Aprovechando que el Gobierno está de cambios no está de más reflexionar sobre las consecuencias que, tras la imagen pública, tiene la elección errónea de las personas que ostentan el poder. Cómo la ambición personal puede estar por encima de la responsabilidad, de la que se es menos consciente cuando los sujetos que realmente se ven afectados por las decisiones políticas están lejos del círculo cerrado en el que se mueven las fichas de una nación.
Cuando se pierde la empatía con los ciudadanos y el gobernante se convence de que su legitimación para gobernar es inherente a él mismo, el resto se convierten en meros instrumentos. Es lo que pasó en la Alemania de Hitler, sobre todo a medida que los aliados avanzaban, mientras la cúpula del nazismo se aislaba dentro del propio partido.
La jerarquía nazi no era tan fría y organizada como aparentaba. Las rencillas personales y la autoridad de Hitler, quien en muchas ocasiones distorsionaba la realidad y actuaba a base de impulsos, fueron unos de los motivos de la derrota alemana. El Parlamento y el poder judicial carecían de independencia y algunos recursos del país quedaron sin movilizar.
Junto al Führer, los hombres clave fueron:
Hitler era un desastre en temas de papeleo; funcionaba más a base de intuición que de trabajo constante. Reconocía a los hombres más brillantes pero no llegaba a darles verdadera libertad de acción, seguramente para prevenir que pudieran ponerse a su nivel. La burocracia se duplicó y en 1934 los jefes regionales (gauleiter) sólo se dedicaron a mejorar su tren de vida. De este modo el poder quedó aún más centralizado en los que tenían acceso a Hitler.
A raíz de la guerra, el mejor situado era Göring. Director económico de Alemania; organizaba los presupuestos al margen del ministro de Economía. Pero no tardó en convertirse en una caricatura de sí mismo. Extremadamente holgazán además de orondo, su ocupación predilecta acabó siendo el diseño de uniformes.
Goebbles, sin embargo, era más calculador y un conspirador nato. Se adueñó del poder civil ocupándose del Frente Doméstico, pero Bormann le cortó las alas.
En 1941 Hess fue a Inglaterra tratando de firmar una paz que le devolviera su influencia perdida en gran parte al comenzar la guerra, puesto que no intervenía directamente en ella. Pero cayó prisionero, circunstancia de la que se aprovechó Bormann. Éste pasó a organizar la agenda completa de Hitler hasta el punto de decidir en parte a quién veía, además de aislar al líder y convertirse en su enlace con el exterior. Aun así, algunos privilegiados tenían acceso al Führer sin pasar por Bormann, siendo el más peligroso Speer (nombrado ministro de Armamento y Municiones en 1942). Se ganó la confianza plena de Hitler y, a diferencia de otros, era un trabajador brillante y dinámico. Hasta su nombramiento la economía militar había sido desastrosa. Se desperdiciaba muchísimo dinero en fiestas, construcciones monumentales, importaciones de lujo, etc. Speer supo remediarlo en pocos meses, pero Bormann se encargó de ponerle las cosas difíciles.
Dirigió a los gauleiter contra él, y se vio en dificultades. Las empresas amenazadas aumentaron sus donaciones al Partido, asegurándose su supervivencia y protección. Se rechazó el cierre de peluquerías y empresas de cosméticos porque bajaría la moral del pueblo; continuó la producción de artículos de lujo con la excusa de preservar las economías regionales; y prosiguieron las obras monumentales para evitar que el prestigio del régimen decayera. Como si no estuvieran inmersos en una guerra.
El reparto de mano de obra también fue objeto de disputas. Los trabajadores alemanas dependían del Frente del Trabajo, en manos de aliados de Bormann. Por otro lado, la asignación de presupuestos era tarea de Göring, que se sentía amenazado por Speer. Y además Himmler, ministro de Interior y antiguo criador de pollos, dirigía una economía paralela: bienes saqueados, mano de obra esclava de los campos de concentración y todo un entramado empresarial que sólo rendía cuentas ante las SS.
Hitler se negó a dar poder a Speer sobre Himmler y protegió a Göring. Sólo Göebbles apoyó a Speer. Ambos trataron de unir fuerzas con Himmler y Göring para acabar con Bormann, pero fracasaron.
Al margen de los enfrentamientos internos, Hitler no dejaba de actuar a base de impulsos. Cualquier cosa que llamaba su atención pasaba a ser prioritaria. En el programa de las bombas V2 Alemania gastó tanto como los aliados en el Proyecto Manhattan.
