiones! Jamás he experimentado otro igual. A menudo me ponía de rodillas y clamaba: ¡Dios! ¡Agárrame la polla, Dios! Ahora temo, sin saber por qué hacía yo esto, pues en aquel entonces era ya ateo, que se escucharan mis voces desde las otras habitaciones.
Para mí, nada en este ritual tenía asociación con lo que sabía del sexo, con lo que de él había experimentado, con otro ser, con nada; para mí estaba circunscrito a sí mismo, era perfecto, apenas si requería más de lo que ya poseía. No lo acompañaba más que el ansia voyeurista del conocimiento de la forma. Era una labor de exclusiva exploración intelectual. Tan pronto como el sexo se hizo habitual en mi vida y sus misterios empezaron a extinguirse, quedé totalmente ahíto de él y jamás logré disfrutarlo.
Lo único similar que he experimentado en la vida adulta es el dibujo. Al menos hasta que me volví lo suficiente ducho en él como para que de nuevo quedase herido de muerte el goce que de su práctica derivaba.
Pero aún duraba esta primera luna de miel un día en que, con el pretexto de visionar un partido del Real Madrid Castilla -comprenderán ustedes el limitadísimo interés que puede suscitar tal encuentro-, me ahorré el tener que acompañar a los adultos en sus compras. Reluctantemente accedieron, ante mis quejas de que me perdería evento deportivo de relevancia tal, no sé si suficientemente inflada con mis hipérboles, a dejarme solo en el piso de mi tía. No obstante, mi ya mencionada prima, que en principio parecía ilusionada con participar de la familiar práctica del consumismo en el ilustrísimo centro comercial próximo a su domicilio, encontró de pronto cuantos óbices e impedimentos podían hallarse para abandonar el hogar y, dado que se hacía agravio comparativo si se me consentía a mí el quedarme y no a ella, hubo de claudicar su madre y dejarla atrás en mi compañía.
Tras largos silencios interrumpidos por torpes simulacros de conversación, mi prima, a la que podríamos llamar M., sentenció, toda arrebolada, que sentía asco de sí misma aquel día, por motivos que a mí me eran insondables, y que se veía en la necesidad de tomar una ducha. Accedí a que se marchara, ya impaciente por verme solo; y, tan pronto como empecé a escuchar el canturreo del agua, me entregué a la disciplina meditativa que tanto me entusiasmaba, cubierto casi hasta el pecho por la ropa de la camilla y con una insulsa demostración futbolística de fondo en la que muy de vez en cuando reparaban mis pupilas en sus anárquicos bizqueos.
Cuál no sería mi sorpresa cuando vi aparecer a mi prima bajo el dintel de la puerta toda mojada, enfundada en una toalla de pequeñas dimensiones y jadeante.
-He escuchado un golpe.
Yo no había escuchado golpe alguno, y así se lo hice saber con la débil voz que mi corazón, a mi boca aupado, me permitía articular.
-Tengo miedo de todas formas. Ven conmigo y vigila mientras me ducho.
Tal y como me tenía asido a mí mismo, me era imposible hacer un solo movimiento sin desvelarme, y no estaba seguro yo de que fuera acto exhibicionista tal lo pertinente en la situación en que me encontraba.
-Deja de ser tan infantil y dúchate tú sola, vives en un sexto, ¿quién podría entrar aquí? – respondí desdeñosamente, pero creo que la sed desesperada de mis ojos, que se clavaban en sus rodillas, húmedas y próximas entre sí, con el deseo enloquecedor de asomarse a lo que sobre ellas estaba oculto por la tela rosada, que envolvía, pero no desmentía, las formas, y por la sombra triangular proyectada hacia el interior de las lechosas pantorrillas de erizada superficie por el frío -¿y algo más?, debía poder descubrirse con facilidad, porque insistió con un tono de herida súplica.
-Vamos, ven conmigo. Por favor.
Con qué violencia pulsaba mi pecho. No veía, no escuchaba, experimentaba un enloquecedor mareo que me instaba a salir de mi escondrijo y a arrojarme a ella, o por la ventana, si su respuesta era el horror. Pero eran precisamente estos latidos los que acrecían más y más mi ápice, que inútilmente luchaba yo por retornar a mis pantalones sin que se hiciera evidente mi esfuerzo.
-¡Largo de una vez! ¡Estoy viendo el partido!
Y, desde aquel día, víctima fui de una fascinación sin remedio hacia ella. De continuo conspiraba para que nos quedásemos a solas, para que percibiera mi excitación en tal o cual palabra o detalle que permitía que se me escapara. Imaginaba mil formas de mostrarme a ella, convencido de que eran de muy buenas e impresionantes dimensiones mis atributos, opinión que ya no mantengo, y que eso la haría caer inmediatamente rendida, de estar en su conocimiento.
