He llegado a la conclusión de que el siglo XIX es uno desconocido y olvidado frente a otros como el XVI o XVII y XVIII. Parece ser que la sombra de Fernando VII es muy alargada y se hemos olvidado a gente como Espartero, el Empecinado o Zumalacárregui, que fueron vitales para el devenir de la España del siglo XX.
Por lo tanto, me he propuesto hacer una serie de hilos, a través de artículos interesantes, donde recupere del olvido a esa gente que creo que todo el mundo debería conocer. Empezamos con un héroe de la resistencia antifrancesa y antiabsolutista: el Empecinado. (Los hilos serán cada semana o cada dos).
Dejo también el grupo de historia, donde llevamos bastante tiempo recopilando hilos de dicha materia: https://www.mediavida.com/g/CDE
- ¿De dónde venía este curioso apodo? En contra de lo que pudiera pensarse, pese a que Juan Martín destacó por su carácter testarudo, su apodo el Empecinado no hacía referencia a ese aspecto de su personalidad, sino a la pecina, un lodo negro que el río Botijas arrastra a su paso por el pueblo natal de Juan Martín, Castrillo de Duero, y que hacía que a sus habitantes se les llamara, despectivamente, "empecinados". El término "empecinarse" en el actual sentido de "obstinarse" se hizo popular en el español hablado en América a lo largo del siglo XIX y en España únicamente se registra a partir de la segunda década del siglo XX.
Como les sucedió a tantos otros españoles, en 1808 la rutinaria vida de Juan Martín Díez –un humilde labrador de 33 años que vivía en la pequeña localidad de Fuentecén, cien kilómetros al sur de Burgos– dio un giro inesperado. Un año antes Francia y España habían firmado el tratado de Fontainebleau, por el que se permitía el paso del ejército de Napoleón Bonaparte a través de España para invadir Portugal, aunque la intención de éste era poner a su propio hermano José en el trono hispano.
El emperador de los franceses contaba con tener el apoyo popular frente a la desprestigiada dinastía de los Borbones, pero, desenmascaradas sus intenciones, la traición inflamó los ánimos de la mayor parte de las poblaciones y la guerra se hizo inevitable.
El Empecinado, como llamaban sus paisanos a Juan Martín, se sumó de inmediato a la resistencia patriótica. Entre 1793 y 1795 ya había participado en la guerra del Rosellón, en los Pirineos catalanes, y no guardaba un buen recuerdo de las tropas francesas y sus brutales métodos. Por ello, antes incluso de la revuelta del 2 de mayo en Madrid, realizó sus primeras acciones contra los ocupantes, dedicándose junto con otros compañeros a interceptar los correos franceses que transitaban por el camino real de Madrid a Burgos, en las proximidades de Aranda de Duero.
Primeras escaramuzas contra los franceses
El conflicto subsiguiente alumbró a un gran número de partidas de guerrilleros que se dedicaron a hostigar a las tropas francesas y que dieron a la guerra de Independencia un grado de ferocidad y brutalidad inusitado. El Empecinado fue uno de los jefes guerrilleros más destacados, aunque, por su parte, intentó evitar siempre el ensañamiento y la crueldad. Así, a finales de 1808, una de sus primeras escaramuzas contra los franceses terminó con la denuncia de sus paisanos contra el Empecinado por haber dado cobijo en su propia casa a una distinguida dama francesa que viajaba en el convoy que había capturado. Juan Martín fue encarcelado en la prisión de Burgo de Osma, de la que no tardó en escaparse.
A continuación, Juan Martín rehizo su partida con tres de sus hermanos y otros hombres y empezó a operar en un área que se extendía a Segovia y Salamanca. El grupo creció y sus acciones se hicieron cada vez más audaces. En 1809, contaba con varias decenas de hombres a sus órdenes y el general John Moore, al mando de las tropas británicas en la península ibérica, le entregó fondos para comprar caballos. En abril, la Junta Central le concedió el grado de teniente de caballería.
El Empecinado interceptaba correos y mensajes del ejército ocupante y atacaba a los destacamentos que los protegían. También asaltaba convoyes de víveres, armas, ropas y dinero. Él mismo describía así su actividad: "Aquí no hay descanso, aquí se come lo que se encuentra y se descabeza un sueño con el dedo puesto en el gatillo… Aquí no se corre, se vuela".