Otros vieron su oportunidad de triunfar impresionando al Führer como el doctor Porsche con el Maus, un carro de combate de 190 toneladas. Personajes como Robert Ley, al cargo del Frente del Trabajo, ganaba sus favores siendo el payaso y borracho oficial del Reich. Hitler solía burlarse de los libros de Rosenberg (ideólogo del nazismo), al igual que de las fantasías de Himmler. Algunos usaron la táctica de seguir los consejos del doctor Morell, médico de Hitler, y alabar el vegetarianismo. Todo valía con tal de asegurarse un trozo del pastel.
Nadie parecía darse cuenta de que la guerra se estaba perdiendo. Se esforzaban cada vez más en aumentar sus posesiones, cayendo en la mediocridad mientras miles de alemanes perdían la vida. Pensaban que el futuro, pese a los reveses, les pertenecía. Pero a partir de julio de 1944 se impuso la realidad con el atentado a Hitler, las fronteras sitiadas y los bombarderos reduciendo el país a cenizas.
Los jueces empezaron a firmar sentencias de muerte, los militares se apresuraron a jurar fidelidad y bastaba cualquier rumor para verse condenado. En este punto, Goebbles fue nombrado Ministro para la Guerra Total y se alió con Bormann para hacer frente a Speer. Éste consiguió mantener su puesto, pero su influencia se perdió irremediablemente y se dedicó a sabotear las órdenes de Hitler.
Cuanto más se cerraba el cerco, más decisiones surrealistas se tomaban. Goebbles reunió todos los hombres posibles para sostener el frente, pero se reservó 35.000 figurantes para la película Kolberg (Veit Harlan, 1945). Además, amenazaba con armas secretas terribles mientras seguía firmando condenas de muerte.
Los gauleiter quedaron a cargo del recién fundado Ejército del Pueblo, que mandó a la muerte a niños, inválidos y ancianos; y Himmler fue nombrado comandante del ejército del Vístula.
A comienzos de 1945 todos vieron acercarse el final y los que pudieron siguieron a Hitler a Berlín, confiando en poder sacar beneficio antes de huir. El día clave fue su cumpleaños. Tras la celebración Göring y Himmler, excusándose con deberes militares, se fueron de la capital. Goebbles y Bormann acompañaron a Hitler al búnker. En cuanto a Speer, atravesó Berlín para despedirse de su jefe.
La trama de Göring y Himmler se truncó en el último momento gracias a Bormann. Hitler supo que Himmler negociaba con los aliados, y un telegrama de Göring le convirtió en traidor. Al suicidarse, Hitler designó como sucesor a Dönitz; Goebbles canciller; y Bormann ministro del Partido. Habían conseguido lo que querían, pero demasiado tarde.
Goebbles y su mujer asesinaron a sus seis hijos antes de suicidarse. Bormann trató de huir disfrazado de soldado pero le hirieron y se tomó cianuro. Himmler ofreció sus servicios a Dönitz, pero éste le rechazó. Y Göring se entregó a los aliados. Poco después, Alemania se rindió. Sin embargo, Dönitz llegó a formar gobierno en Flensburg con Speer. Durante dos semanas gobernaron una nación que ya no existía, sin la más mínima autoridad. Quince días después, los aliados les arrestaron.
Esta historia merece la pena porque es buena muestra de algo que a veces se olvida, pero siempre ha existido. La corrupción del poder y lo insignificante que puede llegar a ser el pueblo (en parte por su propia ignorancia y dejadez). El hombre puede tener como motivación sus instintos más primitivos mientras aparenta lo contrario, jugando con los destinos de personas que dependen de sus decisiones.
Creo que todos los países pueden verse en situaciones similares, pero unos son más proclives que otros. A diario vemos ejemplos en los que la separación de poderes brilla por su ausencia. Dirigentes que con tal de perpetuarse en el poder hacen cualquier cosa, sin importarles condenar a su pueblo a la miseria por su propia cabezonería. Aislándose del mundo y mostrándose airados frente al resto de países, pues en el suyo siempre contarán con una corte de bufones y vivirán como quieran. Pero sobre todo gastando. Gastando mucho dinero ajeno en cosas absurdas o innecesarias. Y, cuando esto ocurre, es síntoma de que las prioridades no están claras; señal inequívoca de que los que ordenan y mandan son unos ineptos.