Como dormíamos en la misma habitación de tanto en cuando, cada uno, naturalmente, en su camastro -salvo si declaraba ella tener miedo y se acurrucaba conmigo hasta que ambos ardíamos y estábamos tan inquietos y se hacía ya tan violenta la forma en que nos íbamos rozando para conocer los recónditos ángulos y las tenues curvas, que acabábamos por ahogarnos con el irregular hálito del otro y por hacernos daño -como cuando su pierna aprendió a buscar torpe y abruptamente el roce de mi pudendo mientras su boca respiraba a quizá un centímetro de la mía-, lo cual derivaba siempre en un torrente de insultos, acusaciones y reproches; por lo que, fuera de mí, entre excitado e iracundo, había de terminar por expulsarla con muy malas maneras de mi lado, razón por la cual ya le gritaba y la instaba a callarse y a estarse quieta preventivamente cuando, otras veces, a principios de la noche, empezaba a hablarme de sus terrores, siempre desencadenantes de estas situaciones- me figuraba yo que bien podrían, en algún momento, enganchárseme por ejemplo los calzones en la esquina de un mueble y que mi enhiesto falo surcara el espacio ante su mirada azul, idea que me llevaba inevitablemente al éxtasis en mis meditaciones.
El tabú, el miedo, el asco, eran, no obstante, insalvables. Siempre lo fueron.
Un día, llegué a casa de mis abuelos, donde residía con su madre y su hermana los fines de semana desde la muerte de su padre, y donde se encontraba este dormitorio que digo que a veces compartíamos. Llovía. Quise ir corriendo al baño, puesto me orinaba ya desde que me había subido al coche -y había, para ello, de atravesar el reducido el patio, aún no techado, en que se derramaban las nubes-, mas encontré que estaba ocupado.
A través de la translúcida cristalera, se distinguía cómo una sombra secaba parsimoniosamente sus extremos. Di una fuerte voz para que se apresurara en su tarea quien allí se encontrara, sin dejar de deleitarme con el borrón, que pronto empezó a agrandarse y a volverse más del color de la carne y menos oscuro, más concreto y menos difuso. Se abrió una rendija.
Allí estaba, el agua caía sobre mí, yo la miraba atónito, y parecía como si ella no me viera, estaba desnuda, sus ojos claros se habían hecho a un lado, sólo me atravesaron por un instante, fijándose en algo a través de mí. Yo la contemplé sin dar crédito a la visión que tenía delante, pero una voz me sacó del ensimismamiento:
-Se está duchando la prima.
Era mi abuela. Temeroso de que descubriera lo que hacía, puse a trabajar a mi cerebro en búsqueda de cualquier clase de justificación. No era necesario, me percaté de que la puerta se había cerrado a tiempo, no había forma en que supiera qué tesoro había hallado yo en aquel diminuto espacio entre la hoja y la jamba de aluminio. M. jamás mencionó el asunto. Su rostro durante aquellos segundos parecía el de una sonámbula, a veces me pregunto si recordará haber actuado así; y, de hacerlo, si hallaría similitud con mis propios actos de la infancia, que ella tomaba a risa.
Tanto se mofaba de mi peculiar proceder, como en sueños, y quizá experimentaba lo mismo. Creo yo recordar con suma claridad cada uno de estos momentos, pero mentirosa es la memoria, e inconsciente de sus fronteras. ¿Cómo de veraz será la suya? Hace mucho que mis sentimientos hacia ella quedaron marchitos, casi ni una amistad nos une, acaso solo un entendimiento tácito de nuestras similitudes, mas no puedo evitar preguntarme si le vendrá a la mente el pasado cuando me dirige la palabra.
Mas ha de servir únicamente de introito esta entrega. Pronto detallaré cómo es que se me presentaban las sincronicidades, el destino, las casualidades, o lo que fuera, siempre en esos momentos de ensoñación. Empezando por el día en que M. y yo observamos cómo explotaba un globo.
-A veces me es casi inexplicable la relativa escasez de asesinos en serie. Entiendo que, para un filántropo, toda cantidad es desproporcionada; no obstante, incluso el más cegado por el amor hacia los seres humanos habrá de reconocer la capacidad connatural del hombre para la violencia, cualidad que se manifiesta, parece indicar la historia, tan pronto como decae la firmeza de los lazos coercitivos que lo obligan a la colaboración interpersonal.
-…
-Sí, por supuesto, las tendencias cooperativas son probablemente más comunes y fuertes. No defiendo que se encuentren en inferioridad, vital o numérica, pero creo que resulta obvio que sí que son apoyadas, reafirmadas, por la sociedad en su conjunto incluyendo a la plétora de instituciones que la rigen y que, desde mi punto de vista, constituyen una subsociedad que supervisa y se nutre de la primera y más amplia, pero cuya relación de dependencia tiende, sin lograr alcanzarla, a la unidireccionalidad; en el sentido en que la sociedad en su conjunto en la que, como digo, se subsume esta sección formada por las instituciones, esencialmente los órganos administrativos, educativos y de opinión, tiene, salvo convulsión inesperada, apenas arbitrio o albedrío, excepto en la medida en que entra en acción esta parcela de difícil acceso en que se concentra su poder, pero que opera en términos tan ajenos, tan foráneos, tan alienígenas, como puede permitirse sin llegar a cercenar su canal de abastecimiento, su cordón umbilical, emergente de la totalidad.
