El problema aquí radica en socavar la gama de acciones que una persona puede realizar, todo en pos de valores que son profundamente relativos. Esa es la razón por la que detesto toda legislación liberticida. No obstante, una cosa es prohibir, y otra muy distinta regular. Las regulaciones tienen sentido porque evitan que aquellos actos que en un principio puedan ser neutros, se conviertan en actos peligrosos.
Por ejemplo, una persona que beba una o dos veces a la semana y sin pasarse mucho, tendrá unas probabilidades bastante bajas de sufrir de problemas relacionados con dicha práctica, mientras que una persona que lo haga día sí y día también, tendrá una probabilidad casi absoluta de caer en problemas que costarán una gran cantidad de dinero y esfuerzo no sólo a ellos, sino al Estado y todas las personas que lo componen. Pero no podemos centrarnos en estos extremos, y establecer prohibiciones, porque entonces estamos también afectando a –el muy mayor grupo de– los primeros, por unas consecuencias que no parten de sus acciones, sino de las de otros.
Lo mismo con el mercado libre: un mercado razonablemente libre tendrá agilidad y adaptabilidad, y será fácil que genere riqueza y que haya una sana competitividad entre quienes lo componen, mientras que un mercado ultraliberal podrá generar monopolios que no benefician a más que a un puñado de personas.
¿Regular? Necesario. ¿Prohibir? Lo mínimo posible.