La población vive su mejor momento de la historia. En demasiadas ocasiones tendemos a olvidarnos del gigantesco progreso que globalmente hemos experimentado en apenas dos siglos.
Permítanme comenzar el año con un mensaje de optimismo. Máxime cuando tantos gustan de hacer lo contrario: quejarse de lo mal que marcha el mundo y del aciago futuro que nos aguarda. La realidad, sin embargo, es que la humanidad está viviendo el mejor momento de su historia: no es que no haya problemas serios —que claro que subsisten— ni que no quede margen para la mejora —que por supuesto que lo hay— sino que en demasiadas ocasiones tendemos a olvidarnos del gigantesco progreso que globalmente hemos experimentado en apenas dos centurias.
Empecemos por la pobreza extrema: jamás en la historia de la humanidad ha habido un menor porcentaje de personas pobres (definiendo ‘pobre’ como aquellos individuos cuya renta diaria es inferior a 1,9 dólares). En el año 2015, menos del 10% de la población mundial calificaba como ‘pobre’; a principios de siglo era casi el 30%; en 1990, el 37%; en 1950, el 72%; en los albores del siglo XX, el 82%; y a comienzos del siglo XIX, el 94%. Esta brutal reducción del porcentaje de personas pobres —inédita en cualquier otro período de nuestra historia— ha ido de la mano, además, de una explosión demográfica —igualmente inédita en cualquier otro período de nuestra historia—, hasta el punto de que jamás más personas habían escapado de la trampa de la pobreza extrema (6.650 millones) ni, tampoco, en los últimos 200 años menos personas se mantenían atadas a ella (705 millones).
Para algunos, empero, puede que el porcentaje y el número absoluto de pobres no constituyan buenas referencias acerca del progreso social de la población. No hay problema. Contamos con otros dos indicadores que, imagino, todos aceptarán como sintomáticos de ese cierto progreso: las notables mejoras en educación y en sanidad.
En cuanto a logros educativos, el analfabetismo afecta hoy a un menor porcentaje de la población mundial que en ningún otro momento de nuestra historia: sólo el 15%, menos de la mitad que en 1950, menos de una quinta parte que en 1900 y apenas un sexto que a comienzos del siglo XIX.
Pero los éxitos globales en educación no sólo se refieren a la ininterrumpida erradicación del analfabetismo: a día de hoy, casi el 50% de la población mundial disfruta de un nivel educativo al menos equivalente al de Secundaria. En la añorada década de los 70, apenas se superaba el 20%.
Y, por último, nuestra salud también está mejorando a marchas agigantadas. La esperanza de vida se ha incrementado muy sustancialmente en todos los continentes —incluida África— a lo largo del siglo XX. Y lo ha hecho de manera ininterrumpida en el siglo XXI. Jamás los seres humanos hemos vivido tanto como ahora.
Buena parte de este alargamiento de la esperanza de vida se debe a la espectacular reducción de la mortalidad infantil. A día de hoy, el 96% de los niños en el conjunto del planeta superan la edad de cinco años; en los 70, sólo el 85%; y a comienzos del siglo XX, el 64%. Pocos hitos más importantes para el bienestar del ser humano que no tener que experimentar la recurrente tragedia de ver morir a sus hijos.
Y si acaso cree que todos los anteriores avances palidecen al lado de los insoportables incrementos de la desigualdad que estamos experimentando, piénseselo dos veces: por primera vez en los últimos 200 años, las desigualdades globales de la renta se están reduciéndo (aun cuando estén aumentando marginalmente en Occidente como consecuencia de la crisis económica).
En definitiva, y como ya hemos indicado al comienzo, el mundo jamás ha sido un lugar mejor por muchos retos a los que sigamos enfrentándonos. Desde que arrancara la Revolución Industrial, el progreso global ha prosperado de manera imparable. Es verdad que no debemos caer en la autocomplacencia paralizante que nos impida continuar avanzando; pero desde luego tampoco deberíamos hundirnos en una depresión injustificada por creer melancólicamente que vivimos en uno de los peores momentos de la historia. Como solía repetir el premio Nobel de Economía James Buchanan: “Cuando miro al futuro soy pesimista, cuando miro al pasado soy optimista”. Escrutemos el futuro cogiendo una adecuada perspectiva sobre nuestro pasado.
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