-…
-¿Parasitismo? Supongo que puedes denominarlo así. Aunque es probable que se trate de una interacción análoga a la existente entre el consciente y el subconsciente. ¿Constituye esto también una forma de parasitismo o es una situación más próxima a lo que catalogamos comúnmente como de simbiosis? Establezcamos que la libertad existe, que, si poseyeras infinitos universos bajo tu control, todos concertados para iniciarse con las mismas condiciones, y en esos universos perfectamente idénticos hubieras introducidos clones exactos, poblaciones replicadas de sujetos experimentales conformados según los mismos patrones con precisión subatómica, observarías divergencias entre ellos. Que Yehuda Halevi del universo uno, aun a pesar de tener el mismo código genético, las mismas experiencias, la misma red de interacciones sociales, el mismo entorno, la misma microbiota, aun a pesar de todo esto, de alguna forma, logra diferenciarse en algo, en una palabra, en un pensamiento, de cualquiera de los otros infinitos Yehuda Halevi. Que encuentras un indicio de que hay algo que escapa a una concepción mecanicista de los individuos, puesto que me parece que sería absurdo defender que pudiera haber algo que no fuera subconsciente si todos los sujetos experimentales procedieran del mismo modo exacto al igualar los millones de variables que los constituyen a ellos y a lo que les circuye. En tal caso, en el caso en que tuvieras al menos derecho a la sospecha de que es posible una parte de pensamiento consciente e independiente, se podría afirmar, por contraposición, la existencia de un subconsciente, una especie de conserje, que mantiene a punto el engranaje vital que debe sostener la parte autónoma de la mente humana, una maquinaria que regula latidos, parpadeos, defecaciones, quizá asociaciones arbitrarias y recuerdos reprimidos, etc. para que un pequeño clúster de células pueda encenderse y decidir reprimirse una flatulencia en solo uno de los funerales de uno solo de los irritantes, no muy aseados y con sobrepeso, compañeros de trabajo en uno los infinitos universos a los que atiendes. En tal circunstancia, podrías afirmar que tienes el derecho a sospechar que, dentro de la mente en su conjunto, hay una parte que quizá pudiera elegir entre masturbarse o arrojarse desde el octavo piso de un edificio, en favor o detrimento de la totalidad en que se subsume, y que esta relación es, hasta cierto punto, simbiótica, en el sentido en que, cabe tener la sombra del derecho a la sospecha de que este sometimiento de la parte subyugada a la subyugadora ha conferido una ventaja adaptativa en términos evolutivos generales al conjunto de mentes que forman a su vez una mente conjuntada frente a otras mentes que desdeñan, o son incapaces, o han renunciado, a este modo de jerarquización, que el esfuerzo ha merecido la pena en términos de penetración de mercado como mínimo, por más que puedas tener la impresión de que el precio a pagar, a nivel medioambiental o personal, haya sido imperdonablemente elevado, y que no existe mayor castigo que el de tener la duda acerca de si puedes albergar el más débil indicio de que puedas permitirte la sospecha de que poseas conciencia propia y libre albedrío en al menos uno de los, quizá infinitos, posibles universos, o al menos en una sección de al menos uno de los, quizá infinitos, posibles universos, en que, sin lugar a la menor duda, la muerte es inescapable.
-…
-No estoy defendiendo que tal sea necesariamente el caso en la sociedad. Si la sociedad no pudiera tener más que esta configuración dual, aunque esto de catalogarla como dual podría deberse a una falta de resolución y, en realidad, fuera pertinente especificar muchos más niveles, es muy probable que existan otras cesuras cualitativas al margen de esta que reconozco, entonces no podría ser una relación simbiótica, ni parasítica, ni de otra clase; sería únicamente un resultado inevitable: un enlace con denominación específica no comparable a los que usamos para calificar a las relaciones entre seres aparentemente dotados de determinado grado de independencia, indistinguible de hecho físico, químico, eléctrico o geológico. El equivalente a un igual en una substracción, multiplicación, división, etc. Pero, si la sociedad pudiera tener otra configuración, y la aparente fugacidad de las sociedades complejas podría parecer que parece así indicarlo, dado que las civilizaciones se cree que tienden a revertir, de media, en poco tiempo a estadios más primitivos, en el sentido de menos innovadores, en el sentido de menos estratificados, en el sentido de más propios de las formas animales más antiguas, o anteriores, o menos tardíamente separadas del último ancestro común, que pueblan este planeta, eso significaría que quizá se tratara, aun a pesar de los malestares, del precio a pegar, de la constatación de la existencia de unos determinados privilegios, que pueden o no favorecerte, y o unas responsabilidades, que pueden o no serte gravosas, de una suerte, clase, tipo, categoría de relación simbólica entre el todo subconsciente de la masa y el poco consciente de las instituciones.