Su fama y su carisma no paraban de crecer, y a finales de 1809 fue llamado por la Junta de Sigüenza para organizar las fuerzas levantadas en la provincia de Guadalajara. Fue allí, a caballo entre Madrid y Zaragoza, donde Juan Martín desarrollaría sus operaciones más importantes. Al mando de trescientos jinetes y doscientos infantes, entorpeció las líneas de comunicación y puso en aprieto a las guarniciones francesas. La fama de sus acciones y el hecho de que pagara puntualmente a sus hombres le atrajeron gran número de voluntarios, de modo que al final de la guerra mandaba una división de más de cinco mil hombres.
José I encomendó al general José Leopoldo Hugo la misión de acabar con la partida del Empecinado. El general lo persiguió sin descanso durante tres años. Consiguió algunos éxitos, pero reconoció la dificultad del encargo: "Siempre errantes, las fuerzas del Empecinado amenazaban todos los puntos de nuestro despliegue". Hugo, después de intentar atraerlo a la causa josefina sin éxito, no cesó en su persecución e incluso detuvo a la madre de Juan Martín y amenazó con fusilarla si no se entregaba. El Empecinado lo retó a su vez con pasar a cuchillo a cien franceses que tenía en su poder y a todos los que en adelante capturara. La barbarie no fue más allá porque Hugo no se atrevió a comprobar si Martín estaba dispuesto a cumplir su amenaza y liberó a su madre.
Además de los franceses, el Empecinado tuvo que vérselas también con sus compatriotas. Nunca toleró el bandidaje y eliminó varios grupos que extorsionaban a los pueblos en nombre de la causa patriota. Su carácter indómito y apasionado le procuró entre sus paisanos una mezcla de admiración y envidia al borde del odio y sufrió motines de sus hombres, a veces estimulados por las juntas locales, poco propicias a que abandonaran el territorio en auxilio de otros ejércitos.
El Empecinado fue herido varias veces y tuvo que huir más de una vez en situaciones límite, como cuando se arrojó de un precipicio para no ser apresado. Tenía un instinto natural para la guerra de guerrillas. En cada momento sabía si reunirse para atacar o bien dispersarse y esperar un momento más propicio. Sus dotes estratégicas, unidas a su fortaleza física y a la tenacidad con la que defendió la causa patriota hicieron de él "un guerrillero insigne que siempre se condujo movido por nobles impulsos, generoso, leal y sin parentela moral con facciosos", según escribió el novelista Benito Pérez Galdós en uno de sus Episodios nacionales. Juan Martín acabó la guerra como mariscal de campo y Fernando VII le concedió el privilegio de firmar como "El Empecinado".
Víctima del absolutismo
Juan Martín fue un liberal convencido y partidario entusiasta de la Constitución de 1812. Por ello, cuando Fernando VII volvió a España en 1814 y restauró el absolutismo, el Empecinado se retiró a Castrillo, pese a lo cual recibió varias distinciones del gobierno, como la cruz laureada de San Fernando. El pronunciamiento del general Riego en 1820 lo devolvió a la vida pública. Durante el Trienio Liberal (1820-1823), Juan Martín combatió a partidas realistas que buscaban restablecer el régimen anterior, como la del cura Merino, otro antiguo guerrillero. Cuando en 1823 se produjo la intervención de los Cien Mil hijos de San Luis para restablecer el absolutismo, el Empecinado estaba al frente de la resistencia del régimen liberal en Castilla la Vieja y hubo de capitular finalmente en Extremadura.
Martín se convirtió en una de las piezas más codiciadas de la represión absolutista. Apresado cerca de su pueblo, fue llevado a la vecina Roa, donde durante diez meses sufrió insultos y vejaciones de todo tipo, hasta el punto de que los días de mercado lo exhibían en la plaza dentro de una jaula de hierro. En el juicio se le acusó de la muerte de varios civiles en Cáceres durante el último conflicto. El juez instructor, enemigo personal del Empecinado, no dudó en condenarlo a la horca, muerte que se reservaba a los bandidos. "¿No hay balas en España para fusilar a un general?", se lamentó el reo.
Una calurosa tarde de agosto de 1825, Juan Martín era llevado a la horca a lomos de un burro desorejado en señal de deshonra, mientras una plebe embrutecida seguía su recorrido lanzándole improperios y objetos. Al acercarse al cadalso, en un titánico esfuerzo, el Empecinado rompió las cadenas que le sujetaban y trató de refugiarse en sagrado, pero los soldados se lo impidieron tras un forcejeo en el que sufrió algún bayonetazo. Ante su desesperada resistencia, fue arrastrado con una soga hasta el suplicio y colgado sin más ceremonia.