No podía sacarlo de mi cabeza. El tipo estaba ahí, tambaleándose, riéndose de mí mientras yo luchaba con aquel maldito sofá que no pasaba por la puerta del ascensor. Había olido a alcohol desde metros antes de que se acercara, un tufo pesado y amargo. Primero pidió algo de dinero, luego un cigarrillo, y al final, sin razón alguna, soltó una carcajada mientras dejaba caer una botella vacía al suelo, haciéndola estallar en mil pedazos justo donde estaba trabajando. No ayudó en nada; solo se fue tambaleándose calle abajo, como si el mundo fuera suyo.
Un rato después, ya era de noche. Aún me ardía la rabia en el pecho mientras conducía por esa avenida vacía. Lo vi otra vez. El mismo chaval, caminando a trompicones por el borde de la carretera, arrastrando una caja de cartón con una correa de perro, su silueta apenas visible bajo la luz amarilla de las farolas. Fue un impulso. Un destello en mi mente que me gritó: "Ahora es tu oportunidad". No había nadie más en la calle. Nadie para ver. Nadie para detenerme.
Mis manos se apretaron contra el volante. Mis pies, como movidos por una voluntad ajena, pisaron el acelerador. El camión rugió y avanzó directo hacia él. No tuve dudas, no hubo vacilación. El golpe fue seco, un sonido sordo que aún me retumba en los oídos. Vi su cuerpo elevarse y caer al suelo como un muñeco roto. Un segundo, tal vez dos, de silencio absoluto antes de que mi respiración volviera a inundar la cabina.
No me detuve. Seguí conduciendo, los dedos temblando sobre el volante, pero una parte de mí, muy dentro, se sentía extrañamente aliviada. Como si un peso se hubiera desvanecido. Por primera vez en horas, mi pecho dejó de arder.