-…
-¿Qué cómo puede conducir esto a que me sorprenda la relativa escasez de asesinos, aunque también de torturadores, predicadores, pendencieros, aulladores, caníbales, exhibicionistas, suicidas, etc.? Pues porque eso parece indicar que, a pesar de su desarrapada estampa, pese a su incapacidad para conceder cualquier clase de satisfacción que pudiéramos calificar de trascendental, como quizá podríamos llamar así a las que tradicionalmente han venido ofreciendo los más populares engaños sobre la existencia ultraterrena, pese a su aparente devenir hacia los círculos infernales del fracaso económico y del grado mínimo de equidad social, con todo: el sistema, en lo fundamental, en lo tocante a su perpetuación, a su cohesión interna, funciona extraordinariamente bien; evita lo que sería el peor de sus males: la autodestrucción generalizada, la respuesta inmune, el rechazo entre sus partes. Y creo que esto sólo lo puede conseguir mediante la degradación deliberada de la cultura, de los estándares del buen gusto, de la autoexigencia a la que se someten, para satisfacer los propósitos particulares, nunca para los propósitos del conjunto, los individuos; porque creo y afirmo, y proclamo, y aseguro que sería muy difícil para un hombre, para cualquier hombre, llamado Yehuda Halevi o de cualquier otro modo, no enloquecer y no dejarse llevar por una inefable ansia homicida contra todo aquel que se le ponga por delante y entorpezca sus pasos al constatar que el esfuerzo por asomarse a una conciencia mínimamente instruida, por un puesto en una jerarquía que le sirva como indicador de su valor reproductivo, por una retribución monetaria a su trabajo suficientemente generosa como para que pueda permitirse satisfacer sus modestos caprichos, es, vistas las cosas por la distancia suficiente, inane, dado que no sólo está, individualmente, como ente biológico, como mente que cree creer que es pensante, como acumulación de músculos, y huesos, y válvulas, y esfínteres, y, en última instancia, de moléculas y minerales y átomos, como hombre, como animal, como objeto, como cuerpo, como cosa, en definitiva, condenado a asistir al transcurso del tiempo que lo posee hacia el que no lo contiene y, como consecuencia, a una desaparición completa, total, irreversible, sino que, además está, colectivamente, condenado también, como parte del todo o del poco, como engranaje, como correa de transmisión, como herramienta, como reloj, como locomotora, como formulario estándar, sin que importen los logros, los éxitos las nuevas conquistas, las innovaciones técnicas, a las que pueda contribuir, dado que, en algún momento, su legado ha necesariamente de perderse, de fundirse con el ruido, de hacerse indistinguible del fondo. Lo sorprendente es, justamente, que no se percate de la futilidad del esfuerzo de restringirse, de limitarse, de domeñarse y dirigirse, que no aprecie el derroche de su único bien, si es que puede existir la individualidad no subsumida en el mecanicismo físico de la inconsciencia y, por tanto, un bien, que es la fracción de tiempo en que él mismo está contenido, frente al que no lo contiene, que es la posibilidad de elegir, aun si mínimamente, frente a la imposibilidad completa de la roca, y que, al predecir su inevitable perdida futura, así como la generalizada inutilidad absoluta del presente, y los presentes a los que complementa y sirve o lo sirven, instrumentaliza, ama, desprecia o ignora, salvo en cuanto que se circunscribe a su limitadísimo sí mismo, no corte sus riendas y se entregue al acto total, ultrahedonista al que le arroja su sospecha de voluntad, como parece indicar la historia que los hombres hacen cuando se creen libres para ello.
-…
-¿Cómo sabes que no lo soy? Como mucho, podrás sospechar que aún no me han descubierto.
Yo me voy a cagar en todos tus muertos. Uno a uno y uno tras otro. Voy a echar mierda pa barnizar la sagrada familia 70 veces hijodelagranputa.
Me ha encantado leerte. Imposible quedarse indiferente ante semejantes imagenes, alegorías y retórica.
Probablemente el mejor hilo que ha salido en el último año.
Si las palabras fueran pelos, los caracteres folículos capilares, entonces y sólo entonces no serías un puto calvo de mierda.
Z. se retorcía en su jergón. La luz anaranjada que entraba por las celosías, la algarabía incesante y el sonido del tráfago de muchedumbres de hombres y animales de tiro -idénticamente incansables bestias- socavaban la apacibilidad de la noche y tornaban en inconciliable el sueño.
Z. -de puntillas- aproximó los ojos a los intersticios de entre los listones de madera para echar así un vistazo a la calle en que la ictérica luz de las hachas se derramaba tan profusamente que no era posible contener su hemorragia con los párpados.
Un dipsomaníaco reía e hipaba allá, otro orinaba contra el ángulo recto de una esquina -como la suya- de madera oscura, una bagasa engalanada con telas de vivos colores hacía señas procaces a un pollino sin dueño que avanzaba tambaleándose hasta el punto de rozar con el costillar alternamente las paredes a uno y otro costado.
-¡Callad! ¡Callad y apagad las luces! ¡Noctívagos salaces! ¡Beodos desvergonzados! – exclamaba Z., semioculto en la casi completa lobreguez de su cuarto; y su nariz subrayaba con la más acusada de las indignaciones cuanto iba hablando.
-¿Quién nos insulta? – preguntaba uno.
-Ha de ser el majadero de esa casa, todas las noches incordia con sus impertinencias a los que rondan – respondía un segundo.
-A ese lo llaman el barbirrucio, como a su abuelo, que era también un insolente y, de tanta amargura, se le encanaron muy joven las barbas – completaba un tercero.
-¡No! ¡No! ¡Silencio de una vez! – contestaba Z pateando el suelo a cada golpe de voz.
-¡Métase la lengua en el culo, viejo! – espetaba la ramera, habiendo cesado en sus zalamerías al jumento, con las manos en las crestas ilíacas y arqueando la espina dorsal hacia atrás, cual si ofreciera el cáliz de su bajo vientre. – ¡Que para otra cosa no le vale!
-Increpado… – se decía lastimosamente Z. – Tenido por anciano, aun pese a que aún habito lo que podría calificarse muy generosamente de las postrimerías de la juventud… Menospreciado en mi capacidad para las artes amatorias incluso… ¡He de marcharme de este pandemonio absurdo! ¡Adiós, amigos, adiós! – añadía, refiriéndose a sus muchos y muy queridos libros; motivo por el cual hasta le brotaban las lágrimas. – ¡Fieles compañeros, inagotable consuelo a mis soledades; me despido!
-¿Quién confraterniza con nosotros y se lamenta? – se interrogaba un cuarto sujeto afuera, al que debían haberle llegado las voces.
-¡Mutis! ¡Mutis! – aullaba Z., por ver interrumpida su despedida triplemente libresca.
Aun antes de que se distinguiese el albor en la distancia, hubo empaquetado Z. unos escasísimos víveres y se había echado ya al primer sendero que le pareció que dejaba atrás, y para siempre, el fulgor inexhaustible y el escándalo desenfrenado de la urbe. Mas tan prontamente enflaqueció su matalotaje, que forzado estuvo de regresar para de nuevo abastecerse de frutillas y golosinas; y todo lo hizo protestando y echando baldones por la boca, cual si de cuantos vivieran en aquel mundo fuera la culpa -y no suya- de previsión tan pésima.
Y cual si fuera, verdaderamente, la necesidad lo que le compelía a retornar, y no el vivo temor que se había apoderado de él al verse enfrentando la total calígine aún reinante allende los arrabales.
Tras intentar brevemente el sesteo, sin éxito por culpa de los muchos ruidos y las demás -casi insignificantes- molestias a los que le era imposible habituarse, de nuevo emprendió, habiendo comprobado que ya el sol despuntaba, la marcha Z. entre grandes demostraciones de congoja para con aquella biblioteca suya.
Logró esta vez franquear el puente tendido sobre el caudaloso río a cuya ribera se había alzado el asentamiento del que, como en anteriores ocasiones -frustradas todas por tal o cual nadería-, huía. Dándose la novedad, en este caso, de verse sorprendido, tan pronto como alcanzó campo abierto, por una niebla que sobrevino con el amanecer, y cuya blancura bastó para desviar sus inseguros pasos y embrollar a su no muy desarrollado sentido de la orientación; con el resultado esperable: que no hubiera forma en que pudiese determinar qué dirección había de tomar para emprender el camino de regreso. Apetencia -la de retornar- que, como siempre le acontecía, se le hubo presentado ya desde muy pronto en la mañana, y a la que no sabía -por inconstante y medroso- sobreponerse en forma alguna.
Qué tal paroxismo no se adueñaría de él al descubrirse extraviado, que hubiera podido jurar entonces, cuando aún no se llegaba al mediodía, que no había desesperación que rivalizase con la suya ni sujeto otro que hubiese padecido en la historia del orbe tan intensísima pena.
De tan fuera de sí como se hallaba tras haber visto por entero disuelta la -muy escasa desde hacía un buen rato- neblina, a la que, junto a sus abellacados coterráneos, culpaba a la sazón del conjunto de sus sinsabores, y no ser capaz de reconocer, ni aun en la entera claridad, del paisaje característica alguna que lo guiara, se aproximó a los primeros seres vivientes que halló en su andanza, que no eran sino los árboles de un bosque; y, colocándose los huesudos y larguísimos dedos en mitad del pecho, cual si queriendo dar muestras de probidad en su discurso, cosa, como se comprenderá, innecesaria, se les dirigía -explicándose muy poco hábilmente-, del siguiente modo:
-Decidme, amigos árboles, ¿hacia dónde he de dirigir mis pasos?
Más aquellos, que eran jóvenes y estaban casi tan faltos de entendimiento como él mismo, le respondían así:
-Adéntrate en nuestra patria, que arraiga el más anciano de nosotros en lugar más profundo; él sabrá decirte cuál es el camino que has de recorrer, pues cuanto en este mundo existe ha visto y conoce.
Percatándose, a pesar de su naturaleza porfiadora, de que no tenía más remedio que aceptar lo sugerido, se internó Z. en la floresta, y no cejó hasta dar con aquel al que le encomendaban.
-He visto que eres distinto de todos los demás: muy grande, bello y magnífico. Has de ser tú al que por su sabiduría ensalzan, y al que, por ella, busco.
-Si me ensalzan o no, no me consta; sólo sé que soy el más antiguo morador de esta comarca, y que me han visitado ya tantos espíritus descarriados en búsqueda de consejo, que me es muy sencillo reconocer a uno de un mero vistazo.
-Siendo que es como dices, por favor, contéstame: ¿hacia dónde es que he de dirigirme?
-En la oscuridad has de sumirte como penetran en la tierra -por fría y áspera que resulte- las raíces, para que sean así fuertes tus ramas y no se quiebren con el pasar del tiempo ni las tormentas, ni se extenúen cuando el ardoroso sol refulja y con motivo de apresar su sustento requieran elevarse sin tregua; para que, del esfuerzo, se haga tu tronco anchuroso y recto, y no te carcoman los insectos ni te doblegue la gravedad, que a todos los seres apresa.
-¡Nada de eso me sirve! -protestó Z. – ¡Soy un hombre, no una estaca o un palo que se pueda enclavar en la greda! ¡Me da a mí que es mucho lo que tienes de palabrero y muy exiguo lo que posees de sabio! ¡Repiten que sabe el demonio por viejo, y me ha tocado a mí un pobre diablo -ya medio ciego o enteramente dementado- que, de tan vetusto, ni entre matorral y persona distingue! ¡Más perdido que vine me marcho!
No contestó el árbol, dado que los árboles no hablan.
Había vagado Z. otro trecho, y atravesaba con muchas dificultades un marjal, cuando se topó con un conejo que, a la carrera, de alguien o algo escapaba.
– Aguarde, amigo lepórido, ya que es usted tan ágil y esbelto, y que parece venir desde el muy lejos, a buen seguro sabrá decirme hacia dónde, para de este atolladero de una vez escapar, he de orientarme.
-Apártese momentáneamente y con sumo gusto ofreceré consuelo a sus cuitas. ¡Rápido!
-Trato hecho.
-Ha de dirigirse a la negrura como me dirijo yo a mi guarida, por gélida que esté y además húmeda, sólo así quizá alcance, como yo, a ver nuevamente el manto cerúleo y la luz amarilla de un fulgurante mañana, visiones que anegan el corazón con torrentes de puro gozo; pues, puestos a hundirse, preferible a la yacija es el hoyo; mejor que las fauces, el fango. ¡Olvide ahora que alguna vez me vio!
-¡Serás mendaz y astuto, miserable cuadrúpedo! ¡Qué bien me has engañado con tus fingidas prisas para que me hiciera a un lado! ¡Ay, que era este un taimado y no un vejestorio es evidente a cuenta de cómo brinca y se maneja con ese puñado de patas que, me parece a mí que, contrariamente a las creencias de la plebe, invocadoras son de la más aciaga de las suertes, o será, ya lo entiendo, que lo que trae la dicha es rebanarlas! ¡No puede haber modo de que en verdad lombriz me creyera, o como lombriz me viese, y en un lodazal propusiera que me enterrase para poner en suspenso mi zozobra!
No contestó el conejo, dado que los conejos no hablan.
Sumamente disgustado, ya planeaba Z. proseguir en dirección a unos vericuetos que hubo distinguido con anterioridad entre las copas y que, él se calculaba, habrían de dirigirlo a algún promontorio -desde donde quizá pudiera otear la lejanía-, cuando notó que otro ser, también corriendo, se le aproximaba por donde había llegado a toda prisa el burlón de largas orejas.
Pronto descubrió que era una loba que, con los hocicos gachos, cada poco tropezaba y no rara vez gañía, de tal como eran los golpes que contra raíces, piedras y troncos se atizaba. De sus muchos cortes le manaba la savia carmesí de la vida, mas no cejaba en perseguir a aquel de quien debía querer hacer su cena, pese a que cien veces partidas había de tener ya las cejas -y aún puede que más, pues las antiguas cicatrices abundaban-.
-Dime, humano – habló jadeante. – ¿Por dónde se ha ido el conejo?
-Disculpa, no sé a quién te refieres.
Con extrañeza lo miró la fiera, que se relamía los hilillos que de las heridas le manaban. Parecían sus ojos esclerótica sola, de tan níveos como tenían iris y pupila. Circundando a Z., se puso a olisquear sus ropajes, sin que éste se atreviese a emprender la huida o a dar siquiera un paso.
-¡Ah, ya entiendo! Perdona, compañero; no me había percatado de que, como yo, eras ciego. ¡Ojalá y encuentres pronto el camino de vuelta!
-Será lerda e ingenua – decía para sí Z. cuando ya aquella se marchaba. – De tan escasa imaginación como posee, no se figura que haya quien, viendo, finja que no vea por no doblegarse a sus deseos ni hacerse partícipe de cacerías en las que no hallará placer ni sustento.
Y, cubriéndose la boca, conocedor de que eran finos los oídos de la loba, se deshacía en carcajadas, celebrando su buena suerte y su mucha astucia.
-Qué curioso, te ríes tú ahí abajo y riéndose por lo bajo iba ella cuando se marchaba.
Buscó Z. el origen de esta voz y halló que era de un cuervo. Sentado en las altas ramas de un árbol, con la cabeza ladeada, la escena había contemplado sin que, hasta que hubo pronunciado palabra, debido a que su plumaje era tan negro, dejase de pasar inadvertido entre las sombras del incipiente atardecer en que se iba camuflando.
-¿Eh? ¡Cierra el pico, no añadas el ser cizañero a tu mala fama, pájaro de mal agüero!
-¡Ah! ¡Y yo que venía a poner remedio a tu extravío! ¡Ahí te quedas, echando de menos a tus libros, canalla!
-¡Aguarda, amigo! ¡Aguarda! No te lo tomes a pecho, tanto es el tiempo que llevo vagabundeando contra mi arbitrio, que no logro ya poner remedio a mi desabrido ánimo ni sé comportarme como es debido con los gráciles angelillos que, como tú, estos bosques guardan.
-No seas, ahora que te conviene, tan melifluo, quizá te ayude si te callas y abandonas tantos retruécanos y chanzas; que, con tus muchas tonterías, turbas la mirífica dignidad de la naturaleza.
-Accedo, pero dime una cosa: ¿cómo es que sabías de mis libros? ¿Acaso todos los hombres los atesoran, aun los que tenía yo por sandios?
-No, todos no, sólo aquellos con ínfulas. Ahora, ¡sígueme!
Trabajosamente logró no perder de vista Z. al córvido, que sobrevolaba las copas en dirección al rey de los astros; quien, pese a estar bajo, deslumbraba aún con su corona, ya más bemeja que dorada.
-¡Por aquí, por aquí! – vociferaba desde las alturas la negra mácula cuando, al volverse, encontraba a su perseguidor muy rezagado.
Por fin, se posó en mitad de un claro.
-Venga, recupera el aliento y dirígete a ese tocón; puesto allí, del más sabio, obtendrás cuanta respuesta anhelas – sentenció el ave.
-Ojalá y así sea, eternamente agradecido te estaré en dicho caso. Mas, acuérdate de lo que digo: seré de tus enemigos el más acérrimo si es este otro ardid de los muchos con los que me he visto afrentado hoy hasta el suplicio.
-Pagan noblemente mis servicios estas dulces y halagüeñas amenazas. ¿Quién de los dos será en verdad el pájaro? Quédate en tu casa, Z., ¡no vuelvas! ¡Que no precisa el bosque de más alimañas!
-¡Ni medio pie habré de plantar en lo sucesivo fuera de mi morada, tenlo por cierto! ¡Ya pueden pegarle fuego mis desaprensivos convecinos con sus teas a la ciudad entera, y desgañitarse elevando los más horrísonos alaridos al alba mientras trasiegan y fornican, que ni a rastras me sacan otra vez del camastro, ni me separan del butacón en que estudio! Muchas gracias, ¡y hasta siempre, gorrión!
Había sobre el tronco serrado al que se aproximó Z. una sierpe purpúrea de porte entre grave y lánguido que, aunque parecía absorta, no se demoró en hacer uso de la palabra. Pronunció su voz cansada:
-Aguarda, eso es todo.
-¿Aguardar a qué, señor áspid? – preguntó Z., inquietándose.
-A la caída de la noche.
-¡Me cago en los muertos, en los moribundos y aún en los sanos! ¿Han enloquecido los moradores de este innoble soto? No, es que son pérfidos y los domina la nequicia. Con meridiana claridad veo ya qué es lo que acontece: busca uno que me sepulte para que abone con mi cuerpo a su prole de espantajos; otro, que me embarre hasta la sien para que me demore el peso del fango y acabe de mis entrañas ahíto el depredador que lo arrincona; y, ahora, al amparo de la nocturnidad, a saber qué planean con alevosía los presentes… ¡rijosidades a todo pasto!
-Es el hombre el que se abastece del fruto de los árboles, el que caza a los conejos y viste con sus pieles, el que domestica a los lobos y los hace guiar a los apriscos a su ganado esclavo.
-Y la única que se apunta al bestialismo es la puta del borrico, ¿recuerdas? – añadió el cuervo, que no perdía puntada.
-¿Qué has de temer? – prosiguió la serpiente – Si padecieras algún mal, nos tendrían por adversarios tus iguales, y se apresurarían, en venganza o por temor, a extinguirnos.
-Muy cierto, porque soy queridísimo, además. Allí donde habito, me admiran tanto que me tratan de barbilindo.
-¡A eso es a lo que llaman mentir por la barba! Será más bien de barbicano – observó el oscuro ave – o de barbiestragado.
-¡Eso último ni siquiera es una palabra! ¡Oiga, atienda a cuán injuriosamente se me dirige este ser intoxicado de ruindades! ¡Es inadmisible que se falte tanto al respeto a un humilde y sosegado huésped que en ningún momento se ha hecho odioso!
-¡Malcarado!
-¡No! ¡Bestia inmunda! ¡Si me han dicho algunas veces que soy hasta atractivo!
-¡Las fulanas no cuentan!
-¡Lo dirás tú, pajarraco!
-¡Que estás contrahecho! ¡Admítelo, que te hace más daño el negarlo!
-¡Plumífero lenguaraz!
-¡Mira quién me lo llama!
Entre dimes y diretes transcurrió de forma inopinada lo que del atardecer restaba. Pronto se hizo evidente que, gracias a la oscuridad, resultaba muy sencillo distinguir el inconfundible domo de luz que sobre la urbe se alzaba, y que a todos los a ella foráneos había de resultar sobradamente conocido.
-¡Maravilloso! ¡Así que es en esa dirección que se erigía la capital de mi añoranza! ¡A mi penar se pone término! ¡Qué regocijo experimento al saber que podré retornar de una vez a la espléndida existencia de la que jamás debí abjurar! ¡Mil gracias! Os diría que me veo en deuda, pero escasamente se ve algo ya a estas horas, y aún menos preveo hacerlo en adelante. ¡Adiós!
-Aguarda aún un momento. Dime, humilde huésped, ¿qué has aprendido? – preguntó la sierpe.
-¡Muy fácil! Que la luz es mi dios, que ella hace con su sustento que crezca el árbol bello y magnífico; que por volverla a ver es capaz de soportar la humedad y gelidez de la tierra el conejo; y que, incapaz de remediar su ausencia, infinitas penalidades padece la loba y he sufrido yo hasta ahora. ¡Lo dicho!
No contestó la serpiente, dado que las serpientes no hablan.
Iba aproximándose Z. al final de su camino cuando empezó a asombrarse de lo mucho que centelleaba lo que al frente le aguardaba. Le costaba dar crédito a que hubiera sido siempre tan luminosa la vida nocturna en aquel paraje, por más que pudiera acusarse a este fenómeno de ser el principal causante de las más de sus soliviaduras; y culpó, por dar con una razón, a una transitoria deshabituación de sus pupilas del dolor que le causaban tan hirientes rayos.
Cruzaba ya el puente en que comenzó su periplo cuando al fin una vaharada ardiente le hizo percatarse con estupor de que lo que a través de las rendijas de los párpados a duras penas distinguía era un colosal incendio. Entre grandes chasquidos se iban consumiendo los edificios, cuyos pedazos se precipitaban peligrosamente a las calles.
-¡No! ¡Maldita sea! ¡He de salvar a mis queridos libros! ¡Mis libros!
Pero la turba, que, por no sufrir el destino de su tocaya, del fuego iba escapando, con tanta ferocidad se derramaba, que acabó Z. golpeado, mordido, pisoteado, molido a puñadas y, finalmente -de tanto combatir el alud a base de tirones, codazos y patadas- arrojado al río por unos cuantos que lo daban ya por irremediablemente histérico.
Hacia la profundidad se hundía, cargado todavía con las viandas y arrastrado por la ropa empapada, sin que pudiera idear remedio -porque, entre la completa negrura de las aguas y los muchos revoloteos que había sufrido, otra vez la orientación le fallaba, y arriba y abajo eran para él nociones desprovistas de sentido-.
Vio en esto una luz argéntea que pensó que provenía de lo que había escuchado referir como la antesala de la muerte, y hacia ella, con los brazos abiertos en cruz, como el mártir y el hombre justísimo por los que se tenía, se dejó arrastrar -de triste y derrotado como estaba- en lugar de resistirse.
Encontró a la luna llena, que sobre el cosmos reinaba.
-¡Oh, maravillosa compañera! ¡Selénico faro con el que, de tan benigna luz como proyectas, hasta los arcángeles se alumbran! Me arrastra la corriente sin enmienda, dime hacia donde queda la ribera, o bien pronto feneceré, bien aterido, bien anegado.
Pero, dado que no habla la luna, no hubo contestación a esta súplica.
Exasperado y con los dientes castañeándole, escudriñó Z., sin muchas esperanzas, pero sabiendo que no restaba alternativa -salvo el exterminio-, la oscuridad en búsqueda de una salida al caudal que ya lo iba ahogando.
Tamaño esfuerzo empleó por mantenerse a flote y por hallar escapatoria que, gracias en buena medida a la luz de plata, acertó a distinguir las formas que bordeaban el río, y con no menor afán combatió a la aparentemente ineluctable fuerza que lo hacía naufragar hasta lograr derrotarla poniendo pie en la orilla.
Cayendo desmayado al suelo de resbalosos cantos, resollando y casi muerto de frío, se dijo entrecortadamente Zaratustra:
-Ahora sé qué he aprendido.
-Ay, cuánta dicha me causa esta picha que tengo de envergadura; esta verga, cuando dura, es ducha sin ser derecha, y no la espicha, sino que dura y dura la dicha sin que le pene tanto porrazo mientras espicha. ¡Mas, aprisa, pues presiento que ya eyaculo, saco la minga; apoya, amiga, lejos de la polla el culo!
-¿En la cara, joder, tío guarro? -se queja ella con tono amargo. - ¿No tenías lugar más abajo al que apuntar el badajo? ¡No me vuelves a tañer en un año, carajo!